CULTURA
NOTA PERIODÍSTICA
El
discurso completo
Guillermo Saccomanno inauguró la Feria
del Libro
El reconocido escritor -y columnista
de Página/12- abrió la 46º Feria Internacional del Libro con un discurso
contundente: denunció tanto el oligopolio de la industria papelera local, la
relación desigual de los autores con los editores y la decisión de los
organizadores de la Feria de realizar el evento en el predio de La Rural, una
institución "que fue instigadora de los golpes militares que asesinaron
escritores y destruyeron libros".
Saccomanno
inauguró la Feria Internacional de Libro en Buenos Aires
A sala llena y con una multitud
congregada en el Restaurante Central de La Rural, el escritor -y columnista de
Página/12- Guillermo Saccomanno abrió la 46º Feria Internacional del Libro
(FIL) con un discurso flamígero: al describir los desafíos que afrontan a
diario los escritores, el autor denunció tanto al oligopolio de la industria
papelera local, como a la relación de los autores con los editores -"nos
sentamos en desventaja a ofrecer nuestra sangre", dijo- y la decisión de
los organizadores de la Feria de realizar el evento en el predio de La Rural,
una institución "que fue instigadora de los golpes militares que
asesinaron escritores y destruyeron libros".
Al inicio del discurso, Saccomanno
citó una nota de la cronista Silvina Friera en la que se exhibe la crisis
del papel, no solo en Argentina sino a nivel mundial: tal como cuenta la nota
de Página/12, el autor de la producción "Cámara Gesell",
"77" y "El buen dolor", entre otras obras, relató cómo la
industria pastera se orienta hacia el cartón para el embalaje por el comercio
electrónico en detrimiento de las bobinas de papel para hacer libros y
revistas. Pero a ese diagnóstico le aportó la cuota local, al denunciar que
las dos empresas productoras de papel (Ledesma y Celulosa Argentina) han
disminuido su producción y el precio para imprimir un libro se disparó a cifras
inimaginables. "Sería un hallazgo, en la crisis que atravesamos, crear
una papelera con participación del Estado, que nuclee a los cartoneros y a las
cooperativas", planteó Saccomanno como posible alternativa.
Desde allí, el mensaje de Saccomanno
-en el que dijo limitarse a narrar hechos y describir- fue in crescendo:
recordó la persecución política a su padre (y su biblioteca con Marx, Arlt y
Martínez Estrada), sus primeros trabajos en publicidad en los que empezó a
forjar su propia búsqueda literaria y su relación "tensionada" con la
Feria Internacional de Libro de Buenos Aires.
"Decir Feria implica decir
comercio. Esta es una Feria de la industria, y no de la cultura, aunque la
misma se adjudique este rol",
explicó Saccomanno, al añadir que este evento "es una manera de
entender la cultura como comercio en la que el autor, que es el actor principal
del libro, como creador, cobra apenas el 10 por ciento del precio de tapa de un
ejemplar".
El escritor contó que, al aceptar
dar el discurso inaugural de la Feria, rompió con una tradición de sus
antecesores: pedir el pago de un honorario para subirse al escenario.
"Me enteré, a través de algunos amigos, algunos editores, y no daré
nombres, supe de quienes se opusieron al pago. Su argumento consistía en que
pronunciar este discurso significaba un prestigio. Me imaginé en el
supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagar la compra con
prestigio", expresó Saccomanno, quien se planteó si mencionar el dinero en
una celebración comercial es de mal gusto. "Quienes me precedieron en
este lugar, comprometidos con la defensa del libro, nunca habían cobrado. El
uso que de estas figuras hizo la Feria en función de su propio prestigio ha
sido mala fe ideológica y no se obviar. Por tanto, soy el primer escritor que
cobra por este trabajo", completó.
