domingo, 31 de marzo de 2019

La lengua oficial vs. la lengua viva

CULTURA Y ESPETÁCULO
María Teresa Andruetto, entre la escritura y el habla
“Hay lucha entre la lengua oficial y la lengua viva”
La autora de La mujer en cuestión cerrará el VIII Congreso de la Lengua Española y estará en el Encuentro Internacional Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos.
Por Silvina Friera
“Si voy a una escuela de un pueblo de la Quebrada no me voy a poner a hablar en lenguaje inclusivo”, dice “la Tere”. Imagen: Sandra Cartasso
La lengua de “Tere” es su manera de habitar el mundo. María Teresa Andruetto tiene la voz de seda, como si su acento cordobés abrazara con ternura la subjetividad de los otros, y una convicción de hierro: pocas escritoras han vivido el acto de la escritura como una trinchera de la lengua. La autora de las novelas La mujer en cuestión y Lengua madre y los cuentos como No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, entre otros libros, cerrará el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) y también participará del I Encuentro Internacional: Derechos Lingüísticos como Derechos Humanos, un ámbito surgido para debatir y polemizar con el CILE. “Los dos espacios se complementan. No sabemos exactamente qué va a suceder, qué vamos a decir cada uno en nuestras participaciones, pero hay movimientos en torno al territorio de la lengua y a las tensiones que ahí se juegan; preocupaciones que a veces superan lo más específico para ir al campo de lo ideológico, de lo social, de lo político, de lo cultural en un sentido amplio. Me parece interesante que se mueva todo porque la vitalidad de una cultura tiene que ver con la inclusión de distintas miradas, con el movimiento y la lucha por ingresar a ese campo con lo particular de cada sector, de cada zona, de cada posición ideológica. El hecho de que haya un congreso paralelo forma parte de un modo participativo y cuestionador que me gusta. Somos una sociedad que no se conforma tan fácilmente, sino que está buscando caminos en las disidencias”, plantea Andruetto en la entrevista con Página12.
–En cuanto a las tensiones, ¿qué puntos de conflictos se dan entre la lengua hablada –por ejemplo un cordobés, que no tiene el mismo acento ni usa las mismas expresiones o modismos que un salteño, un chaqueño o un porteño– y las normas que plantean las instituciones como la RAE?
–Hay una lucha entre ese lugar oficial de la lengua –y sus espacios de regulación– y la lengua viva, la lengua encarnada en los hablantes que somos nosotros. Hay idealizaciones de la lengua, pero luego la lengua concreta se aparta en mayor o menor medida de esas idealizaciones. Lo vemos en el uso del castellano en nuestros países, pero también en los modos de hablar y de escribir de un salteño, de un santiagueño, de un mendocino, de un habitante de la llanura pampeana. La lengua está hecha de muchas capas y la incorporación de esas capas y las penetraciones de unos modos de lenguaje, unos niveles y unas tradiciones de lenguaje y de otras, no se ha hecho de modo pacífico. Todo el tiempo ha habido, hay y seguirá habiendo unas luchas en las cuales se van penetrando las formas y encontrando una cierta estabilización. La lucha entre la lengua hablada o escrita por sus usuarios, que es la lengua viva encarnada en los hablantes, la relación de eso con las normas de la lengua es la misma relación que podemos tener los habitantes de un país con respecto a las legislaciones. Hay un espectro de la legislación que funciona como un lugar al que uno puede remitirse ante una dificultad o una incomprensión. Pero luego está la búsqueda de las libertades de cada uno en el marco de una cierta legislación que nos cobije a todos, que nos permita seguir entendiéndonos, pero a partir de nuestras diferencias. El escritor es alguien que está siempre atendiendo la vitalidad de la lengua viva, aunque tenga como horizonte las reglas. Un buen escritor escribe con su lengua, que no es la elección de la lengua en la que ha nacido, sino el modo en que esa lengua encarna no solo en su país, sino en su región, en su clase social; hay tanto que se capta en las formas del habla. Cuando escribimos, hay que pensar que nuestros posibles lectores solo tienen las palabras para imaginarse el mundo. Esa sutileza de usar una palabra u otra le da al texto una dimensión verdadera. 
