La nueva lectura del mundo
por Rafael Argullol
Si alguna
repercusión debiera tener un acontecimiento simbólico como el fin del segundo
milenio de la era cristiana es la de ofrecer la oportunidad de poner en
práctica una nueva lectura del mundo. El balance del siglo XX, además de
aconsejarla, la facilita: junto al impresionante botín de creaciones y
catástrofes provocadas por el hombre, se ha consolidado una escenografía
planetaria que obliga a un diálogo sin precedentes entre las distintas
tradiciones y mentalidades. La comunicación, la tecnología y la representación
total han modificado profundamente nuestra imago mundi, no sólo física, sino
también psicológica, adentrándonos, paralelamente a la anunciada aldea global,
en una metrópolis tribal que, si hace del mundo una sola ciudad universal,
multiplica ilimitadamente sus barrios con una eclosión de matices y diferencias
que permanecían ignorados, postergados o silenciados.
Desde una óptica europea, o, si se quiere, occidental, el mundo ofrecía hasta
hace poco lecturas más asequibles. Poseíamos, sobre todo a partir de la
Ilustración, pero quizá ya con Giambattista Vico, un canon de lectura, por así
decirlo, que, si bien ha variado con el paso de los tres últimos siglos,
ofrecía sólidas pautas de orientación para atravesar la historia y, en
consecuencia, para presumir el futuro.
Los grandes
relatos ideológicos modernos adelgazaron este canon de modo peligroso, en
especial durante el siglo que ahora termina: en su primera mitad, con la
experiencia de los totalitarismos, y en su segunda, con la de la bipolaridad
alimentada por la Guerra Fría. Tanto en un caso como en el otro se propiciaban
las lecturas más esquemáticas del mundo, y así lo continuarán haciendo, sin
duda, los fundamentalismos, los dogmatismos utópicos y los integrismos. Los
detentadores de la perfección, o de la verdad, o del bien, necesitan lecturas
fáciles para sobrevivir o imponerse.
Pero el siglo XX
de la era cristiana acaba, afortunadamente, con el resquebrajamiento del canon,
bien reflejado hace pocos años en el resquebrajamiento, y posterior derribo,
del Muro de Berlín, aunque no menos en los otros resquebrajamientos más lentos
e imperceptibles que integran la atmósfera finisecular. Las últimas guerras del
Siglo de las Grandes Guerras, dispersas por cuatro continentes, están
impregnadas por la violenta dinámica entre globalización y tribalización,
haciendo aflorar motivaciones religiosas, espirituales o étnicas que el canon
moderno había recluido en el olvido. ¿Quién hubiera podido pronosticar, cuando
el mundo se leía desde el mundo libre o desde el mundo igualitario, que la
última guerra europea del siglo sería tan tribal como ha sido la de Yugoslavia?
¿Quién hubiera podido pensar que el futuro está tan lleno de pasado?
Ampliadas las
grietas hasta provocar sucesivos derrumbamientos, la lectura del mundo se ha
hecho más difícil, pero también más rica. En lo sustancial, el canon de lectura
con que se inició el siglo XX es ya inservible, incluso para aquellos que
quisieran reducir el mundo a lo que ve la mirada occidental. No creo que
debamos lamentar esta pérdida puesto que pasar página, la revolución más
auténtica que pueda concebirse, es una tarea compleja pero singularmente
seductora. Ahora bien, pasar página, leer de nuevo el mundo de acuerdo con lo
que el mundo, entre destrucciones y creaciones, expresa ante nuestro asombro -o
nuestro entusiasmo, o nuestro miedo- ex¡ge, al unísono, un cambio de
disposición y un cambio de escenario. Exige, en otras palabras, despojamos de
ideas que parecían sólidas pero están obsoletas para abrimos a otras que
ignorábamos, despreciábamos o, simplemente, temíamos. Pasar página exige una
nueva paîdeia adecuada al nuevo escenario.