La
Rural y futuras generaciones
Tampoco dudó en criticar a los
organizadores tanto por la ubicación como por el cobro de una entrada (un
precio que oscila entre los 300 y 400 pesos) para el ingreso a la Feria. Sobre
el primer punto, se preguntó si "es una paradoja o responde a una lógica
del sistema que esta Feria se realice en la Rural, que se le pague un alquiler
sideral a la institución que fue instigadora de los golpes militares que
asesinaron escritores y destruyeron libros". Su respuesta no tardó en
llegar: "En lo personal, creo que esta situación simbólica refiere una
violencia política encubierta".
Sobre el costo de la entrada,
Saccomanno describió la realidad política y social del país -"nuestro país
ha superado el 40% estadístico de pobreza y la línea de hambre es
impiadosa", dijo- y planteó que los únicos lectores que pueden llegar a comprar
un libro son una clase media "pauperizada siempre y cuando no gasten
demasiado en la gaseosa y los panchos".
Pese a este estado de situación, y
sin omitir su repudio a las gestiones de los ministros porteños Soledad Acuña y
Enrique Avogado, Saccomanno se autopercibió optimista respecto a las nuevas
camadas de escritores. "Son varias las generaciones que, en el presente,
desde la diversidad y la disidencia, están generando escrituras
cuestionadoras", dijo y añadió que "a pesar de las dificultades
colectivas y personales de toda índole, persisten en la escritura y creen que,
si bien la escritura no puede transformar el mundo, puede hacerlo un poco
mejor".
En esa línea, Saccomanno citó
a John Berger -"escribo porque sufro, con la esperanza entre los
dientes"- para cerrar su discurso: "No cambiaría este oficio por
nada". El auditorio
cerró con aplausos y de pie.
El
discurso completo
Meses atrás, en febrero, ante la
inminencia de esta Feria, Silvina Friera publicó en Página/12 un
artículo donde desarrollaba la problemática de la falta de papel que afecta
muchos países. A la escasez de papel, producto de la pandemia y el aumento en
los costos de energía en el mundo, se le suman en nuestro país los problemas
habituales: la industria del papel es oligopólica, el papel se cotiza en
dólares, y aun cotizando en dólares, tiene inflación y ningún tipo de
regulamiento desde el Estado. En consecuencia, para las editoriales pequeñas
y medianas se torna muy difícil planificar la edición e impresión de
libros.
La falta de papel se debe a la menor
producción de las dos empresas productoras de papel para hacer libros. Una es
Ledesma, propiedad de la familia Blaquier/Arrieta, una de las más ricas del
país, apellidos vinculados con la última dictadura en crímenes de lesa
humanidad, además de relacionados con la Sociedad Rural, escenario en el que
hoy estamos. La otra empresa es Celulosa Argentina. Su directivo es el
terrateniente y miembro de la Unión Industrial José Urtubey, conectado con la
causa Panamá Papers.
Los oligopolios han producido menos
por problemas internos y por la pandemia. Y cabe destacarlo: han destinado su
producción a papel para embalar o para cajas, y no tanto al papel de uso
editorial. Para hacer un libro de unas 160 páginas, con una tirada de 2.000 mil
ejemplares, se necesitan entre papel interior y papel de tapa más de 150.000
pesos de inversión.
Un editor independiente proponía
como solución la intervención del Estado. Por ejemplo, la creación de una
papelera del Estado. Pero, por supuesto, como no ocurrió en el escándalo
Vicentin, es improbable que suceda su intervención. Sería un hallazgo, en la
crisis que atravesamos, crear una papelera con participación del Estado, que
nuclee a los cartoneros y a las cooperativas.
Al leer esta noticia me pregunté qué
tenía esto que ver conmigo, con la hoja en que empezaba a escribir este texto
una noche en el bosque. En los últimos treinta años, desde que me afinqué en
Villa Gesell, esta “tierra elegida” como la llamábamos con mi amigo Juan Forn,
escribo con una birome negra en un cuaderno de hojas lisas. Me gusta el fluir
de esta escritura en silencio, una grafía que se vincula con el dibujo, y el
dibujo, a su vez, me devuelve a mí mismo. Así me pregunto quién soy, y si esta
ignorancia no es la que induce a la búsqueda de un sentido que a menudo se me
rehúye. La escritura, conjeturo, debe saber más de mí que yo. Tal vez esta sea
la razón por la que en los últimos años me dediqué a la lectura y escritura de
notas sobre poesía.
