¿Otra historia?
Mundos
íntimos. Me fui exiliada de Buenos Aires a los 15 años: volver reabre heridas
pero también me hace feliz
La duda sobre los futuros no vividos obsesiona a muchos que
partieron. Integrante de una familia de periodistas, la autora reflexiona sobre
sus dos patrias: Argentina y Nicaragua.
Familia. Gregorio Selser
-reconocido periodista-, su esposa e hijas. Gabriela, la niña del medio.
Por Gabriela Selser
Estoy en Buenos
Aires. Habito estos días una casa con fachada de jardín tropical y árboles de
cedro en la vereda, cuyas hojas el viento del invierno acerca a las ventanas.
Cruzo la calle y puedo ser una más de las mujeres que corren apuradas al
trabajo, o parecerme a la señora que viaja en el subte con una bolsa de pan en
la falda. Pero no. En algo soy distinta. He vuelto a la ciudad de la que nunca
quise irme, de la que me arrancaron hace tanto tiempo sin preguntarme nada.
“Esta es tu
casa, tía, te podés quedar el tiempo que quieras si te gustan los gatos”, me
dijo mi sobrina Valentina apenas llegué, mientras Flora y Luigi asomaban sus
bigotes a la puerta. “Solo necesito una semana”, respondí agradecida.
Con
el gen del periodismo compartido con mi padre –Gregorio Selser–, mis
hermanas y yo, Valentina había estado cerca de mí en 2013 cuando visité por
última vez a Claudia, mi hermana mayor, que falleció poco después.
Me pasa siempre:
cada vez que desembarco en Buenos Aires no puedo dejar de recordarme,
despeinada, en una plaza de árboles frondosos y jugando al fútbol con la
camiseta de River para volver después a casa con las rodillas destrozadas,
cubiertas de tierra y de sangre.
En el
segundo piso del antiguo edificio de Peña y Barrientos que sobrevivió erguido a
nuestra ausencia, mi madre, Marta Ventura, era maestra de dibujo y papá
escribía sin parar en su máquina Smith Premier las historias de una América
Latina sacudida por golpes y guerrillas. Escuchábamos a Les Luthiers, a Piero y
a Serrat en enormes discos gastados por el uso. Fue la vida que amé y abandoné
sin decir adiós, como la letra de un tango irremediable.
El 25 de marzo
de 1976, un día después del golpe militar, cumplí 15 años. No hubo torta ni
regalos y ese día amanecimos en casa de la pintora Felisa Zir, la mejor amiga
de mi madre. Papá decía que los milicos podían poner una bomba en el edificio.
“Nunca digas quién habla: contestá siempre preguntando con quién quiere
hablar”, me advertían en casa. Y yo tenía miedo hasta de mirar el teléfono…
Periodista. La autora cubrió el
conflicto con los “contras” en Nicaragua. Debía llevar fusil.
Mi padre salió al
exilio un mes después y mamá lo siguió en octubre. Pasaron por Panamá y se
radicaron en México, donde confluían exiliados de todo el continente y
catedráticos europeos y estadounidenses: el sitio ideal para un periodista
investigador. No hubo más opción que irse. Gregorio Selser estaba en
una lista de intelectuales “indeseables” para el régimen argentino. La
misma en la que figuraba su amigo Rodolfo Walsh, a quien tanto admiraba aunque
no compartían ciertos métodos de lucha. Papá era socialista y defendía la
revolución cubana, pero jamás había tocado un arma.
Sin lágrimas,
sin drama, me despedí de los chicos en la esquina de mi casa muy temprano el 24
de diciembre. Junto a mi hermana Irene y a nuestra perra Kinuli volamos doce
horas que me parecieron treinta hasta aterrizar de noche en una fría Ciudad de
México, donde los empleados del aeropuerto y los taxistas nos hablaban en
inglés, como si fuésemos turistas norteamericanas.
“¿Pero
qué arbolito falta?”, preguntó con tristeza mi madre al verme llorar
desconsolada en aquel departamento de la calle Mixcoac, casi vacío de muebles
pero donde papá ya había empezado a desparramar sus recortes de periódicos
sobre las sillas y la alfombra. Por primera vez se habían olvidado que
era Navidad.
A cuarenta años de distancia,
recorro el centro después de filmar a los hinchas de Boca que celebran la Copa
al pie del obelisco. Me detengo en cada kiosco; ahora hay vendedores
colombianos, venezolanos. Y chinos y coreanos que manejan las tiendas de
comestibles. Da igual. Quiero las golosinas de la infancia. Acaricio las
envolturas doradas, con los mismos diseños y logos de hace casi medio siglo; el
aroma de los dulces atraviesa el papel y me envuelve en un tornado de
recuerdos. Tita, Rhodesia,
las pastillas Refresco y los chocolates Jack
con sus coloridos muñequitos, canjeables en el cole como las revistas de Archi
y La Pequeña Lulú; los alfajores
Jorgito, no tan cotizados como los de exportación pero mucho
más amados.
