CULTURA
En defensa del
"tsundoku": Marie Kondo no tiene razón
En la serie
"A ordenar con Marie Kondo", la bestseller y nueva gurú del orden en
la casa asegura que hay que desprenderse de los libros con los mismos métodos
que usamos para deshacernos del resto de los objetos que ya no nos hacen
felices. El problema es que los grandes lectores no van tras los libros solo
para ser felices. Y algo más: para ellos, la satisfacción no es vaciar espacios
sino tener cada vez más estantes colmados de mundos posibles.
Por Hinde Pomeraniec
Hola,
amigos, mi nombre es Hinde y soy lectora compulsiva. No creo ser víctima de una
enfermedad sino de un comportamiento, una forma de vida que a lo largo de los
años me dio momentos de intensa alegría y de tristeza imborrable, de placer y
conocimientos extraordinarios y también otros de inquietud, desdicha y malestar
que sin embargo hicieron de mí quien soy.
Soy
lo que soy por los libros y soy mucho más que mi propia vida
gracias los libros, que son, como decía Umberto Eco, la inmortalidad hacia
atrás. Y resulta que ahora, en su manía insaciable por ponerle orden
al mundo -en estas últimas semanas, desde Netflix- la experta japonesa
Marie Kondo dice que hay que desprenderse de ellos cuando ya no tienen
que ver con nuestra felicidad: que hay que decirles adiós igual que como
debemos hacerlo con un vestido de quince o una bufanda apolillada del abuelo.
Con todo respeto: ¿de qué habla esta mujer? Solo alguien que no es
lector puede pensar que desprenderse de libros es una tarea equiparable a la de
deshacerse de tarros de cocina con leyendas corroídas por el tiempo o
de cajitas inútiles que hace rato no guardan nada. Querida Marie: me temo que
no sos una lectora.
Kondo es famosa
por el libro “La magia del orden” (Captura pantalla YouTube)
Nací
en una casa en la que había bibliotecas y libros. No eran libros heredados de
las familia de mis padres, inmigrantes judíos de Europa del Este con modesta
impronta cultural: eran libros que mi padre -lector curioso y de intereses
múltiples- compraba semana a semana durante la década del 60, un tiempo
en el que Argentina todavía era el faro de las traducciones y las ediciones
latinoamericanas y en un país en el que había editores que se ponían a
la cabeza de la promoción de la lectura.
La mayoría de los libros con los que crecí y con los que en muchos casos seguí
estudiando eran títulos editados en las diferentes colecciones del Centro Editor
de América Latina, que dirigía Boris Spivacow. (Gracias, Boris,
sería sin dudas buen título para un libro de memorias, si alguna vez emprendo
algo así). Muchos de esos libros -chiquitos, destartalados y con letra
imposible para la presbicia de hoy- aún me acompañan, sé dónde
ubicarlos, reconozco sus lomos breves y el diseño de sus cubiertas: me llaman
todavía.
Durante
la adolescencia compré y me regalaron mis primeros libros propios y ya en la
universidad seguí comprando como novedades o en librerías de viejo aquellos
títulos que iban a marcarme para siempre desde la licenciatura en Letras que,
en definitiva, es una suerte de profesionalización de la figura del lector.
Muchos años después tuve también la fortuna de producir libros: escribí
los míos, edité los de otros y siempre seguí leyendo. Cada tanto regalo o dono
libros, pero las cuentas indican que siempre son más los libros que entran que
los que salen, es regla.
“Adquirí el don de adivinar el
perfil de las personas a través de sus bibliotecas, que recorro en diagonal en
cuanto entro a una casa, en una práctica de “cata de lomos” desarrollada a
través de los años”
Soy
lectora desde que aprendí a leer con los carteles de la calle o los titulares
de los diarios; leo de día y de noche y adquirí el don de adivinar el perfil de
las personas a través de sus bibliotecas, que recorro en diagonal en cuanto
entro a una casa, en una práctica de "cata de lomos" desarrollada a
través de los años. Soy de las que lee en el transporte público, aviones o salas
de espera; pertenezco a la raza de personas que siempre tienen lectura en papel
o electrónica a la mano para matizar esperas y también a esa otra raza de
curiosos malsanos que, mientras leen su propio libro, pispean por encima lo que
lee el de al lado, tomando nota mentalmente si se trata de un objeto de
interés. Leo al derecho y al revés todo lo que está a mi alcance. Sucumbo ante
las vidrieras, mucho más si son extranjeras y con materiales que desconozco.
Recibo libros por mi trabajo pero compro libros porque me gusta hacerlo. Leo
siempre, todo el tiempo. A veces creo que leo, incluso, cuando duermo.
En
mi casa hay bibliotecas en varias habitaciones -no soy la única lectora, muchos
de los libros por las manos de varios de los miembros de mi familia, a veces
durante una misma temporada- y no alcanzan los espacios, por lo que hay libros
apilados no solo al lado de mi cama sino también en los rincones más insólitos.
