LITERATURA
Nota periodística
Por Raquel Robles
Como vacas al matadero
Dicen los entendidos que El Matadero de Esteban Echeverría es el
texto que funda la literatura argentina. Hay quienes cifran ahí la tradición de violencia
política. Recordemos de qué este relato: un señorito del norte de la ciudad se
aventura desprevenido por el sur, atraviesa un matadero --lugar de hegemonía
indiscutida de los federales y por lo tanto centro neurálgico de la violencia y
la brutalidad-- y por odio a los unitarios, pero también por diversión, los
matarifes lo torturan y lo matan.
Entre estos mismos
entendidos están los que valoran que, por primera vez en una obra literaria, se
“repone la voz de las clases populares”, y que es este gesto el que inaugura la
literatura argentina. En eso, Echeverría se adelantó treinta años a José Hernández.
El Martín Fierro, ese poema épico también fundante de nuestra cultura, hace
hablar a los gauchos en 1872, y, aunque El Matadero se publica en 1871 (post
morten de su autor), Echeverría lo compuso en 1841.
Pero, y no estoy diciendo nada nuevo, ni Echeverría ni Hernández
“reponen” una oralidad, sino que la inventan. Toda oralidad de la literatura es
un invento, por supuesto, pero hay distintas posiciones desde donde inventar la
forma de hablar de unos personajes. Ahí donde Hernández crea una voz que,
aunque misógina, xenófoba y racista, es la de un hombre bueno --porque los
hombres buenos y simples de la Pampa son pobres pero honrados (el adversativo "pero" es
importante); Echeverría produce la voz de un pobre bruto, violento, enceguecido
por su idolatría al caudillo. También es misógino, xenófobo y racista. En eso,
la intelectualidad de esos años primeros del Estado Nación parecen estar de
acuerdo todos. Escuchemos hablar a la gente del matadero según Echeverría:
“--Ahí se mete el
sebo en las tetas, la tía --gritaba uno.
--Aquel lo
escondió en el alzapón --replicaba la negra.
--¡Che!, negra
bruja, salí de aquí antes que te pegue un tajo --exclamaba el carnicero.
--¿Qué le hago ño,
Juan?, ¡no sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
--Son para esa
bruja: a la m...
--¡A la bruja! ¡a
la bruja! --repitieron los muchachos--: ¡se lleva la riñonada y el tongorí! --y
cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.”
Repárese en que el
púdico Echeverría no puede siquiera escribir algunas palabras que, según él,
dicen los matarifes y las mujeres. Él mismo lo explica así en el texto:
“Simulacro en
pequeño era este del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las
cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se
representaba en el matadero era para vista no para escrita.”
En esta pieza
inaugural de la literatura argentina, y de nuestra identidad, podemos encontrar
también las bases del imaginario social que cristalizaría, setenta años después
en la Ley Agote, la división entre niños y menores. Los niños son los hijos de
las familias bien constituidas, los menores son estos:
“Por un lado dos
muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y
reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a
una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante,
porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio
para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro.”
Los menores, ya se
sabe, están siempre en riesgo. Son un peligro, pero, además, están en peligro.
Tanto es así, que el matarife más guapo del matadero persigue a un toro díscolo
que no se quiere dejar matar, y en la persecución loca y alucinada, le corta la
cabeza a un niño con el lazo. Sí, lo degüella. Y la vida sigue.
“Una hora después
de su fuga el toro estaba otra vez en el matadero donde la poca chusma que
había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el
pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por
el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el
cementerio.”
De más está decir
que al supuesto cronista, ese narrador que observa todo con sorna y
repugnancia, tampoco este hecho parece haberlo alterado. Ya se sabe, una cosa
es la muerte de un niño, y otra la baja de un pequeño salvaje.
