jueves, 31 de agosto de 2017

Una historia cultural de la Biblioteca Roja

La biblioteca roja: la historia de los libros que estuvieron 40 años enterrados en Córdoba
Dos artistas, un investigador y el Equipo Argentino de Antropología Forense excavaron para recuperar una centena de volúmenes escondidos por una familia antes de partir al exilio
Por Gabriela Origlia
Uno de los libros de la biblioteca sepultada. Foto: Rodrigo Fierro
CORDOBA. Artistas, investigadores e integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense confluyen en "La biblioteca roja", un libro que cuenta -y muestra- el proceso de excavación y recuperación de un centenar de libros enterrados por la familia Alzogaray Vanella entre fines de 1975 y comienzos de 1976, antes de irse exilada a México. Regresó ocho años después; y, en la búsqueda, apareció un volumen deshecho. La decisión fue abandonar.
Las casualidades (y causalidades) reunieron a Gabriela Halac, fundadora del espacio de producción, formación e investigación artística Documenta/Escénicas, y a Tomás Alzogaray Vanella, artista plástico, actor y docente, hijo de la familia de los libros enterrados.
Ella ya había trabajado con la historia de su papá que, en 1963, quemó su biblioteca. "Era militante de la Juventud Comunista y después de un primer allanamiento, hizo la quema", cuenta a LA NACION.
Alzogaray Vanella -quien había regresado a México por sus lazos de infancia- venía dándole vueltas al tema de la biblioteca enterrada: "Siempre fue parte de mi historia; era muy fuerte la imagen de mi papá, cuando volvimos a la Argentina, desenterrando y hallando objetos que ya no eran libros. Fue muy significante desde siempre".
En el 2014 Halac y Alzogaray Vanella empiezan con una serie de entrevistas -siempre en el patio- a Dardo y Liliana, quienes le cuentan la historia, cómo enterraron los libros, la relación que había en esa época con la biblioteca. Por ejemplo, el tiempo que dedicaban a buscar determinados títulos; el rescatar los de un amigo que no regresaba después de una marcha, cómo esos volúmenes circulaban entre ellos.
"Había un fuerte vínculo entre ideología, política y libros", describe Halac. Del relato surge que en los allanamientos "no había claridad en lo que se buscaba; se llevaban lo que daba 'sensación de peligrosidad'".
A Alzogaray Vanella lo conmueve cómo su mamá conservó algunos libros de poesía de Oliverio Girondo "aun cuando era una manera de jugarse la vida".
El lugar de la excavación. Foto: Rodrigo Fierro
Los artistas diseñaron el proyecto "Biblioteca roja. Brevísima relación de la destrucción de los libros" -jugando con el título Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas-y sumaron Agustín Berti, un becario del Conicet que estudia materialidad e inscripción. Contactaron al Equipo de Antropología Forense (con reconocimiento mundial por recuperar e identificar los restos de víctimas de violaciones a los derechos humanos), para que los ayudara en la excavación.
Alzogaray Vanella insiste en que estaban decididos a excavar pero "más como un gesto, como una acción de reivindicación, que con la intención de encontrar algo". El hallazgo de su padre de libros deshechos era un antecedente que los condicionaba. El proyecto es seleccionado en el programa "Plataforma Futuro" del Ministerio de Cultura de la Nación.
Empezaron a cavar (el patio había sufrido varias modificaciones); movieron unas cinco toneladas de tierra del patio y, finalmente, dieron con el pozo de cal. Fue una excavación rigurosa, con características arqueológicas, que quedó documentada por Berti.

Una fosa de libros

"El pozo estaba intacto -continúa Halac- era como una fosa común; con los libros envueltos en bolsas de plástico y atados. Agrupados por tamaño". Dardo murió unos meses antes del hallazgo y Liliana se ausentó intencionalmente esos días.
"Ella lo vio desde otra perspectiva, no como nosotros que lo interpretábamos como un acto extraordinario; nos movía la inquietud de ver qué había. Fue muy fuerte abrir el pozo y encontrarlos. El desenterramiento fue muy movilizador", relata el hijo.
