LETRAS
LIBRES
¿Cómo importa la cultura en el
desarrollo?
Amartya Sen sobre cultura, desarrollo económico y
universalismo: "Estoy orgulloso de mi humanidad cuando puedo reconocer a
los poetas y los artistas de otros países como míos"
Por Amartya
Sen
Los sociólogos,
antropólogos e historiadores han hecho reiterados comentarios sobre la
tendencia de los economistas a no prestar suficiente atención a la cultura
cuando investigan el funcionamiento de las sociedades en general y el proceso
de desarrollo en particular. Aunque podemos pensar en muchos ejemplos que
rebaten el supuesto abandono de la cultura por parte de los economistas,
comenzando al menos por Adam Smith (1776), John Stuart Mill (1859, 1861) o
Alfred Marshall (1891), en tanto una crítica general, empero, la acusación está
en gran medida justificada.
Vale la pena remediar
este abandono (o tal vez, más precisamente, esta indiferencia comparativa),
y los economistas pueden, con resultados ventajosos, poner más atención en la
influencia que la cultura tiene en los asuntos económicos y sociales. Es más,
los organismos de desarrollo, como el Banco Mundial, también pueden reflejar,
al menos hasta cierto punto, este abandono, aunque sea solamente por estar
influidos en forma tan predominante por el pensamiento de economistas y
expertos financieros. El escepticismo de los economistas sobre el papel de la
cultura, por tanto, puede reflejarse indirectamente en las perspectivas y los
planteamientos de las instituciones como el Banco Mundial. Sin importar qué tan
grave sea este abandono (y aquí las apreciaciones pueden diferir), para analizar
la dimensión cultural del desarrollo se requiere un escrutinio más detallado.
Es importante investigar las distintas formas —y pueden ser muy diversas— en
que se debería tomar en cuenta la cultura al examinar los desafíos del
desarrollo y al valorar la exigencia de estrategias económicas acertadas.
La cuestión no es si
acaso la cultura importa, para aludir al título de un libro relevante y muy
exitoso editado en conjunto por Lawrence Harrison y Samuel Huntington. Eso debe
ser así, dada la influencia penetrante de la cultura en la vida humana. La
verdadera cuestión es, más bien, de qué manera —y no si acaso— importa
la cultura. ¿Cuáles son las diferentes formas en que la cultura puede influir
sobre el desarrollo? ¿Cómo pueden comprenderse mejor sus influencias, y cómo
podrían éstas modificar o alterar las políticas de desarrollo que parecen
adecuadas? Lo interesante radica en la naturaleza y las formas de relación, y
en lo que implican para instrumentar las políticas, y no meramente en la creencia
general —difícilmente refutable— de que la cultura, en efecto, importa.
En el presente
ensayo, abordo estas preguntas en torno al "de qué manera", pero en
el camino también debo referirme a algunas cuestiones sobre el "de qué
manera no". Hay indicios, habré de argumentar, de que, en el afán por
darle su lugar a la cultura, surge a veces la tentación de optar por
perspectivas un tanto formulistas y simplistas sobre el impacto que tiene en el
desarrollo. Por ejemplo, parece haber muchos seguidores de la creencia
—sostenida de manera explícita o implícita— de que el destino de los países
está efectivamente sellado por la naturaleza de su respectiva cultura.
Ésta no sólo sería una sobresimplificación "heroica", sino que
también implicaría imbuir desesperanza a los países de los que se considera que
tienen la cultura "errónea". Esto no sólo resulta ética y
políticamente repugnante, sino que, de manera más inmediata, diría que es
también un sinsentido epistémico. Así es como un segundo tema de este ensayo consiste
en abordar estas cuestiones sobre el "de qué manera no".
El tercer tema del
texto consiste en examinar el papel del aprendizaje mutuo en el campo de la
cultura. Si bien tal transmisión y educación puede ser parte integral del
proceso de desarrollo, se menosprecia con frecuencia su papel. De hecho, puesto
que se considera cada cultura, no de manera improbable, como única, puede haber
una tendencia a adoptar un punto de vista algo insular sobre el tema. Cuando se
trata de comprender el proceso de desarrollo, esto puede resultar
particularmente engañoso y sustancialmente contraproducente. Una de las
funciones en verdad más importantes de la cultura radica en la posibilidad de
aprender unos de otros, antes que celebrar o lamentar los compartimentos culturales
rígidamente delineados, en los cuales finalmente clasifican.