Hoy. Gabriela, en un mercado de
Managua, donde reside. Foto: Miguel Álvarez.
Me compro el
kiosco entero y paro un taxi que toma Libertador. Ahí está el Planetario,
igualito, donde tantas veces admiré con emoción estrellas y galaxias en los
paseos escolares, y aquí la Plaza Mitre, la misma. Cuánto amé esta estatua de
hierro del general que cabalga un potro altivo y detiene su marcha junto a un
coro de ángeles en mármol blanco bajo cuyas alas se me declararon por primera
vez. “Dicen los chicos si querés ser mi novia…”, fue la frase
que el más tímido de todos pronunció al aterrizar a mis pies empujado por el
grupo en medio de aplausos y carcajadas.
En esos días,
mientras mi hermana Claudia lucía su melena rubia en los pasillos de la
facultad de Psicología, Irene estudiaba Filosofía y de día trabajaba en una
fábrica de repuestos para televisores en las afueras de Buenos Aires. La
recuerdo saliendo del baño con una boina calada al estilo del Che y sin gota de
maquillaje en sus hermosos ojos verdes. “Boluda, yo me arreglo en cinco minutos
y vos tardás horas frente al espejo para vestirte de proletaria y
salvar a los pobres del mundo”, le decía la implacable hermana mayor.
Mi infancia pasó
entre el colegio y la plaza. Con Kinuli cruzábamos Las Heras y subíamos por
Gelly y Obes hasta la estatua de Mitre, que aún hoy parece nacer entre los
árboles en el punto más alto de ese parque, como si fuera a desprenderse de la
inmensa base de granito rojo para salir volando sobre la Plaza Francia. No
puedo dejar de mirarla. Suspiro. Agradezco en silencio a los porteños por
cuidar tanto a mi ciudad. “Y… algún affaire habrás tenido vos con Bartolomé
Mitre en vidas pasadas”, me dijo divertida una compañera de la Normal No. 1 que
reencontré en este viaje después de 41 años. Será porque él era poeta y
periodista. O porque amo a los caballos...
Si Mitre fue mi
confidente en tardes de noviazgos frustrados, San Martín era mucho más.
Me emocionaba admirar su rostro varonil sonriendo junto a la bandera en las
figuritas del álbum patrio que olían a tinta nueva, o leer sobre sus épicas
batallas en la cordillera de Los Andes. Y me veo otra vez llorando sin
explicación posible, aferrada al delantal de mi maestra Marilú, cuando en
cuarto grado nos llevaron a conocer la réplica de la casa de San Martín en la
localidad francesa de Boulogne-sur-Mer. Su último hogar, donde murió arrugado y
solo, a los 72 años. Yo miraba con tristeza su cama pequeñita, una
silla de madera sobre la alfombra y el glorioso uniforme azul doblado
dentro de la urna de cristal. Su rostro al óleo cubierto de surcos. Héroe y
destierro.
“Si
partir y morir es lo mismo, las dos caras que tiene la ausencia…”. El
Grupo Sur cantaba esa canción de Armando Tejada Gómez en la
peña El Cóndor Pasa del Distrito Federal, días antes de que la
revolución triunfara en Nicaragua.
Me vinculé con
los sandinistas sin pensarlo mucho. Podría decirse que fue una decisión casi
“genética”, como nuestro amor al periodismo. Mi padre había escrito sus
primeros y emblemáticos libros Sandino general de hombres libres
y El pequeño ejército loco antes de que yo naciera, de manera
que en casa se hablaba del patriota nicaragüense como si fuera uno más de la
familia. Antes de cumplir 19 convencí a papá de que me dejara ir a alfabetizar
en Nicaragua, que en marzo de 1980 todavía olía a bombas y metralla. Marché
junto a otros 60.000 jóvenes que se movilizaron por el país para
enseñar a leer a medio millón de personas. Viví seis meses en un
rancho entre montañas azules en la norteña zona de Waslala con
una familia campesina que me amó tanto como si hubiera nacido ahí. Aprendí a
moler maíz, a rajar leña con un hacha y a falta de perro tuve una gallina, a la
que llamé “Revolución” para evitar que se la comieran en sopa. Fue la época más
feliz de mi vida.
Luego vino la
guerra, que duró casi diez años. Aquellas tierras se convirtieron en un feroz
campo de batalla entre los sandinistas y los “contras” armados y financiados
por Estados Unidos. Me hice periodista y fui corresponsal de guerra durante
siete años consecutivos. Tuve entre otros maestros a los argentinos Stella
Calloni y Juan Gelman. Conocí a Julio
Cortázar durante una vigilia de paz en Bismuna, en la
peligrosa frontera con Honduras, donde lo vi cavar trincheras y hacer guardia
nocturna con un fusil al hombro. Viajé mil y una noches con el equipo de prensa
de Daniel Ortega, en su primer período como Presidente. De las zonas rurales
más lejanas me llevaban en helicóptero hasta Managua y horas después estaba
volando a Moscú, Berlín, Pyongyang, Pekín o Nueva Delhi, con las infaltables
escalas en La Habana para ver a Fidel Castro.