Todo el trabajo se plasmó en otro libro, "La biblioteca roja", que se presentó acompañado por los volúmenes recuperados. Los artistas sostienen que "condesan discursos, los atraviesan, son objetos de cultura y de culto, testigos de una generación".
La mayoría de los libros recuperados están en buenas condiciones, pero otros mutaron en su composición; los paleontólogos los definen como "material meteorizado". Halac sostiene que se convirtieron en lectores de una "biblioteca fantasma; lo que se podía leer en estos libros ya no está, pero 'qué otras cosas se pueden leer'".
En Córdoba hay otra historia significativa relacionada a las "bibliotecas perseguidas", la de Salomón Gerchunoff, abogado del Partido Comunista, quien estuvo secuestrado y pasó por el centro clandestino La Perla. Ocultó sus libros detrás de una pared en su casa que terminó vendida. Seis años después de que el muriera, en 2008, los hijos contactaron al nuevo dueño de la vivienda y recuperaron los cientos de texto. Todo está en el documental "La casa de los libros perdidos".
Fuente: Diario La Nación (Jueves 31 de agosto de 2017) http://www.lanacion.com.ar/2057986-la-biblioteca-roja-la-historia-de-los-libros-que-estuvieron-40-anos-enterrados-en-cordoba

martes, 29 de agosto de 2017

Desierto de Atacama con el cambio climático es un jardín florido

Fenómeno
La lluvia convirtió al desierto de Atacama en un jardín florido
Más de 200 especies permanecen bajo la tierra seca durante años para emerger cuando cae la lluvia. Con el cambio climático, el fenómeno es cada vez más frecuente.
Explosión de colores en el desierto de Atacama, en Huasco AFP PHOTO / Martin BERNETTI
Las fuertes lluvias que cayeron en los últimos meses en el norte de Chile vistieron de verde el desierto de Atacama, el más árido del mundo, convirtiéndolo en un jardín florido con una explosión de vegetación y colores. Esto sucedió en la zona de Huasco a unos 1.000 kilómetros de San Pedro de Atacama.
El cambio climático está contribuyendo a que el "Desierto Florido", como lo denominan los chilenos, sea un fenómeno cada vez más frecuente. Este año se espera que las copiosas precipitaciones lo iluminen como nunca antes.
Desierto florido en la región de Huasco, 600 kilómetros al norte de Santiago /AFP PHOTO / MARTIN BERNETTI
Más de 200 especies, la mayoría endémicas, permanecen agazapadas debajo de la tierra seca durante años para emerger triunfantes cuando les cae la lluvia.
"Tienen estrategias de supervivencia", dice Gloria Rojas, jefa del área de Botánica del Museo de Historia Natural de Santiago.
Algunas son simples semillas, otras son bulbos, rizomas, tubérculos. Otras como la argylia radiata, "es prácticamente un árbol debajo de la tierra con unos rizomas muy extensos", dice la botánica, quien espera que este año el fenómeno sea largo porque siguió lloviendo en Atacama.
El fenómeno se puede observar hasta fines de septiembre AFP PHOTO / Martin BERNETTI
Desde principios de agosto empezó la procesión de turistas y botánicos para contemplar este espectáculo único, que empieza al norte de La Serena (unos 500 km al norte de Santiago) a lo largo de 1.600 km hacia las fronteras peruana y boliviana, aunque el momento álgido de la floración es a partir de ahora y hasta fines de septiembre.
Ya se aprecian grandes manchas de colores, como el blanco, el amarillo o el morado, los más típicos.
Hay diversidad de huillis (desde blanco a liliáceo), añañucas (rosadas-blancas, amarillas y rojas), nolanas (blanca, celeste y azul), cristarias (lila palido), malvillas (blancas, rosadas y moradas) y solanáceas.
"Son mantos de colores, hojitas muy pequeñas, que dependiendo de la cantidad de agua pueden crecer más o menos". Cuando llueve mucho, como este año, sale bastante pasto vistiendo de verde un paisaje habitualmente color ocre.