Por último, al
abordar la importancia de la comunicación intercultural e internacional, debo
tomar en cuenta asimismo la amenaza —real, o percibida como tal— de la
globalización y de la asimetría de poder en el mundo contemporáneo. La opinión
según la cual las culturas locales están en peligro de desaparición se ha
expresado con insistencia, y la creencia en que se debe actuar para resistir la
destrucción puede resultar muy atendible. De qué manera debe entenderse esta
posible amenaza y qué puede hacerse para enfrentarla —y, de ser necesario,
combatirla— son también temas importantes para el análisis del desarrollo. Tal
es el cuarto y último asunto que pretendo estudiar con detalle.
CONEXIONES
Es de particular
importancia identificar las diferentes maneras en que la cultura puede importar
para el desarrollo. Al parecer, las siguientes categorías son de primordial
necesidad, y tienen una relevancia de gran alcance.
(1) La cultura
como una parte constitutiva del desarrollo. Podemos comenzar por la
pregunta elemental: ¿para qué sirve el desarrollo? El fortalecimiento del
bienestar y de las libertades a que aspiramos por medio del desarrollo no puede
sino incluir el enriquecimiento de las vidas humanas a través de la literatura,
la música, las bellas artes y otras formas de expresión y práctica culturales,
que tenemos razón en valorar. Cuando Julio César dijo sobre Casio, "Él no
escucha música: sonríe poco", esto no pretendía ser una loa a la forma de
vida de Casio. Tener un alto PNB per capita pero poca música, pocas
artes, poca literatura, etcétera, no equivale a un mayor éxito en el
desarrollo. De una u otra forma, la cultura envuelve nuestras vidas, nuestros
deseos, nuestras frustraciones, nuestras ambiciones, y las libertades que
buscamos. La posibilidad y las condiciones para las actividades culturales
están entre las libertades fundamentales, cuyo crecimiento se puede ver como
parte constitutiva del desarrollo.
(2) Objetos y
actividades culturales económicamente remunerativos. Diversas actividades
económicamente remunerativas pueden depender directa o indirectamente de la
infraestructura cultural y, en términos más generales, del ambiente cultural.
La vinculación del turismo con los parajes culturales (incluidos los
históricos) es suficientemente obvia.
(3) Los factores
culturales influyen sobre el comportamiento económico. Aun cuando algunos
economistas se han visto tentados por la idea de que todos los seres humanos se
comportan casi de la misma manera (por ejemplo, acrecientan implacablemente su
egoísmo, definido en un sentido radicalmente insular), hay muchos indicios de
que esto, por lo general, no sucede así. Las influencias culturales pueden
significar una diferencia considerable al trabajar sobre la ética, la conducta
responsable, la motivación briosa, la administración dinámica, las iniciativas
emprendedoras, la voluntad de correr riesgos, y toda una gama de aspectos del
comportamiento humano que pueden ser cruciales para el éxito económico.
Además, el
funcionamiento exitoso de una economía de intercambio depende de la confianza
mutua y de normas implícitas. Cuando estas modalidades del comportamiento están
presentes en grado sumo, es fácil pasar por alto el papel que desempeñan. Pero
cuando se han de cultivar, esa laguna puede constituir un impedimento de
consideración para el éxito económico. Hay multitud de ejemplos sobre los
problemas que enfrentan las economías precapitalistas debido al bajo desarrollo
de las virtudes básicas del comercio y los negocios.
La cultura del
comportamiento está relacionada con otros tantos aspectos del éxito económico.
Se relaciona, por ejemplo, con el hecho de que perduren o dejen de ocurrir la
corrupción económica y sus vínculos con el crimen organizado. En las
discusiones italianas sobre este tema, en las que tuve el privilegio de
participar asesorando a la Comisión AntiMafia del Parlamento Italiano, el papel
y el alcance de los valores implícitos se trató con amplitud. La cultura
también tiene un papel importante para fomentar un comportamiento amable con el
entorno. La contribución cultural al comportamiento podría variar según los
desafíos que surjan en el proceso de desarrollo económico.
(4) La cultura y
la participación política. La participación en los intercambios civiles y
en las actividades políticas está influida por las condiciones culturales. La
tradición del debate público y del intercambio participativo puede ser decisiva
en el proceso político, y puede importar para el establecimiento, la
preservación y la práctica de la democracia. La cultura de la participación
puede ser una virtud cívica toral, como lo expuso ampliamente Condorcet, entre
otros pensadores sobresalientes de la Ilustración europea.
Aristóteles señaló,
por cierto, que los seres humanos suelen tener una inclinación natural hacia el
intercambio civil. Y, sin embargo, el alcance de la participación política
puede variar de una sociedad a otra. De manera particular, las inclinaciones
políticas pueden ser suprimidas no sólo por gobiernos y restricciones
autoritarios, sino también por la "cultura del miedo" que genera la
represión política. También puede existir una "cultura de la
indiferencia", que abreve del escepticismo y conduzca a la apatía. La
participación política es extremadamente importante para el desarrollo, lo
mismo a través de sus efectos en la valoración de los medios y los fines, que a
través de su papel en la formación y la consolidación de los valores que
permiten ponderar el desarrollo mismo.