El futuro será
distinto de lo que creíamos, o de lo que creían, según los cánones de lectura elaborados
por el pensamiento occidental en los últimos siglos. Aunque pueda parecer una
paradoja, esto prueba que también el pasado será distinto de lo que habíamos
creído. Poner en práctica, y no sólo encerrar en la teoría, la nueva lectura
del mundo, construir una paideia para nuestra época, supone afrontar la doble
perspectiva de una indagación crítica, tanto en la universalidad de la ciudad
cuanto en la multiplicidad de sus barrios. Roto el canon, los datos y los
enigmas son, desde luego, vertiginosos. Habrá que prestar, por tanto, suma
atención a todo nuevo descubrimiento (la duplicidad de culturas,
"científica" y "humanística", pertenece al canon
inservible). Entre ellos adquiere especial valor el descubrimiento de nuestro
nuevo pasado, por el cual pocas cosas inmutables continuarán siendo inmutables.
Si pertenecemos
al tiempo de la representación total, mediante la que todas las imágenes del
planeta se reflejan en una pantalla única, también por primera vez, y en una
paulatina igualdad de condiciones, asistiremos a la confluencia de tradiciones
culturales hasta ahora excluidas u oscurecidas entre sí. De ser así, como sería
de desear, la riqueza de la lectura producirá una relativización de cualquier
tipo de identidad. Los momentos fundacionales, sobre los que tanto se han
apoyado los cánones de lectura, quedarán asimismo en entredicho.
Cuando las
culturas que, a falta de mayor rigor, hemos llamado "orientales" -y
que en nuestros manuales de filosofía o de arte continuamos llamando así-
vuelquen sobre el escenario palabras paralizadas por siglos de decadencia,
cambiará el significado de nuestras identidades y de nuestros momentos
fundacionales. También en este aspecto, el vira e del siglo XX ha sido
innovador: en sus inicios, los textos "orientales" eran editados por
las universidades europeas, mientras que ahora las universidades de la India,
China, Japón o los países islámicos publican ediciones rigurosas de sus fondos
filosóficos y literarios. Pronto, para nuestra admiración, las tragedias
griegas vivirán juntamente con los Upanisads, y quizá dentro de unas décadas
los lectores pasen con extrema facilidad de unas a otros.
Estas inminentes
encrucijadas, al concernir al futuro, concernirán al pasado, modificando las
imágenes de nuestras historias colectivas y de nuestras creencias. No podremos
seguir explicándonos a nosotros mismos como cuando poseíamos los cánones de
lectura anticuados, y deberemos sumergirnos en un remolino de visiones
desconcertantes y fecundas, en el que se demostrará, como si fuéramos Edipo,
que vivimos nuestra civilización entre las falsas identidades consagradas y la
revelación de nuestras dislocaciones culturales. El futuro híbrido nos revelará
un pasado igualmente híbrido: los orientes aflorarán a cada momento de lo que
hemos llamado occidente (en la "polémica de Humanidades", dicho sea
de paso, se ha entablado una guerra de identidades, en lugar de apostar por una
desarticulación autocrítica de las mismas como único camino de acceso a la
pluralidad del presente).
La nueva lectura
del mundo que, entre indiscutibles desastres, nos ha liberado el siglo XX puede
ser menos desconcertante de lo que ahora nos parece si somos capaces de leer,
más libremente y más pluralmente, también menos arrogantemente, nuestro pasado.
Además, con toda probabilidad, esto alejará los cantos lastimeros y los sones
fúnebres ("muerte del arte", "muerte de la filosofía",
"muerte de la historia" y otras muertes) no sólo porque rememoraremos
otras tantas resurrecciones, sino, de un modo muy especial, por la excitación
propia del lector al cambiar de página.
* Escritor y filósofo
Consulta bibliográfica: Diario El País, Opinión, Tribuna,
Rafael Argullol, 31 de enero de 2018.