Estoy convencida de que si mi hogar todavía no implosionó es porque en
los últimos años muchos títulos los leo en su versión electrónica y es
que, en el caso de los libros más nuevos, lo que me interesa es llegar a esa
historia o a ese ensayo de la manera más rápida y cómoda posible. No tengo
necesariamente vínculo afectivo con todos los libros, esto también es algo que
se crea, se construye. Un libro es un objeto pero es también un manantial de
contenido y no solo de recuerdos.
“Me desespera no tener tiempo para
leer todo lo que me interesa y al mismo tiempo sigo sumando pendientes.”
No
me alcanzan los libros, nunca alcanzan, los lectores somos cazadores
insaciables. Tengo pilas de libros clasificados según urgencias profesionales o
intereses personales; tengo también la pila destinada al ocio y las vacaciones.
Me desespera no tener tiempo para leer todo lo que me interesa y al mismo
tiempo sigo sumando pendientes. No es solo fetichismo -no tendría nada de malo
que lo fuera-, es una ansiedad lectora que apenas logró atenuarse en los
últimos años, cuando decidí que el tiempo que tengo por delante es muchísimo menos
que el que ya viví y por eso decidí no leer nunca más ni siquiera por
obligación profesional nada que no me provoque curiosidad o interés genuinos.
No hace mucho supe que esta especie de síndrome de devoción por los libros y
por la lectura tiene un nombre en japonés. La palabra es tsundoku y
define la bibliomanía o práctica de acumulación de lecturas, que uno podría
extender a la necesidad de tener más y más libros porque sí, por placer, aunque
sepamos que jamás, ni en siete vidas, podremos terminar de leerlos.
Todavía
no había terminado de asumir como propia la manía llamada tsundoku en
japonés cuando Marie Kondo decidió llevar su magia japonesa del orden a los
libros. En uno de los capítulos de la serie, Marie y su intérprete llegan con
su método KonMari a la casa de una pareja de escritores que necesitan
desesperadamente acomodar sus objetos y su espíritu. A la hora de los libros, Marie
les asegura en su clásico tono zen que hay que despedirse de los libros que ya
no tienen que ver con nosotros, que hay que decirles gracias y adiós
porque ya no tendrán un lugar en nuestro futuro y que hay que pensar
que "los libros son un reflejo de nuestros pensamientos y nuestros
valores". Ay, no. No. No es así, Marie.
“Si siguiéramos la idea de que “los libros
son un reflejo de nuestros pensamientos y nuestros valores”, nadie podría leer
novelas policiales o de terror, sería imposible leer biografías de asesinos en
masa o historias de incestos”
En primer lugar, parece extraño tener que
aclarar que uno no lee solo por identificación: leer es ir en
busca de mundos posibles, enamorarse de personajes que sentimos cercanos pero
es también vivir intensamente la vida de otros personajes que están en el lado
contrario de la vida en donde estamos parados, tanto en materia de ideas como
de conducta. Si siguiéramos la idea de que "los libros son un reflejo de
nuestros pensamientos y nuestros valores", nadie podría leer novelas
policiales o de terror, sería imposible leer biografías de asesinos en masa o
historias de incestos y solo leeríamos ensayos que hablan de lo que pensamos y
no de lo que está pensando el mundo o de las ideas con las que, a través de los
siglos, se gestó el pensamiento de la civilización.
Por
todo esto y tanto más, se complejiza aplicar a los libros la teoría de Kondo de
quedarnos solo con aquello que tiene que ver con nuestro presente o con lo que
nos hace felices. O pensar que si hace años conservamos ejemplares de libros
que nunca leímos es porque en realidad no los necesitamos. Y es que los
libros no nos atraen por una necesidad ni son solo la memoria de un momento
feliz sino que son, además, la posibilidad latente de un fulgor que aguarda
ahí, a la espera. Tenemos más y buscamos más porque no hay satisfacción
posible.
No
es un tema de métricas, ni de identificación o valores; no se trata de la pura
dicha o el regocijo de la tarea realizada. El célebre lema de Marie Kondo
"conserva solo lo que te haga feliz y despréndete de lo demás" puede
ser un buen criterio para aplicar en objetivos elementales como hacer espacio
en un armario o en un mueble de cocina o cuando llega el momento duro de
desprenderse de recuerdos que pesan al punto de no permitirnos avanzar luego de
un duelo de cualquier tipo.
“Para un lector no hay nada más maravilloso
que una librería colmada de ejemplares o una habitación con estantes llenos de
promesas”
Te juro, Marie, que para un lector no hay nada más
maravilloso que una librería colmada de ejemplares o una habitación con
estantes llenos de promesas: cómo ves, una sensación exactamente en las
antípodas de la satisfacción que puede provocar el espacio libre y despejado de
otra clase de objetos. Y es que los libros no tienen nada que ver ni con la
eficiencia, ni con el feng shui ni con los tips
ingeniosos: la buena literatura no tiene propósitos y la biblioteca de un
lector no es un mueble más sino una personal hoja de ruta, un singular mapa de
su vida construido a través de sus gustos en el tiempo.
Fuente: Infobae, Cultura (10-01-2019)