El desierto de Atacama está en el norte de Chile, entre la Cordillera de los Andes y el océano Pacífico AFP PHOTO / Martin BERNETTI
A veces, uno se encuentra con auténticas composiciones florales donde cactus, nolanas -una especie de campana invertida- 'patas de guanaco' (Cistanthe grandiflora), la flor amarilla de la Argylia radiata, el 'carbonillo' (Cordia decandra), un arbusto de flores grandes y abundantes que contrastan con su oscuro follaje, y muchas otras especies se convierten en un festín de belleza y armonía.
Dependiendo de si es desierto costero o interior, las sorpresas pueden ser diferentes, así como la hora del día. En un día soleado y a mediodía, las flores estarán totalmente abiertas. Si es de mañana, está nublado o está anocheciendo, es posible que no se vean, advierte Rojas.
Los cerros amarillean gracias, entre otras, a la 'rosita' Cruckshanksia y la Balbisia pencularis tapiza sobre todo el desierto costero.
Un fenómeno cada vez más frecuente por el cambio climático AFP PHOTO
"La que es muy especial es la 'garra de león' (Bomarea ovallei), típica del desierto costero", dice la botánica, quien recuerda que no todos los "eventos del desierto florido son iguales".
Pero no solo de plantas vive el desierto florido. A la sombra de esta vegetación exuberante, se pueden encontrar gran variedad de aves, abejas que vienen a libar el néctar de las flores, lagartijas e insectos.
El desierto de Atacama -el más árido del planeta- tiene un ancho de 180 km, está encajonado entre la cordillera de los Andes y el océano Pacífico.
Flores en primer plano y turistas que viajan para presenciar este fenómeno AFP PHOTO / Martin BERNETTI
En sus entrañas esconde recursos minerales como el cobre, del que Chile es el mayor productor del mundo con cerca de un tercio de la producción, hierro, oro y plata, así como importantes depósitos de boro y litio, nitrato de sodio y potasio.
Fuente: Diario Clarín (28-08-2017) https://www.clarin.com/viajes/lluvia-convirtio-desierto-atacama-jardin-florido_0_B1nP_BeY-.html

lunes, 28 de agosto de 2017

Pan

Como introducción la literatura nos da placer de leer y reflexión también; el hambre es un vector muy común desde el 2016, cuanto he visto, cuanto veo, cuanto trato de palear, y vos que haces.
La coyuntura es frágil, y ya esta quebrada, se habla de grieta, lo que veo es una rajadura que más da el que tiene dinero y cree que a él no le va a tocar, y el que la esta pasando mal, sin pan, para comer.
Siempre digo que el amor es dar, y cargando la cruz de Cristo es amor. Reflexión con esta literatura de un escritor de trinchera.
Soy ladrón
"Me llamo Ignacio, tengo 17 años, soy ladrón.
Soy ladrón aunque nunca quise serlo. No lo era cuando vivía en casa con mi vieja, con mi viejo, con Mica. Soy ladrón porque quiero a Mica con toda mi alma, porque quiero que Mica me quiera. Mica es mi hermana, tiene 5 años y sonríe más lindo que nadie en el mundo.
Hasta hace poco podía dormir. Hoy es la primera noche en la que no tenemos dónde. ¿Sentiste mucho frío alguna vez? Esperando un colectivo, caminando, donde sea. Ese frío que duele, que lastima. Ese frío, mucho frío, lo sentí durante toda la noche. No dormí. No puedo pensar. Tengo frío. Estamos en la calle. Mica y yo. Y mi viejo. Tengo cartón encima y acabo de descubrir que el cartón no abriga. Mica está tapada con toda la ropa que conseguimos. Duerme temblando.
Mi viejo dice que van a ser unos días. Que pronto vamos a tener dónde ir. Yo voy encontrar un trabajo y a sacarnos a todos de acá. No un buen trabajo: un trabajo. Cualquiera. No me hace falta pedirle monedas a nadie. Y no voy a dejar que Mica lo haga, nunca.