Si los hombres,
las mujeres y los niños del matadero son violentos, brutos, mal hablados y
feísimos, el hombre que será la víctima del relato, en cambio, parece un prócer
de estatua con su espalda derecha y su caballo hermoso y obediente. Impecable y
desprevenido, los brutos lo insultan y él, sin embargo, no responde. Por eso
mismo, Matasiete, que acaba de cazar al toro y de degollar a un niño y se ve
que esa carnicería no le alcanzó para saciar su sed de sangre, lo tumba de su
muy inglesa montura:
“Era éste un joven
como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían
en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba
hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando, empero, las significativas
miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra
sobre las pistoleras de su silla inglesa cuando una pechada al sesgo del
caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia
boca arriba y sin movimiento alguno.”
Caballeros
unitarios, librepensadores y a veces incautos por no entender los códigos de
los barrios bajos; federales ciegos de fanatismo que hacen cualquier cosa que
les indique el Restaurador o alguno de sus caciques de su líder incuestionable.
Pero que los
cajetillas desprecian a los pobres, que les tienen asco o lástima, eso ya lo
sabemos. Que la tan mentada grieta no empezó en este siglo, también. Pero El Matadero de
Echeverría, no es el texto que se decidió poner en el podio de la inauguración
de la cultura de los cajetillas. Es el texto con el que empieza la cultura, y
por lo tanto la identidad, de la Argentina toda. ¿Podemos decir, entonces, que
estamos exentos de esa mirada, de esa sensación de miedo y asco? Seguro, sin
lugar a dudas, que quienes leen esta columna no se sienten indentificades con
las palabras de Echeverría cuando habla de “esa chusma”. Pero nuestra
consciencia no lo es todo. El imaginario social es más que lo que cada
individuo elige decir, callar (o no callar más). Rasquemos un poco la
superficie. ¿A qué escuela mandamos a nuestres hijes? ¿Cuántos niñes de piel
marrón hay en esa escuela? ¿Nos violenta cuando el GPS nos dice que estamos
pasando por una “zona de peligro” cuando bordeamos un barrio popular? ¿Cuál
creemos que es la fisonomía mayoritaria de les argentines? ¿Cuán diversa es la
composición de nuestros espacios de militancia?
Como sabemos, los
hechos históricos, de la cultura, de la identidad de un pueblo no empiezan
“objetivamente” en ningún lugar. Más bien al contrario, cada ideario político
define para atrás su relato y su tradición. Definir a El Matadero como el inicio de la literatura
argentina es un acto político y responde a un ideario bien concreto.
¿Podemos avanzar
hacia una cultura donde la crueldad no sea parte del ADN argentino con esta
tradición? ¿Qué pasaría si encontráramos una raíz para nuestra literatura que
no fuera sangrieta, xenófoba, misógina y patriarcal? ¿Qué pasaría si, además de
un relato que fuera políticamente más acorde a nuestra forma de pensar,
halláramos una pieza que no fuera maniquea, torpe y mal escrita? Tal vez, quién
sabe, habría menos tristes vacas que murieran bajo el “marronazo” como las
inolvidables reces de “Uruguay for export” de Alfredo Zitarroza. Quizás hasta
podríamos imaginar un mundo sin mataderos, sin señoritos mirando desde la
altura de su caballo a la “chusma” que vive y muere por un pedazo de tripa
descartada. Hasta podríamos darnos el lujo de vislumbrar un horizonte sin
“mazorqueros” ni Restauradores a los que deberle obediencia ciega.
La verdad es que
no lo sabemos, porque llevamos casi doscientos cincuenta años bajo la sombra de El Matadero, y es difícil,
contrafáctico, especulativo, imaginar una cultura que aún no existe. Sin
embargo, por qué no intentarlo. Ya sabemos que cuando se está tocando con los
dedos de los pies el fondo del mar, no queda más remedio que empujar fuerte y
empezar a nadar. Busquemos nuestra pieza inaugural de la literatura argentina.
Regalémosle a las nuevas generaciones un mejor comienzo para nuestra cultura.
Si algo sabemos les argentines, aunque no lo cuente Echeverría, es volver a
empezar.
Fuente
consultada
Diario Página
12, Contratapa, Como vacas al matadero, Raquel Robles, 27/04/2024.
https://www.pagina12.com.ar/732152-como-vacas-al-matadero