(5) Solidaridad
social y asociación. Aparte de los intercambios económicos y la
participación política, el propio funcionamiento de la solidaridad social y el
apoyo mutuo puede estar fuertemente influido por la cultura. El éxito de la
vida social depende en gran medida de lo que la persona, la gente, hace
espontáneamente por los demás. Esto puede influir de manera profunda en el
funcionamiento de la sociedad y hasta en la preocupación por sus miembros menos
afortunados, así como en la preservación y el cuidado de los bienes comunes. El
sentido de cercanía con los otros miembros de la comunidad puede ser un bien de
gran importancia para esa comunidad. En años recientes, las ventajas que
afluyen de la solidaridad y del apoyo mutuo han recibido mucha atención en
textos que versan sobre el "capital social".
Ésta es una
importante área nueva de la investigación social. Existe, sin embargo, la
necesidad de escrutar la naturaleza del "capital social" en tanto
"capital" —en el sentido de un recurso para todo uso (como se
considera el capital). Los mismos sentimientos e inclinaciones pueden de hecho
operar en direcciones opuestas, dependiendo de la naturaleza del grupo de que
se trate. Por ejemplo, la solidaridad dentro de un grupo particular
(verbigracia, los residentes más antiguos de una región) puede ir de la mano
con una percepción muy poco amistosa de quienes no son miembros de dicho grupo
(como los nuevos inmigrantes). La influencia del mismo pensamiento centrado en la
comunidad puede ser tanto positiva para las relaciones internas como negativa
al generar y fomentar tendencias de exclusión (lo que abarca los violentos
sentimientos y acciones "antiinmigrantes", como se puede observar en
ciertas regiones con una impecable solidaridad "intracomunitaria").
El pensamiento basado en la identidad puede tener aspectos dicotómicos, ya que
un fuerte sentido de la filiación grupal puede tener un papel aglutinante
dentro de ese grupo al tiempo que fomenta el trato más bien severo contra
quienes no son miembros (a quienes se ve como "los otros", que
"no pertenecen" allí). Si esta dicotomía es correcta, entonces puede
ser un error tratar el "capital social" como un recurso para todo
uso (que es la idea que se tiene, en general, del capital), antes que como
un activo para ciertas relaciones y un pasivo para otras. Hay, pues, espacio
para un escrutinio que indague en la naturaleza y el funcionamiento del
concepto importante, aunque en algunos sentidos problemático, del "capital
social".
(6) Parajes
culturales y rememoración de la herencia histórica. El fomento de una
comprensión más clara y más amplia sobre el pasado de un país o de una
comunidad a través de la exploración sistemática de su historia cultural
constituye otra posibilidad constructiva. Por ejemplo, al apoyar excavaciones y
exploraciones históricas e investigaciones relacionadas, los programas de
desarrollo pueden ayudar a facilitar una apreciación más cabal de la amplitud
—y de las variaciones internas— de culturas y tradiciones particulares. La
historia a menudo abarca una variedad mucho más amplia de influencias
culturales y de tradiciones de la que tienden a permitir las interpretaciones
intensamente políticas —y frecuentemente a históricas— del presente.
Cuando es este el
caso, los objetos, parajes y archivos históricos pueden ayudar a equilibrar
algunas fricciones en la política moderna. La historia árabe, por ejemplo,
incluye una larga tradición de relaciones pacíficas con las poblaciones judías.
La rememoración de
la historia puede ser un aliado importante en el cultivo de la tolerancia y la
celebración de la diversidad, y estas notas se cuentan —directa e
indirectamente— entre los rasgos importantes del desarrollo.
(7) Influencias
culturales en la formación y evolución de los valores. No sólo sucede que
los factores culturales figuran entre los fines y medios del desarrollo:
también sucede que tienen un papel central incluso en la formación de los
valores. Esto, a su vez, puede influir en la identificación de nuestros fines y
el reconocimiento de instrumentos practicables y aceptables para alcanzar
dichos fines. Por ejemplo, el debate público abierto —él mismo un logro
cultural importante— puede influir poderosamente en el surgimiento de nuevas
normas y prioridades por considerar.