En sexto grado fui abanderado. Ese día mi vieja vino a verme. Fue la última vez que la vi sonreír antes de morirse. La de matemáticas me decía que tenía un montón de futuro. Pero eso no le importa a nadie.
Cortar el pasto, pasear perros, atender un kiosco: parezco no servir para nada. No consigo ni un estúpido trabajo. Ninguno.
Van 23 días pero parecen muchos más. Mi viejo empezó a juntarse con unos tipos en otro lugar y aparece borracho, insulta, se va. Me pregunto de dónde saca lo que toma. Ya ni habla de irnos de acá. Pedí monedas durante unos días y recibí cientos de “andá a laburar”. ¿Dónde, dónde consigo un trabajo que me saque de acá?
Cada vez me siento más sucio: aunque me bañara durante una semana no me sacaría esta mugre de encima. Mica sí consigue algunas monedas pidiendo. Las suficientes para no morirnos de hambre. Ella me mantiene y yo me siento un inútil. ¿Qué diría la de matemáticas si me viera ahora?
Tengo algunos amigos por acá. Me dicen que hay que aspirar y robar. Que es la única forma. Que tarde o temprano voy a darme cuenta. Pero yo no voy a robar nunca. No soy como ellos. Y la única vez que aspiré pegamento, Mica me vio y se puso a llorar. No voy a volver a hacer llorar a Mica. Nunca, nunca más.
¿Cuántos días van? ¿60? ¿70? ¿Mil? Es igual, esto no tiene fin. No sé dónde está papá. Rodri, el pibe que dormía acá a la vuelta, se juntó con una bandita y ya tiene dónde dormir. “Dos veces por día”, me dice. “Manoteás dos carteras, dos bolsillos, lo que sea, y ya está, tenés techo y algo para morfar”, me dice. “Nunca maté a nadie, el arma ni siquiera está cargada”, me dice.
¿Vos qué harías? ¿Qué harías si no podés dormir por tanto, tanto frío? ¿Qué harías si sabés que no podés bañarte, si comés sólo a veces, si Mica ya casi no sonríe? ¿Qué harías?
Yo no voy a robarle a nadie. No voy a hacerlo. Voy a sacar a Mica de acá y voy a poder mirarla a la cara. No voy a robarle a nadie. Nunca.
Necesito 40 pesos. Sergio dijo que por 40 pesos consiguió esa frazada increíble con la que duerme.
Que puede conseguirme una. Desde que la tiene, Sergio duerme de otra manera. ¿Yo? Yo ya ni duermo. Cada vez hace más frío y no siento las manos.
Anteayer, antes de que amanezca, pasó una vieja y no me vio. No sé que buscaba, sacó la billetera.
Sólo tenía que sacársela y correr. Ni empujarla, ni asustarla: sólo sacarle la billetera y correr. Y Mica hubiera dormido abrigada y sonriendo. Hoy Mica cumple 6 años. La vieja parecía inmóvil con toda esa plata en la mano. Se me pasaron mil cosas por la cabeza. Mica, y mi abuela, y Mica, y ser ingeniero, y toda esa gente mirándome con miedo, y mi vieja, y Mica. No pude. No le robé. Nunca voy a hacerlo.
No voy a drogarme ni a robar ni a hacer nada que no pueda explicarle a Mica cuando sea más grande.
Perdón, Mica, por no poder regalarte nada en tu cumpleaños. Perdón por tanto, tanto frío.
Anoche no sólo llovió: anoche hizo más frío que nunca. No es que yo lo haya sentido, para mí todos los fríos son iguales. Me di cuenta porque fue la primera noche que Mica no durmió. La abracé, le hablé, la tapé con todo lo que tenemos, pero sentía sus hombritos temblar y sus ojos parpadeando.