En tanto, con la birome negra en un
cuaderno, escribí en la ciudad, en micros, en trenes, en el mar y también en el
bosque. Y fue en el bosque donde mi escritura se volvió más reconcentrada y, a
un tiempo, abierta, tratando de conectar en un modo zen el uno con el todo. El
monje taoísta vietnamita Thich Nhat Hanh dice que la hoja donde escribo
contiene el árbol del que proviene, desde la semilla, pasando por la lluvia, el
sol, las estaciones, una historia concerniente a la naturaleza ante la que no
puedo hacerme el distraído. Intentaré evitar irme por las ramas.
Hace un instante comentaba el
silencioso acto de la escritura con el destino final que uno puede, con suerte,
atribuirle: la publicación. A qué precio, vale preguntarse. En un posteo de un
editor independiente leí que imprimir un libro de 290 páginas cuesta tres
cuartos de un millón de pesos, aproximadamente más de 700.000 pesos. Además,
vaya detalle, no son pocos los autores que pagan una parte de la edición con
tal de ver publicada su obra.
Debe haber sido en noviembre. Cuando
fui convocado a la inauguración de esta Feria experimenté sentimientos
contradictorios. Me acordé de la biblioteca de mi padre perseguido político en
la casa de un Mataderos de calles de tierra, hedor de frigoríficos y
curtiembres. En esos años fue la toma del Lisandro de la Torre y la insurgencia
barrial ante los carriers y los tanques. La biblioteca estaba en el fondo de
casa, en un galpón lindante con el gallinero, era vasta y en sus estantes,
tablones hasta el techo de cinc, cargadísimos, convivían, entre otros, Bakunin
y Zola, Barbusse y Dostoievski, Maupassant y Marx, Arlt y Martínez
Estrada.
Me vi más tarde, a los quince,
cuando empecé a trabajar de cadete en una agencia de publicidad. Me detenía en
las librerías de la avenida Corrientes y en los puestos de usados de
Tribunales. Cuando el dinero no me alcanzaba robaba los libros. A los quince
iba formando mi propio programa de lecturas: Sartre, Hemingway, Camus, Pavese,
Vitorini, Duras, Pasolini, Guinzburg, Faulkner, Woolf, Mc Cullers, O´Connor,
Hamsun. Descubría a Gelman, Bustos, Bignozzi, Bailey, Porchia, Thenon, Urondo y
Pizarnik. Leía El Escarabajo de Oro y La Rosa Blindada. Era el tiempo de, entre
otros, Castillo, Guido, Dal Masetto, Hecker, Rivera, Orpheé, Puig, Lynch,
Briante, Gallardo, y Piglia. Siempre pensé que el premio mayor para una
escritora o un escritor debe ser que una piba, un pibe, detecten mañana tu
libro en una bandeja de usados, ese entusiasmo al encontrar y encontrarse.
Todavía lo sostengo. Desde esta construcción de mi escritura hablo esta noche.
La Feria siempre me generó tensión.
Y no sólo porque uno se se topa con un injuriante pabellón Martínez de Hoz, que
homenajea al esclavista y saqueador de tierras indígenas, antepasado del
tristemente célebre economista de la última dictadura. Decir Feria implica
decir comercio. Esta es una Feria de la industria, y no de la cultura, aunque
la misma se adjudique este rol. En todo caso, es representativa de una manera de
entender la cultura como comercio en la que el autor, que es el actor principal
del libro, como creador, cobra apenas el 10% del precio de tapa de un ejemplar.
En esta Feria se han escuchado y se siguen escuchando discursos bien
intencionados acerca de la función del libro, de su trascendencia, su empleo
como objeto tanto de placer como de herramienta educativa. En fin, discursos
que pronto habrán de ser olvidados.
Cuando fui convocado planteé dos
cosas: leer los discursos de quienes me antecedieron y el pago de honorarios.