En realidad, la
formación de valores es un proceso interactivo, y la cultura de hablar y
escuchar puede tener un papel significativo en el momento de hacer posible la
interacción. Conforme surgen nuevos patrones de conducta, es el debate público,
así como la emulación inmediata, lo que puede diseminar las nuevas normas a
través de una región y, en última instancia, entre las regiones. Las normas
surgidas para fomentar bajos índices de fertilidad, o la ausencia de
discriminación entre niños y niñas, o el enviar a los niños a las escuelas, en
fin, no constituyen tan sólo rasgos importantes del desarrollo: pueden estar
influidas en gran medida por una cultura del debate público y de la discusión
libre, sin obstáculos políticos ni represión social.
INTEGRACION
Con el fin de
apreciar el papel de la cultura en el desarrollo, resulta de particular
importancia situar la cultura en un marco suficientemente amplio. Las razones
para ello no son difíciles de hallar. En primer lugar, aun cuando la cultura
resulta tan influyente, no tiene una posición toral única en la determinación
de nuestras vidas e identidades. Otros factores, como la clase, la raza, el
género, la profesión y la política también importan, y pueden importar mucho.
Nuestra identidad cultural es uno de los muchos aspectos de nuestra
realización, y es sólo una influencia entre muchas que pueden inspirar e
intervenir en lo que hacemos y la manera en que lo hacemos. Además, nuestro
comportamiento no sólo depende de nuestros valores y predisposiciones, sino
también del hecho concreto de la presencia o ausencia de instituciones
medulares y de los incentivos —orientadores o morales— que éstas generan.
En segundo lugar, la
cultura no es un atributo homogéneo —puede existir un gran número de
variaciones, incluso dentro de la misma atmósfera cultural general. Los
deterministas culturales subestiman con frecuencia el alcance de la
heterogeneidad dentro de lo que se ve como "una" cultura específica.
Las voces discordantes a menudo son "internas", no provienen del
exterior. Puesto que la cultura tiene muchas facetas, la heterogeneidad también
puede provenir de los componentes particulares de la cultura en los cuales
decidimos enfocar nuestra atención (por ejemplo, si prestamos particular
atención ya a la religión, ya a la literatura, o a la música, o de manera
general al estilo de vida).
En tercer lugar, la
cultura no permanece quieta en absoluto. Cualquier suposición de inmovilidad
—explícita o implícita— puede ser desastrosamente engañosa. Hablar, digamos, de
la cultura religiosa hinduista, o en fin, de la cultura nacional hindú,
considerándola como una cultura bien definida en un sentido temporal estático,
no sólo implica pasar por alto las grandes variaciones dentro de cada una de
estas categorías, sino también ignorar su evolución y sus grandes
transformaciones a través del tiempo. La tentación de usar el determinismo
cultural a menudo adquiere la forma irremediable de un esfuerzo por largar el ancla
cultural de un barco que se mueve veloz.
Por último, las
culturas interactúan unas con otras y no se pueden ver como estructuras
insulares. La perspectiva aislacionista —que casi siempre se da por sentada
implícitamente— puede ser en gran medida falaz. A veces podemos estar sólo
vagamente conscientes de la manera en que una influencia llegó desde fuera,
pero ésta no es razón para restarle importancia. Por ejemplo, aunque el picante
era desconocido en la India antes de que los portugueses lo introdujeran en el
siglo xvi, ahora es una especia totalmente hindú. Los rasgos culturales —desde
los más triviales hasta los más profundos— pueden cambiar en forma radical,
dejando a veces pocas señales del pasado que llevan detrás.
Considerar que la
cultura es independiente e inmutable, y que no cambia, puede ser en verdad muy
problemático. Pero esto, por otra parte, no es razón para no tomar en cuenta la
importancia de la cultura, vista apropiadamente desde una perspectiva amplia.
No cabe duda de que es posible prestar una atención adecuada a la cultura
mientras se toman en cuenta todas las salvedades recién expuestas. En realidad,
si se reconoce que la cultura no es homogénea ni inmóvil y que es interactiva,
y si la importancia de la cultura se entrevera con las fuentes rivales de
influencia, entonces la cultura puede ser una parte muy positiva y constructiva
en nuestra comprensión del comportamiento humano y social, y del desarrollo
económico.
INTOLERANCIA Y
ALIENACION
La cuestión del
"de qué manera no", empero, merece una atención extremadamente seria,
ya que las generalizaciones culturales apresuradas no sólo pueden socavar una
comprensión más profunda del papel de la cultura, sino que también pueden
servir de herramienta a los prejuicios sectarios, a la discriminación social e
incluso a la tiranía política. Las generalizaciones culturales simplistas
tienen la gran capacidad de fijar nuestra forma de pensar, y con demasiada
frecuencia son más que un pasatiempo inocente. El hecho de que tales generalizaciones
abundan en las creencias populares y en la comunicación informal se puede
reconocer con facilidad. Estas creencias implícitas y acríticas no son
únicamente el tema de muchas bromas racistas y calumnias étnicas; a veces
también asoman como elegantes teorías perniciosas. Cuando se da una correlación
fortuita entre el prejuicio cultural y la observación social (no importa qué
tan casual sea), nace una teoría, y ésta puede rehusarse a morir incluso
después de que la correlación casual se desvanece por completo.