Mica no durmió en toda la noche. No es un segundo de verla sufrir. Son dos, tres, cuatro. Diez, once, doce. Cien, doscientos, trescientos. A cada segundo, Mica temblaba. Mil, dos mil, tres mil. ¿Cuántos segundos dura la peor noche de tu vida? Que salga el Sol. Que salga el Sol para que Mica deje de temblar. Es la primera vez que lloro desde que murió mamá. Perdón, Mica. Perdón.
Son las once de la noche y Mica está pálida. Hace tanto, tanto frío. La dejo con Natalia, un ratito.
Natalia sabe que no tiene que fumar delante de Mica. Le hace mal. Me duele mucho la cabeza. Tengo las medias mojadas y van a tardar años en secarse. Me pica el cuerpo. Todo el día pensando en Mica, en sus ojitos sin dormir. ¿Cuánto hace que no sonríe? Necesito 40 pesos. Tengo 12 y los voy a gastar pronto para que Mica pueda comer. Nunca voy a llegar. 40 pesos no significaban nada antes. Pero, ¿cómo los conseguís cuándo no tenés nada para ofrecer? ¿Cómo?
Son las once y media y ese tipo que habla por celular tiene plata en la otra mano. Y está distraído.
Mica. Creo que no me vio. Me acerco rápido. Mica. Sólo un manotazo, lo que salga y correr. Mica. Mica. Mica.
“¡Hijo de puta, chorro hijo de puta! ¡La puta que los parió, son todos iguales, negro de mierda! ¡Chorro!”.
Escucho los gritos del tipo y sigo corriendo. Freno, estoy agitado. 76 pesos. Mica va a comer y va a dormir sin frío. Me tiemblan las manos, el cuerpo, tengo la vista nublada. Pienso en mamá, en mi viejo, en la de matemáticas. Siento tanta vergüenza, y miedo, y dolor.
Me llamo Ignacio, tengo 17 años y, desde hace exactamente veinticinco segundos, soy ladrón"
Martín Gonzalo Estévez
Compartir el pan, es amor.

sábado, 26 de agosto de 2017

Mundos íntimos

¿Otra historia?
Mundos íntimos. Me fui exiliada de Buenos Aires a los 15 años: volver reabre heridas pero también me hace feliz
La duda sobre los futuros no vividos obsesiona a muchos que partieron. Integrante de una familia de periodistas, la autora reflexiona sobre sus dos patrias: Argentina y Nicaragua.
Familia. Gregorio Selser -reconocido periodista-, su esposa e hijas. Gabriela, la niña del medio.
Por Gabriela Selser
Estoy en Buenos Aires. Habito estos días una casa con fachada de jardín tropical y árboles de cedro en la vereda, cuyas hojas el viento del invierno acerca a las ventanas. Cruzo la calle y puedo ser una más de las mujeres que corren apuradas al trabajo, o parecerme a la señora que viaja en el subte con una bolsa de pan en la falda. Pero no. En algo soy distinta. He vuelto a la ciudad de la que nunca quise irme, de la que me arrancaron hace tanto tiempo sin preguntarme nada.
“Esta es tu casa, tía, te podés quedar el tiempo que quieras si te gustan los gatos”, me dijo mi sobrina Valentina apenas llegué, mientras Flora y Luigi asomaban sus bigotes a la puerta. “Solo necesito una semana”, respondí agradecida.
Con el gen del periodismo compartido con mi padre –Gregorio Selser–, mis hermanas y yo, Valentina había estado cerca de mí en 2013 cuando visité por última vez a Claudia, mi hermana mayor, que falleció poco después.
Me pasa siempre: cada vez que desembarco en Buenos Aires no puedo dejar de recordarme, despeinada, en una plaza de árboles frondosos y jugando al fútbol con la camiseta de River para volver después a casa con las rodillas destrozadas, cubiertas de tierra y de sangre.
En el segundo piso del antiguo edificio de Peña y Barrientos que sobrevivió erguido a nuestra ausencia, mi madre, Marta Ventura, era maestra de dibujo y papá escribía sin parar en su máquina Smith Premier las historias de una América Latina sacudida por golpes y guerrillas. Escuchábamos a Les Luthiers, a Piero y a Serrat en enormes discos gastados por el uso. Fue la vida que amé y abandoné sin decir adiós, como la letra de un tango irremediable.