La revolución de
Nicaragua fue un sueño frustrado. Un proyecto colectivo que maravilló al mundo
y sucumbió en las urnas en 1990, por el desgaste de una guerra que dejó más de
50.000 muertos y por los errores del liderazgo sandinista. Varios de esos
muertos fueron mis amigos. Mis amigas perdieron a sus hermanos, a sus padres y
a sus tíos. Hoy, Daniel Ortega está otra vez en el poder y los jóvenes no
conocen el pasado: en los libros de historia de secundaria, la revolución se
resume en media página. Con 71 años a cuestas, el ex guerrillero ejerce un
cuarto mandato basado en una alianza con el gran capital y la iglesia católica,
sus antiguos enemigos. Maneja dos docenas de radios y
canales de televisión que fue comprando con la millonaria ayuda
venezolana que fluye desde hace 11 años, pese a la crisis que vive su aliado.
Todos cargamos
algún duelo, le digo a Valentina cuando me pregunta sobre el suicidio de mi
padre, su tío abuelo que no conoció. Agobiado por un cáncer terminal, papá no
pudo más. “Ya no tengo ánimos para escribir, es decir, vivir”, nos dijo en una
carta. El 27 de agosto de 1991 se lanzó por la ventana del cuarto piso mientras
mamá y yo dormíamos. Había ido a visitarlo a México y esa mañana debía volver a
Managua. Él decidió hacerlo antes de que me fuera, para que me ocupara
de todo. Me ofreció disculpas en la carta que dejó sobre la mesa. Hace
poco se las acepté.
Valentina me
sirve un café (nunca aprendí a tomar mate) y me ayuda a guardar los libros en
cajas de cartón. Flora y Luigi se disputan el territorio. Acomodamos los
ejemplares de Banderas y harapos, mis memorias de la
revolución que finalmente publiqué el año pasado y que traje para presentar en
Argentina. Viaje de reencuentro.
Buenos Aires.
Buenosaires. Dos palabras que sonaban como una sola en la voz de mi padre
cuando la nostalgia nos ganaba la partida. El exilio es más brutal si las botas
militares te han cortado las raíces. ¿Cortaron las mías, realmente? Quiero
creer que no. ¡Aquí están todavía! Un poco estrujadas, sedientas, pero vivas.
Mis raíces en los kioscos y en la plaza de Peña donde juegan otros chicos. En
las flores de jacarandá sobre la 9 de Julio. En Mitre y su caballo, en el
abrazo largo de las compañeras del colegio. Están en la máquina Smith
Premier de papá que reencontré en este viaje y que cuida como un
tesoro su biógrafo, el colega Julio Abel Ferrer.
Mis raíces, como
vida restaurada, en las fotos familiares. En el vagón del tren que me llevaba
hasta La Plata, al lado de mi padre, que me invitaba a acompañarlo a dar clase
en la facultad de Periodismo, siempre y cuando yo tuviera días libres en la
escuela.
Vueltas de la
vida. Cierre de ciclos. De heridas. Ubicada ahora en otro edificio, la misma
facultad me abre hoy las puertas en La Plata. Y yo entro emocionada, con la
caja de libros bajo el brazo, lista para la primera presentación.
Gabriela
Selser es periodista y escritora, corresponsal en Managua de la
Agencia Alemana de Prensa (DPA). Se considera afortunada porque tiene dos
patrias, Argentina y Nicaragua (aunque a veces reniega de ambas). Vive entre
plantas, libros y animales. Su debilidad son sus cuatro perras, una de las
cuales se ríe cuando no la están filmando; una gata, un perico rescatado de la
lluvia y un cobayo –especie de ratón también conocido como cuis– cuya hija
adolescente bautizó Miller, en honor a la cerveza. Su libro “Banderas y
harapos/Relatos de la revolución en Nicaragua” (Managua, 2016) está causando su
propia revolución en el país centroamericano (allí vive desde los 19 años
cuando fue a alfabetizar). Dos generaciones de sandinistas se resisten a ser
olvidados y/o reemplazados por los nuevos íconos de la historia oficial. Para
ella, la revolución hoy pasa por defender esos pequeños espacios de libertad
que aún le quedan a la gente. Dice que volvería a ser corresponsal de guerra,
si las batallas fueran para salvar a la naturaleza de la depredación.
Fuente:
https://www.clarin.com/sociedad/mundos-intimos-exiliada-buenos-aires-15-anos-volver-reabre-heridas-hace-feliz_0_HJKK5eYv-.html