Por ejemplo, las
bromas urdidas contra los irlandeses (insolencias tales como "cuántos
irlandeses se necesitan para cambiar un foco", que han tenido vigencia en
Inglaterra por largo tiempo) parecían ir bien con el predicamento desalentador
de la economía irlandesa, cuando la economía irlandesa estaba bastante mal.
Pero cuando esta economía comenzó a crecer asombrosamente rápido —de hecho, más
rápido que cualquier otra economía europea (como lo hizo, y por muchos años)—,
el estereotipo cultural y su relevancia económica y social pretendidamente
profunda no se desecharon como la pura y absoluta basura que eran. Las teorías
tienen vida propia, y parecen desafiar el mundo fenoménico que se puede, en
efecto, observar.
EL DETERMINISMO
CULTURAL
Si bien el maridaje
entre el prejuicio cultural y la asimetría política puede ser casi letal, la
necesidad de tener cuidado al saltar a conclusiones culturales resulta más
insidiosa. Tales conclusiones pueden influir incluso sobre la forma en que los
expertos conciben la naturaleza y los desafíos del desarrollo económico. Las
teorías se derivan muchas veces de pruebas bastantes escasas. Las verdades a
medias o fragmentadas pueden desorientar garrafalmente —a veces incluso más que
la falsedad llana, que es más fácil de delatar.
Considérese, por
ejemplo, el siguiente argumento del influyente e importante libro editado en
conjunto por Lawrence Harrison y Samuel Huntington llamado Culture Matters
[La cultura importa] (al que me referí antes), y en particular el
argumento del ensayo introductorio de Huntington en ese volumen, llamado
"La cultura cuenta":
A principios de la
década de 1990, me topé con información económica sobre Ghana y Corea del Sur
durante los años sesenta, y me sorprendió lo parecidas que sus economías eran
en aquel entonces. [...] Treinta años más tarde, Corea del Sur se había
convertido en un gigante industrial con la decimocuarta economía más grande del
mundo, corporaciones multinacionales, exportaciones considerables de
automóviles, equipo electrónico y otras manufacturas sofisticadas, y un ingreso
per capita cercano al de Grecia. Y no sólo eso: estaba en camino de
consolidar instituciones democráticas. No habían ocurrido tales cambios en
Ghana, cuyo ingreso per capita era ahora casi quince veces menor al de
Corea del Sur. ¿Cómo podía explicarse esta extraordinaria diferencia en el
desarrollo? Sin duda, muchos factores entraron en juego, pero me parecía que la
cultura debía constituir gran parte de la explicación. Los coreanos del sur valoraban
la frugalidad, la inversión, el trabajo duro, la educación, la organización y
la disciplina. Los ghaneses tenían valores diferentes. En pocas palabras, las
culturas cuentan.
Bien puede haber
algo de interés en esta comparación sugestiva (tal vez incluso una verdad
fragmentada arrancada de su contexto), y el contraste demanda un examen
probatorio. Mas la secuencia causal, utilizada a la manera de la explicación
arriba citada, es extremadamente engañosa. Existían muchas diferencias
importantes —además de la predisposición cultural— entre Ghana y Corea en los
sesenta, cuando le parecían tan similares a Huntington, excepto por la cultura.
En primer lugar, las estructuras de clase en ambos países eran bastante
diferentes, y Corea del Sur tenía una clase comerciante mucho más grande con
una participación más activa. En segundo lugar, la política era muy diferente
también, y el gobierno de Corea del Sur estaba dispuesto y ansioso por
desempeñar un papel primordial para dar inicio a un desarrollo centrado en los
negocios, bajo una modalidad que no era aplicable en Ghana. En tercer lugar, la
estrecha relación entre la economía coreana y la japonesa, por un lado, y
Estados Unidos, por el otro, fue determinante, al menos durante las primeras
etapas del desarrollo coreano. En cuarto lugar —y tal vez esto sea lo más
importante—, para la década de 1960 Corea del Sur había alcanzado un nivel
educativo mucho más alto y un sistema escolar mucho más extendido que el de
Ghana. Las transformaciones en Corea se habían originado durante el periodo
posterior a la Segunda Guerra Mundial, en gran parte gracias a una firme
política pública, y no se podrían ver tan sólo como un reflejo de la antigua
cultura coreana.