El 25 de marzo de 1976, un día después del golpe militar, cumplí 15 años. No hubo torta ni regalos y ese día amanecimos en casa de la pintora Felisa Zir, la mejor amiga de mi madre. Papá decía que los milicos podían poner una bomba en el edificio. “Nunca digas quién habla: contestá siempre preguntando con quién quiere hablar”, me advertían en casa. Y yo tenía miedo hasta de mirar el teléfono…
Periodista. La autora cubrió el conflicto con los “contras” en Nicaragua. Debía llevar fusil.
Mi padre salió al exilio un mes después y mamá lo siguió en octubre. Pasaron por Panamá y se radicaron en México, donde confluían exiliados de todo el continente y catedráticos europeos y estadounidenses: el sitio ideal para un periodista investigador. No hubo más opción que irse. Gregorio Selser estaba en una lista de intelectuales “indeseables” para el régimen argentino. La misma en la que figuraba su amigo Rodolfo Walsh, a quien tanto admiraba aunque no compartían ciertos métodos de lucha. Papá era socialista y defendía la revolución cubana, pero jamás había tocado un arma.
Sin lágrimas, sin drama, me despedí de los chicos en la esquina de mi casa muy temprano el 24 de diciembre. Junto a mi hermana Irene y a nuestra perra Kinuli volamos doce horas que me parecieron treinta hasta aterrizar de noche en una fría Ciudad de México, donde los empleados del aeropuerto y los taxistas nos hablaban en inglés, como si fuésemos turistas norteamericanas.
“¿Pero qué arbolito falta?”, preguntó con tristeza mi madre al verme llorar desconsolada en aquel departamento de la calle Mixcoac, casi vacío de muebles pero donde papá ya había empezado a desparramar sus recortes de periódicos sobre las sillas y la alfombra. Por primera vez se habían olvidado que era Navidad.
A cuarenta años de distancia, recorro el centro después de filmar a los hinchas de Boca que celebran la Copa al pie del obelisco. Me detengo en cada kiosco; ahora hay vendedores colombianos, venezolanos. Y chinos y coreanos que manejan las tiendas de comestibles. Da igual. Quiero las golosinas de la infancia. Acaricio las envolturas doradas, con los mismos diseños y logos de hace casi medio siglo; el aroma de los dulces atraviesa el papel y me envuelve en un tornado de recuerdos. Tita, Rhodesia, las pastillas Refresco y los chocolates Jack con sus coloridos muñequitos, canjeables en el cole como las revistas de Archi y La Pequeña Lulú; los alfajores Jorgito, no tan cotizados como los de exportación pero mucho más amados.
Hoy. Gabriela, en un mercado de Managua, donde reside. Foto: Miguel Álvarez.
Me compro el kiosco entero y paro un taxi que toma Libertador. Ahí está el Planetario, igualito, donde tantas veces admiré con emoción estrellas y galaxias en los paseos escolares, y aquí la Plaza Mitre, la misma. Cuánto amé esta estatua de hierro del general que cabalga un potro altivo y detiene su marcha junto a un coro de ángeles en mármol blanco bajo cuyas alas se me declararon por primera vez. “Dicen los chicos si querés ser mi novia…”, fue la frase que el más tímido de todos pronunció al aterrizar a mis pies empujado por el grupo en medio de aplausos y carcajadas.
En esos días, mientras mi hermana Claudia lucía su melena rubia en los pasillos de la facultad de Psicología, Irene estudiaba Filosofía y de día trabajaba en una fábrica de repuestos para televisores en las afueras de Buenos Aires. La recuerdo saliendo del baño con una boina calada al estilo del Che y sin gota de maquillaje en sus hermosos ojos verdes. “Boluda, yo me arreglo en cinco minutos y vos tardás horas frente al espejo para vestirte de proletaria y salvar a los pobres del mundo”, le decía la implacable hermana mayor.