–Una cuestión compleja es el tema del “error”, que especialmente se señala y se subraya en el caso de la oralidad, por ejemplo el “haiga” que se utiliza en lugar de “haya”. Está claro que casi en ninguna lengua se habla de la misma manera en que se escribe. ¿Qué problemas plantea la relación oralidad-escritura al interior de  una lengua? ¿Es más fácil contaminar la escritura con la oralidad que la oralidad con la escritura?
–No es voluntario contaminar, al buscar la vitalidad de una lengua una cosa ingresa en la otra en un enlazado. Entonces la lengua es todo: unas formas y otras formas. A lo mejor si tengo que hacer una nota para pedir un trabajo, me arrimo más a los lugares oficiales de la lengua, cercanos a las bondades de la normativa. En cambio, si quiero contarle a alguien lo que me pasa, un sentimiento, un dolor, me permito una mayor libertad. Me permito eso que se podría llamar “error”. La escritura trabaja más en esa zona. Un escritor es alguien que capta algo del ser social, que va desde abajo hacia la norma. El asunto es trabajar con la lengua viva en mí y viva en el oído para captar las bocas de los hablantes. Toda esa vitalidad permite que un otro, un lector potencial, comprenda. Si es posible la comprensión, entonces está bien en términos literarios. No hay problemas. Si lo particular se vuelve tan extremadamente individual que pierde la dimensión social de la lengua, entonces ahí estamos en una dificultad porque la lengua es mía, pero no es solo mía. En la ficción lo que uno hace, de la misma manera que un actor, es salirse de uno para mirar desde otro ángulo. Eso exige una condición de humildad de quien escribe con respecto al punto de vista elegido para ir detrás de ese punto elegido y no adelantarse, no enseñarle a ese “yo” narrativo cómo debe hablar o escribir.
–Una escritora puede ser desobediente o disidente en términos de experimentación, de  atreverse  a ir más allá de los límites de la lengua, pero por otra parte tiene que acatar las normas lingüísticas. ¿Cómo conviven en tu escritura la disidencia y el cumplimiento de las normas? ¿Percibís ahí un malestar, una incomodidad, una suerte de alerta, de “zona de peligro”?
–La disidencia en la lengua tiene el límite de la inteligibilidad. En el otro extremo, podríamos estar ante la obediencia absoluta a las normas, una escritura que puede ser híper correcta, pero que no conmueve. Comunica tal vez de un modo racional algo informativo, pero no lo sacude al otro. En ese lugar de la comunicación hay una falla porque no puede conmover, no puede mover al lector consigo. En toda escritura hay una estructura que sostiene, como los huesos del cuerpo. Y luego está la carne de todo eso: los músculos, los nervios, lo que es capaz de sacudir al otro. La escritura siempre es una zona de peligro, un lugar donde se va probando con las palabras y se va empujando los límites de la lengua. Todo escritor se coloca en un punto entre las tradiciones y las rupturas. ¿Hasta dónde romper y para qué romper? No se trata tampoco de romper porque sí. Ni es mejor algo porque rompe. Todo escritor se coloca entre la norma y las transgresiones de la lengua viva. En mi caso particular, en algunas zonas de mi escritura busco unos cauces más tradicionales del uso de la lengua, más arcaicos, a veces más transgresores, más mixturados unos con otros. Solamente uso los diálogos si sé cómo habla ese personaje. Nunca le daría la palabra a un personaje, ni a un narrador personaje, si no sintiera en el oído esa música de su habla.
–Ferdinand de Saussure advertía que la lengua se parecía al juego de ajedrez: con mover una sola pieza se transforma todo el tablero. ¿Qué sucede con el lenguaje inclusivo? ¿Hasta qué punto está transformando el tablero de la lengua que hablamos y escribimos con el uso de “todes”, “les chiques” o “les niñes”  o la reescritura de la frase de Jean-Paul Sartre, “el infierno son les otres”?