Con base en el
ligero escrutinio ofrecido, es difícil justificar ya sea el triunfalismo
cultural a favor de la cultura coreana, o el pesimismo radical sobre el futuro
de Ghana que la confianza en el determinismo cultural parecería sugerir.
Ninguno de ellos podría derivarse de la comparación apresurada y carente de análisis
que acompaña el diagnóstico heroico. Sucede que Corea del Sur no se apoyó
únicamente en su cultura tradicional. Desde la década de 1940 en adelante, el
país atendió deliberadamente a las lecciones del extranjero con el fin de
utilizar la política pública para impulsar su atrasado sistema educativo.
Y Corea del Sur ha
seguido aprendiendo de la experiencia global incluso hasta hoy. A veces las
lecciones han provenido de experiencias de fracaso, y no de éxito. Las crisis
del este asiático que han abrumado a Corea del Sur, entre otros países de la
región, hicieron manifiestas algunas de las penalidades de no contar con un
sistema político democrático plenamente funcional. Tal vez cuando las cosas
avanzaron más y más en conjunto, la voz que la democracia otorga al más débil
no se extrañó de inmediato, pero cuando sobrevino la crisis económica, y los
coreanos fueron divididos y vencidos (como sucede típicamente en tales crisis),
los nuevos depauperados echaron en falta la voz que la democracia les habría
dado para protestar y para exigir un desagravio económico. Junto con el
reconocimiento de la necesidad de prestar atención a los peligros de una
recaída y a la seguridad económica, el asunto más vasto de la democracia en sí
se convirtió en el foco de atención predominante en la política de la crisis
económica. Esto ocurrió en los países afectados por las crisis, como Corea del
Sur, Indonesia, Tailandia y otros, pero además aquí se dio una lección global
sobre la manera específica en que la democracia contribuye a ayudar a las
víctimas del desastre, y sobre la necesidad de pensar no sólo en el
"crecimiento con equidad" (el viejo lema coreano), sino también en la
"caída con seguridad".
Asimismo, la condena
cultural de los prospectos de desarrollo en Ghana y otros países africanos es
simplemente pesimismo apresurado con poco fundamento empírico.
Para empezar, no
toma en cuenta lo rápido que muchos países —incluida Corea del Sur— han
cambiado, en lugar de permanecer anclados a ciertos parámetros culturales
fijos. Las verdades a medias y mal identificadas pueden ser terriblemente
falaces.
INTERDEPENDENCIA Y
APRENDIZAJE
Si bien la cultura
no opera en forma aislada respecto de otras influencias sociales, una vez que
la colocamos en la compañía adecuada, puede ayudarnos a iluminar en gran medida
nuestra comprensión del mundo, incluido el proceso de desarrollo y la
naturaleza de nuestra identidad.
Permítaseme
referirme de nuevo a Corea del Sur, que tenía una sociedad mucho más educada y
cultivada que la de Ghana en los años sesenta (cuando ambas economías le
parecían a Huntington tan similares). El contraste, como ya se ha mencionado,
era sustancialmente resultado de políticas públicas implementadas en Corea del
Sur durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Sin duda, la
política pública de posguerra en torno a la educación también estaba influida
por rasgos culturales precedentes. Sorprendería que no existiera tal conexión.
En una relación de sustento mutuo, la educación influye sobre la cultura justo
como la cultura precedente tiene un efecto sobre las políticas educativas. Es
de notarse, por ejemplo, que casi todo país en el mundo con una fuerte
presencia de la tradición budista ha tendido a emprender un proceso
generalizado de alfabetización y educación con cierto entusiasmo. Esto es así
no sólo para el Japón y Corea, sino también para China, Tailandia y Sri Lanka.
De hecho, incluso un país tan empobrecido como Birmania [Myanmar], con un
espantoso registro de opresión política y abandono social, tiene un mayor
índice de alfabetización que sus vecinos en el Subcontinente Hindú. Considerado
desde un marco más amplio, es probable que haya aquí algo que investigar y de
lo cual se pueda aprender.
Sin embargo, es
importante subrayar la naturaleza interactiva del proceso en el cual el
contacto con otros países y el conocimiento generado por sus experiencias puede
transformar la práctica. Sobran indicios para decir que cuando Corea decidió
avanzar enérgicamente por medio de la educación al final de la Segunda Guerra
Mundial, estaba influida no sólo por su interés cultural en la educación, sino
también por una nueva comprensión del papel y la significación de aquélla,
basada en las experiencias del Japón y el Occidente, incluido Estados Unidos.