Mi infancia pasó entre el colegio y la plaza. Con Kinuli cruzábamos Las Heras y subíamos por Gelly y Obes hasta la estatua de Mitre, que aún hoy parece nacer entre los árboles en el punto más alto de ese parque, como si fuera a desprenderse de la inmensa base de granito rojo para salir volando sobre la Plaza Francia. No puedo dejar de mirarla. Suspiro. Agradezco en silencio a los porteños por cuidar tanto a mi ciudad. “Y… algún affaire habrás tenido vos con Bartolomé Mitre en vidas pasadas”, me dijo divertida una compañera de la Normal No. 1 que reencontré en este viaje después de 41 años. Será porque él era poeta y periodista. O porque amo a los caballos...
Si Mitre fue mi confidente en tardes de noviazgos frustrados, San Martín era mucho más. Me emocionaba admirar su rostro varonil sonriendo junto a la bandera en las figuritas del álbum patrio que olían a tinta nueva, o leer sobre sus épicas batallas en la cordillera de Los Andes. Y me veo otra vez llorando sin explicación posible, aferrada al delantal de mi maestra Marilú, cuando en cuarto grado nos llevaron a conocer la réplica de la casa de San Martín en la localidad francesa de Boulogne-sur-Mer. Su último hogar, donde murió arrugado y solo, a los 72 años. Yo miraba con tristeza su cama pequeñita, una silla de madera sobre la alfombra y el glorioso uniforme azul doblado dentro de la urna de cristal. Su rostro al óleo cubierto de surcos. Héroe y destierro.
“Si partir y morir es lo mismo, las dos caras que tiene la ausencia…”. El Grupo Sur cantaba esa canción de Armando Tejada Gómez en la peña El Cóndor Pasa del Distrito Federal, días antes de que la revolución triunfara en Nicaragua.
Me vinculé con los sandinistas sin pensarlo mucho. Podría decirse que fue una decisión casi “genética”, como nuestro amor al periodismo. Mi padre había escrito sus primeros y emblemáticos libros Sandino general de hombres libres y El pequeño ejército loco antes de que yo naciera, de manera que en casa se hablaba del patriota nicaragüense como si fuera uno más de la familia. Antes de cumplir 19 convencí a papá de que me dejara ir a alfabetizar en Nicaragua, que en marzo de 1980 todavía olía a bombas y metralla. Marché junto a otros 60.000 jóvenes que se movilizaron por el país para enseñar a leer a medio millón de personas. Viví seis meses en un rancho entre montañas azules en la norteña zona de Waslala con una familia campesina que me amó tanto como si hubiera nacido ahí. Aprendí a moler maíz, a rajar leña con un hacha y a falta de perro tuve una gallina, a la que llamé “Revolución” para evitar que se la comieran en sopa. Fue la época más feliz de mi vida.
Luego vino la guerra, que duró casi diez años. Aquellas tierras se convirtieron en un feroz campo de batalla entre los sandinistas y los “contras” armados y financiados por Estados Unidos. Me hice periodista y fui corresponsal de guerra durante siete años consecutivos. Tuve entre otros maestros a los argentinos Stella Calloni y Juan Gelman. Conocí a Julio Cortázar durante una vigilia de paz en Bismuna, en la peligrosa frontera con Honduras, donde lo vi cavar trincheras y hacer guardia nocturna con un fusil al hombro. Viajé mil y una noches con el equipo de prensa de Daniel Ortega, en su primer período como Presidente. De las zonas rurales más lejanas me llevaban en helicóptero hasta Managua y horas después estaba volando a Moscú, Berlín, Pyongyang, Pekín o Nueva Delhi, con las infaltables escalas en La Habana para ver a Fidel Castro.