–En el Congreso de la Lengua debió haber mesas para discutir el lenguaje inclusivo como se discuten otras cuestiones. A veces lo uso en ciertos espacios de militancia por las mujeres o en ciertos espacios de docencia. He ido a escuelas secundarias donde hay chicas que están en redes militantes, yo también estoy en una red militante, particularmente para que el aborto sea seguro, libre y gratuito. Pero no uso el lenguaje inclusivo siempre ni en todas partes. Si voy a una escuela de un pueblo de la Quebrada o de la Patagonia profunda, no me voy a poner a hablar en lenguaje inclusivo porque no está presente en ese lugar. Yo miro un poco dónde estoy. No tengo nada claro cómo ingresará el lenguaje inclusivo a la literatura y si va a ingresar o no. Nosotros hablamos de lenguaje inclusivo, pero es inclusivo en la cuestión de género. Al menos todavía no es tan inclusivo en la cuestión social ni en sectores de avanzada edad, en el mundo rural, en el mundo campesino de subsistencia, en esos mundos no está incluido el lenguaje que llamamos inclusivo. O sea que es inclusivo de un sector social con cierta conciencia y militancia en cuestiones de género, sobre todo de gente joven, y un sector social que es básicamente urbano. El lenguaje inclusivo es un proceso de transformación que la lengua irá haciendo a su manera. La lengua en ese sentido es muy sabia en su capacidad de absorción y de ingreso de distintas formas. En la literatura las cosas funcionan de otra manera, de adentro hacia afuera, con una potencialidad muy grande de lo singular. Todavía nadie escribió un cuento o una novela con lenguaje inclusivo que nos sacuda las tripas. Más allá de la lengua, hay un posicionamiento político del movimiento de mujeres, con el que estoy totalmente de acuerdo. Lo que se mueve ahí son fisuras que se hacen en los modos patriarcales de usar la lengua. Hasta dónde penetrará eso, cómo, de qué manera, es algo que está en transición. Hay una sola cosa que me preocupa, que no se transforme en corrección política, que no obstruya la salida a la luz de las singularidades. Eso depende del movimiento de mujeres y de nuestras luchas. 
–El año pasado, cuando reeditaste El país de Juan, decías que para el liberalismo depredador, que todo lo ve en términos de “rendimiento”, si una escuela queda en un lugar alejado y tiene pocos alumnos, eso no rinde. ¿Qué consecuencias tiene para la sociedad que esa depredación se haya profundizado?
–Estoy viendo cosas muy terribles, cosas que no imaginaba; personas que vivían de otra manera que están regulando el uso del agua caliente para controlar las facturas de gas. El aumento enorme de la venta de alitas de pollo en las carnicerías de pueblos es porque la gente cocina las alitas de pollo con arroz y otras cosas, en desmedro del muslo, de la pechuga o del pollo entero que se compraba antes. Ni hablar de los libros que ya no llegan a las escuelas, ni hablar de los recortes en la red de bibliotecas populares. Ayer mismo una señora que tiene seis hijos y que trabaja limpiando casas me decía que antes usaba la Asignación Universal por Hijo para comprarles a los chicos la ropa, los útiles del colegio, y ahora la está usando para comer, porque aunque trabaja seis horas diarias no le alcanza para la comida del mes. 
–¿Es posible revertir esta depredación o un sector de la clase media volverá a votar contra sí misma ante el posible triunfo de Cristina Fernández?
–Yo espero que los votantes puedan relacionar esto que está sucediendo en sus casas, en sus bolsillos, en sus platos de comida, con lo que pasa a nivel de gobierno. Que no piensen que unas veces las cosas mejoran y otras empeoran por puro milagro o pura magia. El único modo que tiene el hombre de ser inteligente, dice (Jacques) Rancière, es poder relacionar unas cosas con otras cosas. Espero que se pueda ver que estas devaluaciones, esta pérdida de trabajo, este deterioro de los ingresos, la falta de medicamentos, de vacunas en nuestros dispensarios, toda las cosas que están pasando alrededor, son porque hay unas políticas de gobierno que nos llevan a esto. Que no sería lo mismo con cualquier gestión. Y a la vez digo esto porque mucha gente que se queja dice: “son todo lo mismo; todo es igual”. Yo pienso que uno tiene que moverse, como decía Gramsci, con el escepticismo de la inteligencia, pero también la esperanza de la voluntad. Depende de nosotros como sociedad hacer mejores elecciones y adquirir mayor conciencia política. Sin la vida política es imposible la vida en sociedad. 
Fuente: Diario Página 12, 26 de marzo de 2019.