Las interrelaciones
culturales, situadas dentro de un marco amplio, proporcionan en verdad una
perspectiva útil para nuestro entendimiento. Esto contrasta tanto con el
abandono total de la cultura (ejemplificado por algunos modelos económicos), como
con el privilegio de la cultura en términos de aislamiento e inmovilidad (como
se observa en algunos modelos sociales de determinismo cultural). Debemos ir
más allá de ambas posturas e integrar el papel de la cultura a otros
aspectos de nuestra vida.
LA GLOBALIZACION
CULTURAL
Ahora debo pasar a
lo que parecería una consideración contradictoria. Cabe preguntar: al alabar la
interacción entre los países y la influencia positiva de aprender de los otros,
¿no estoy desatendiendo la amenaza que las interrelaciones globales plantean a
la integridad y la supervivencia de la cultura local? Es posible sostener que,
en un mundo tan dominado por el "imperialismo" cultural de las
metrópolis occidentales, sin duda la necesidad básica radica en fortalecer la
resistencia, y no en darle la bienvenida a la influencia global.
Permítaseme decir,
en primer lugar, que no hay contradicción alguna. Aprender de los otros implica
libertad y buen juicio, no estar abrumado y dominado por influencias externas
sin tener otra opción, sin un espacio para ejercer la propia libertad y los
deseos propios. La amenaza de verse avasallado por el poder superior del
mercado de un Occidente opulento, que tiene una influencia asimétrica sobre
casi todos los medios, trae a colación un asunto del todo distinto. En
particular, no contradice de ninguna manera la importancia de aprender de los
otros.
Pero ¿cómo habríamos
de considerar la invasión cultural global en sí misma como una amenaza a las
culturas locales? Hay aquí dos cuestiones de particular relevancia. La primera
se relaciona con la naturaleza de la cultura de mercado en general, ya que ésta
es parte y parcela de la globalización económica. Aquellos que encuentran
vulgares y empobrecedores los valores y las prioridades de una cultura
relacionada con el mercado (muchos de quienes adoptan esta posición pertenecen
al mismo Occidente) tienden a considerar la globalización económica como algo
objetable en un nivel muy básico. La segunda cuestión tiene que ver con la
asimetría de poder entre Occidente y otros países, y la posibilidad de que esta
asimetría pueda llevar a la destrucción las culturas locales —una pérdida que
podría empobrecer culturalmente a las sociedades no occidentales. Dado el
constante bombardeo cultural que proviene en gran medida de las metrópolis
occidentales (desde MTV hasta el Kentucky Fried Chicken), existe
el temor genuino de que las tradiciones nativas puedan ahogarse en el
estruendo.
Las amenazas a las
viejas culturas nativas en el mundo globalizado de hoy son, hasta cierto punto,
inevitables. No es fácil resolver el problema deteniendo la globalización de
los negocios y el comercio, pues las fuerzas del intercambio económico y la
división del trabajo son difíciles de resistir en un mundo basado en la
interacción. La globalización suscita, por supuesto, otros problemas también, y
sus efectos en materia de distribución han recibido numerosas críticas
recientemente. Por otra parte, resulta difícil negar que los negocios y el
comercio globales puedan acarrear —como lo predijo Adam Smith— una mayor
prosperidad económica para cada nación. El desafío consiste en obtener los
beneficios de la globalización sobre una base participativa. Este asunto
fundamentalmente económico (que he intentado abordar en otros lugares) no tiene
por qué entretenernos, mas existe una cuestión relacionada con él dentro del
campo de la cultura, a saber: ¿cómo incrementar las opciones reales —las
libertades sustantivas— que tienen las personas a través del apoyo a las
tradiciones culturales que quieran preservar? Esta preocupación no puede ser
menos que capital en cualquier esfuerzo de desarrollo que traiga consigo
transformaciones radicales en la forma de vida de las personas.
En realidad, una
respuesta natural al problema de la asimetría debe tomar la figura del
fortalecimiento a las oportunidades de la cultura local, de manera que ésta sea
capaz de defender lo suyo contra una invasión opresiva. Si los valores ajenos
predominan gracias a un mayor control de los medios, sin duda una política de
resistencia implica la ampliación de la infraestructura que corresponde a la
cultura local, con el fin de que se presente la propia producción, tanto a
nivel local como más allá de las fronteras. Ésta es una respuesta positiva,
antes que una tentación —una tentación muy negativa— de proscribir la
influencia exterior.