Sólo pude leer, gracias a la inquietud de Ezequiel Martínez, a los últimos
cuatro o cinco discursos. La organización de la Feria, presumo, no conserva los
anteriores, lo que puede interpretarse como desidia hacia lo que esas voces reclamaron
en cada oportunidad. Con respecto a mis honorarios, a Ezequiel, además de
honesto periodista cultural, hijo de un gran escritor, no puso reparo. Es más,
coincidió en que se trataba, sin vueltas, de trabajo intelectual. Y como tal
debía ser remunerado, aunque hasta ahora, como tradición, este trabajo hubiera
sido, gratuito. No creo que mencionar el dinero en una celebración comercial
sea de mal gusto. ¿Acaso hay un afuera de la cultura de la plusvalía?
Quiero aclararlo, en los años que
llevo publicando debí demandar a varias editoriales, incluyendo alguna
progresista, para recuperar los derechos de publicación de un libro una vez
vencido el período del contrato y otros incumplimientos de cláusulas acordadas.
En esas demandas me asistió el amigo Oscar Finkelberg, un especialista en
derechos de autor. Tomás Eloy Martínez supo agradecerle a Finkelberg en una
dedicatoria haberle probado que los derechos de autor son también derechos
humanos.
Nuestra relación con los editores es
siempre despareja. Nos sentamos en desventaja a ofrecer nuestra sangre, no otra
cosa es la tinta. El editor es propietario de un banco de sangre compuesto por
un arsenal de títulos publicados siempre en condiciones desfavorables para
quienes terminan donando prácticamente su obra.
De manera que, desde que recibí el
ofrecimiento de intervenir acá, no pude menos que, todo un trabajo, todos los
días dedicarme a pensar de qué iba a hablar, qué decir. En principio, me dije,
debía y debo agradecer a quienes me propusieron como forma de reconocimiento a
mi producción. Pero elegí, elijo, ahondar en la tensión. Es decir, elijo la
sinceridad. Más tarde, a través de algunos amigos, algunos editores, y no daré
nombres, supe de quienes se opusieron al pago. Su argumento consistía en que
pronunciar este discurso significaba un prestigio. Me imaginé en el
supermercado tratando de convencer al chino de que iba a pagar la compra con
prestigio. Entre quienes cuestionaban el pago de honorarios no faltó quien
planteara que, de pagar, la cifra dependería de la extensión del discurso. Me
pregunté a cuánto podría reducirse la suma si yo decidía resolver el discurso,
en modo patafísico, con un aforismo. Además, convinieron esos editores, si se
me pagaba, se establecía un antecedente que perjudicaba los intereses de la
Feria. ¿Qué los sorprendía? Es que quienes me precedieron en este lugar,
comprometidos con la defensa del libro, nunca habían cobrado. El uso que de
estas figuras hizo la Feria en función de su propio prestigio ha sido mala fe
ideológica y no se obviar. Por tanto, soy el primer escritor que cobra por este
trabajo.
Como se apreciará, me limito a
narrar hechos y describir. Procuro una narración realista que puede ilustrar
los porqués de mi tensión en esta Feria y preguntarme cuánto en ella, más allá
de las presentaciones de libros, mesas redondas y debates, es su real interés
en la literatura, su significación. A esta Feria, queda claro, le importan más
los libros que más se venden, que, como es sabido, suelen ser complacientes con
la visión quietista del poder. Conviene quizá que lo aclare: la literatura que
me interesa – trátese de ensayo, poesía, narrativa -, ilumina, perturba,
incomoda y subvierte.