La revolución de Nicaragua fue un sueño frustrado. Un proyecto colectivo que maravilló al mundo y sucumbió en las urnas en 1990, por el desgaste de una guerra que dejó más de 50.000 muertos y por los errores del liderazgo sandinista. Varios de esos muertos fueron mis amigos. Mis amigas perdieron a sus hermanos, a sus padres y a sus tíos. Hoy, Daniel Ortega está otra vez en el poder y los jóvenes no conocen el pasado: en los libros de historia de secundaria, la revolución se resume en media página. Con 71 años a cuestas, el ex guerrillero ejerce un cuarto mandato basado en una alianza con el gran capital y la iglesia católica, sus antiguos enemigos. Maneja dos docenas de radios y canales de televisión que fue comprando con la millonaria ayuda venezolana que fluye desde hace 11 años, pese a la crisis que vive su aliado.
Todos cargamos algún duelo, le digo a Valentina cuando me pregunta sobre el suicidio de mi padre, su tío abuelo que no conoció. Agobiado por un cáncer terminal, papá no pudo más. “Ya no tengo ánimos para escribir, es decir, vivir”, nos dijo en una carta. El 27 de agosto de 1991 se lanzó por la ventana del cuarto piso mientras mamá y yo dormíamos. Había ido a visitarlo a México y esa mañana debía volver a Managua. Él decidió hacerlo antes de que me fuera, para que me ocupara de todo. Me ofreció disculpas en la carta que dejó sobre la mesa. Hace poco se las acepté.
Valentina me sirve un café (nunca aprendí a tomar mate) y me ayuda a guardar los libros en cajas de cartón. Flora y Luigi se disputan el territorio. Acomodamos los ejemplares de Banderas y harapos, mis memorias de la revolución que finalmente publiqué el año pasado y que traje para presentar en Argentina. Viaje de reencuentro.
Buenos Aires. Buenosaires. Dos palabras que sonaban como una sola en la voz de mi padre cuando la nostalgia nos ganaba la partida. El exilio es más brutal si las botas militares te han cortado las raíces. ¿Cortaron las mías, realmente? Quiero creer que no. ¡Aquí están todavía! Un poco estrujadas, sedientas, pero vivas. Mis raíces en los kioscos y en la plaza de Peña donde juegan otros chicos. En las flores de jacarandá sobre la 9 de Julio. En Mitre y su caballo, en el abrazo largo de las compañeras del colegio. Están en la máquina Smith Premier de papá que reencontré en este viaje y que cuida como un tesoro su biógrafo, el colega Julio Abel Ferrer.
Mis raíces, como vida restaurada, en las fotos familiares. En el vagón del tren que me llevaba hasta La Plata, al lado de mi padre, que me invitaba a acompañarlo a dar clase en la facultad de Periodismo, siempre y cuando yo tuviera días libres en la escuela.
Vueltas de la vida. Cierre de ciclos. De heridas. Ubicada ahora en otro edificio, la misma facultad me abre hoy las puertas en La Plata. Y yo entro emocionada, con la caja de libros bajo el brazo, lista para la primera presentación.
Gabriela Selser es periodista y escritora, corresponsal en Managua de la Agencia Alemana de Prensa (DPA). Se considera afortunada porque tiene dos patrias, Argentina y Nicaragua (aunque a veces reniega de ambas). Vive entre plantas, libros y animales. Su debilidad son sus cuatro perras, una de las cuales se ríe cuando no la están filmando; una gata, un perico rescatado de la lluvia y un cobayo –especie de ratón también conocido como cuis– cuya hija adolescente bautizó Miller, en honor a la cerveza. Su libro “Banderas y harapos/Relatos de la revolución en Nicaragua” (Managua, 2016) está causando su propia revolución en el país centroamericano (allí vive desde los 19 años cuando fue a alfabetizar). Dos generaciones de sandinistas se resisten a ser olvidados y/o reemplazados por los nuevos íconos de la historia oficial. Para ella, la revolución hoy pasa por defender esos pequeños espacios de libertad que aún le quedan a la gente. Dice que volvería a ser corresponsal de guerra, si las batallas fueran para salvar a la naturaleza de la depredación.
Fuente: https://www.clarin.com/sociedad/mundos-intimos-exiliada-buenos-aires-15-anos-volver-reabre-heridas-hace-feliz_0_HJKK5eYv-.html