En última instancia,
la piedra de toque de ambas cuestiones debe ser la democracia. La necesidad de
un proceso participativo de toma de decisiones sobre la clase de sociedad en
que la gente quiere vivir, un proceso basado en la discusión abierta —con las
oportunidades adecuadas para la expresión de posturas minoritarias—, debe ser
un valor bien difundido. No podemos, de un lado, querer la democracia y, de
otro, excluir ciertas opciones basándonos en argumentos tradicionalistas, por
su "extranjería" (sin importar lo que la gente decida, de manera
informada y reflexiva). La democracia no es consistente si las opciones de los
ciudadanos quedan eliminadas por las autoridades políticas, por las
instituciones religiosas o por los grandes guardianes del gusto, no importa qué
tan indecorosa consideren la nueva predilección. La cultura local puede en
verdad necesitar asistencia para competir en términos equitativos, y el
respaldo a los gustos de las minorías frente a la embestida externa puede
formar parte de la tarea democrática de abrir posibilidades, pero la
prohibición de influencias culturales de otros países no es coherente con el
compromiso adquirido con la democracia y la libertad.
Existe también un
asunto más delicado que se relaciona con esta cuestión y que nos lleva más allá
de la preocupación inmediata por el bombardeo de la cultura de masas
occidental. Dicho asunto tiene que ver con la forma en que nos vemos a nosotros
mismos en el mundo —un mundo que se halla asimétricamente dominado por la
preeminencia y el poderío occidentales. Por medio de un proceso dialéctico,
esto puede derivar de hecho en la inclinación por una postura agresivamente
"local" en el campo de la cultura, como una suerte de resistencia
"valiente" frente al dominio occidental. En un notable ensayo
titulado "What is a Muslim?" ["¿Qué es un musulmán?"],
Akeel Bilgrami ha señalado que las relaciones antagónicas a menudo llevan a la
gente a verse a sí misma como "el otro" —la identidad se define, así,
a partir de una diferencia empática que la separa de los occidentales.
Un dejo de esta "otredad" puede encontrarse en el surgimiento de
numerosas definiciones que caracterizan el nacionalismo cultural o político, el
dogmatismo religioso e incluso el fundamentalismo. Bajo su apariencia
beligerante en contra de Occidente, estos planteamientos dependen, en realidad,
de aquello que combaten —si bien en una forma negativa y opuesta. El verse a sí
mismo como "el otro" no hace justicia a la propia libertad ni a la
capacidad deliberativa. Este problema también se debe tratar de una manera que
sea coherente con los valores y la práctica democráticos, si éstos han de ser
considerados prioritarios. La "solución" al problema que diagnostica
Bilgrami no puede radicar en la "prohibición" de ninguna opinión
particular, sino en la discusión pública que clarifica e ilumina la posibilidad
de ser privado de la propia autonomía.
Finalmente,
mencionaré que una preocupación específica que aún no he abordado surge de la
creencia —a menudo implícita— de que cada país o colectividad debe mantenerse
fiel a su "propia cultura", sin importar qué tan atractivas resulten
las "culturas extranjeras" para los habitantes. Esta posición
fundamentalista no sólo impone la necesidad de rechazar la introducción de los
McDonald's y los concursos de belleza en el mundo no occidental, sino que
también impide gozar de Shakespeare, del ballet y hasta de los partidos de
críquet. Es obvio que esta posición, conservadora en extremo, ha de chocar con
la función y la aceptación de las decisiones democráticas, y no necesito
reiterar lo que ya he dicho sobre el conflicto entre la democracia y el
privilegio arbitrario de cualquier práctica. Pero he de señalar que dicha
postura también trae a colación una cuestión filosófica sobre la catalogación
de las culturas respecto de la cual Rabindranath Tagore, el poeta, ya había
lanzado una advertencia.
Dicha cuestión se
refiere a la disyuntiva entre definir la propia cultura a partir del origen
geográfico de una práctica, o bien a partir del uso y disfrute manifiesto de
esa actividad. Tagore (1928) mantenía, con gran fortaleza, una postura contraria
a la catalogación regional.
Cualquier producto
humano que comprendemos y disfrutamos se convierte al instante en nuestro,
dondequiera que tenga su origen. Estoy orgulloso de mi humanidad cuando puedo
reconocer a los poetas y los artistas de otros países como míos. Que se me
consienta sentir con un júbilo prístino que todas las glorias del hombre son
mías. –
Fuente: Letras Libres, 30-Noviembre-2004.
Traducción de Marianela
Santoveña
Estos fragmentos
corresponden al capítulo "How Does Culture Matter?", publicado
originalmente en el libro Culture and Public Action / The International
Bank for Reconstruction and Development, Stanford
University Press, 2004. La presente traducción es responsabilidad de Letras Libres. En caso de discrepancias con la versión original, esta última se tomará
por definitiva. Los datos, interpretaciones y conclusiones aquí expresadas no
necesariamente reflejan el punto de vista del Directorio Ejecutivo del Banco
Mundial, o de los gobiernos que representa. El Banco Mundial no garantiza la
exactitud de los datos incluidos en este trabajo.