Otra situación que no se puede
soslayar es que las sucesivas crisis económicas han afectado no sólo la
industria editorial. No es una novedad que nuestro país ha superado el 40%
estadístico de pobreza y que la línea de hambre es impiadosa. En su
introducción a los Hechos del Rey Arturo y sus Nobles Caballeros de Thomas
Mallory, John Steimbeck escribió: “Hay muchas personas que olvidan, cuando
crecen, lo mucho que les costó aprender a leer. Quizá se trate del mayor
esfuerzo emprendido por un ser humano, y debe afrontarlo cuando niño. Un adulto
rara vez sale triunfante de esa empresa, la de reducir la experiencia a un orbe
de símbolos. Los seres humanos han existido durante mil millares de años, y
sólo han aprendido este prodigio en los últimos diez últimos millares de los
mil millares”. Corresponde entonces preguntarse si un chico con hambre está en
condiciones de realizar esa operación, asimilar conocimiento cuando no ha
asimilado alimento.
Al mismo tiempo, si retornamos a la
crisis del papel, no podemos dejar de lado el crimen impune de las políticas
extractivas que sustenta el estado y contribuye al desastre de la naturaleza.
No me desvío demasiado: hace un tiempo también leí en The Guardian que la
estadística de millones de fugitivos de los desastres climáticos supera los
millones de refugiados por desastres bélicos: aproximadamente dieciséis
conflictos bélicos en la actualidad. En nuestro país los incendios forestales
son tan graves como los efectos asesinos del gaseo pesticida. A propósito, les
recomiendo el libro del fotorreportero Pablo Piovano. En esas imágenes
espectrales de seres deformados podrán observar eso que los medios
invisibilizan, una tragedia ninguneada y oculta que no es tan espectacular como
las secas de cuencas aquíferas y los incendios. Tampoco, se me dirá, es
pertinente traer acá la indigencia de los pueblos originarios y sus territorios
que históricamente les pertenecen y les fueron expropiados a partir del
genocidio roquista. Sin embargo, tanto el asesinato de Santiago Maldonado y
Rafael Nahuel como la represión sobre el pueblo mapuche están en línea directa
con esta estrategia de expoliación y entrega de recursos.
La teoría literaria, sostiene el
marxista irlandés Terry Eagleton, es, ni más ni menos, que teoría política.
Leída desde esta perspectiva, desde sus orígenes, nuestra literatura está
signada por la violencia política: el indio, la mujer y el inmigrante son las
víctimas y han sido y siguen siendo muchas veces escamoteadas. Toda nuestra
literatura, incluso aquella que se define como de evasión, aunque se haga la
otaria, también tiene que ver con la violencia política. Es que, me digo, si
escribimos no podemos jugarla de inocentes. Si me remito a los versos de John
Donne queda claro por quién doblan las campanas. Doblan por nosotros.
Otra pregunta me queda picando: ¿es
una paradoja o responde a una lógica del sistema que esta Feria se realice en
la Rural, que se le pague un alquiler sideral a la institución que fue
instigadora de los golpes militares que asesinaron escritores y destruyeron
libros? En lo personal, creo que esta situación simbólica refiere una violencia
política encubierta.
Cuando pregunté, antes de venir, por
qué la Feria se realiza aquí y no en otro espacio, Ariel Granica, hijo del
editor exilado en el 76, tuvo el gesto solidario y comprensivo de explicarme
que no hay otro lugar de magnitud capaz de albergar tantos expositores y
facilitar el ingreso de una multitud. De producirse un cambio de geografía, me
dijo, dependería de la colaboración del estado en facilitar un predio afín. Le
cité el ejemplo de la Feria de Guadalajara. Y Granica me informó que dicha
Feria, a diferencia de esta, dispone no sólo del respaldo sino también del
apoyo económico del estado mejicano.
Si la Feria le paga una fortuna a la
Rural, esto justifica la cuantiosa cifra del alquiler de los predios de los
expositores. De modo que quien visita esta Feria, debe contemplar que al costo
de la entrada debe sumarle el precio del libro. Alguna vez esta Feria tuvo como
lema propiciar la relación del autor con el lector. La sombra del dinero
enturbia, como vemos, la naturaleza de esa conexión.
Quiero, en este relato, plantear
otra pregunta: si este es el cuadro de situación de la Feria, que no es nuevo,
en medio de esta crisis económica que depreda nuestro país, ¿quiénes son los
lectores que llegan al libro sino los de una clase media pauperizada siempre y
cuando no gasten demasiado en la gaseosa y los panchos?
Acá se habla de los riesgos de la
industria, se repite retórica la necesidad del acceso a los libros, se habla y
se habla. Parafraseando a Greta Thumberg, blablablá. Pero cómo hablar de
lectores, me pregunto, si se elude desde los estamentos gubernamentales la
enseñanza y el aliento de la lectura, que no se arregla ingenuamente
repartiendo fascículos literarios en las canchas ni con una candorosa primera
dama leyendo cuentos a los chicos de vacaciones en Mar del Plata. No me voy a
detener acá en los exabruptos facistas de la ministra de educación porteña,
tampoco en el menosprecio del ministro de cultura porteño por los premios municipales
a la labor de creadores en literatura, teatro, música y artesvisuales,
subsidios a menudo en riesgo. Pero no puedo pasar por alto a un reciente
ministro de educación nacional que, al encarar una enésima reforma educativa,
declaraba no hace tanto que estábamos ante un “proceso de reorganización”
pedagógico. “Los límites de mi lenguaje son los de mi mundo”, escribió
Wittgentein, pensamiento que ese ministro seguramente ignorará. Subrayo los
términos del ministro: “proceso de reorganización”. Tzvetan Tdorov afirma que
un país que ha padecido campos de concentración tiene el corazón comido por
gusanos. Me pregunto entonces cuál es la calidad educativa en nuestro país que
ha sufrido ya suficientes reformas educativas para que, encima, un ministro,
pueda expresarse en estos términos. No creo necesario extenderme abarcando la
situación siempre precaria de los docentes en el país donde fue asesinado el
maestro Fuentealba y en los últimos años otros maestros murieron por la
explosión de las garrafas en escuelas convertidas en comederos.
La literatura que me gusta no baja
línea. Y, lo que escribo en esta hoja, tampoco baja línea. Simplemente soy
descriptivo, estas son las cosas que se juegan para quienes elegimos este
oficio. Inexorable, la tensión me impulsa hacia un nervioso desorden
enumerativo. Asumo el riesgo de ser malentendido y juzgado como aguafiestas.
Pero, a pesar del frenesí y la euforia de la organización y su expectativa en
la facturación, nuestro presente no tiene mucho de festivo. Quienes me han leído
saben que, acá, ahora, persisto en sostener una contrariada coherencia. Estoy
convencido, estos datos y anécdotas tienen que ver con la escritura. No la
determinan, pero inciden más de lo que me gustaría cuando viene el momento de
publicar.
A pesar de todo, no soy pesimista.
Son varias las generaciones que, en el presente, desde la diversidad y la
disidencia, están generando escrituras cuestionadoras. La crisis que afecta a
la industria es tanto una realidad como la de quienes, a pesar de las dificultades
colectivas y personales de toda índole, persisten en la escritura y creen que,
si bien la escritura no puede transformar el mundo, puede hacerlo un poco
mejor.
La vida es breve, uno escribe contra
la fugacidad. Escribir es el intento muchas veces frustrado de capturar
instantes de belleza, registrarlos para que sobrevivan a pesar de la finitud.
Se escribe en soledad, pero no ajeno a las contradicciones de lo social. Hace
falta una gran tolerancia al fracaso para este oficio. “Escribo porque sufro”,
dice John Berger. Y lo dice “con la esperanza entre los dientes”. Y esta es una
verdad que no se transa.
Mientras escribía este texto, para
aliviar la tensión, con la conciencia de que este discurso pronto será olvido,
salí a la noche, al bosque. Me acerqué a un árbol añoso, lo toqué, respiré la
oscuridad. Al volver a la mesa, a la birome negra y a la hoja, algo había
pasado, una especie de gratitud. Y seguí escribiendo. No cambiaría este oficio
por nada.
Feria del Libro 2022
Fuente: Diario
Página 12, viernes 29 de abril de 2022.
https://www.pagina12.com.ar/418320-guillermo-saccomanno-inauguro-la-feria-del-libro