Moralismo
Defensa de la moral o predominio de ella en una persona,
doctrina, época, obra, etc.
Actitud o doctrina que defiende y exalta los valores morales
(las normas de buena conducta establecidas en una sociedad, cultura, época o
grupo).
Actitud o tendencia a valorar y juzgar solo lo moral y lo inmoral
de algo o de alguien, reduciendo la posibilidad de otras maneras de entenderlo,
percibirlo o analizarlo.
El moralismo es una filosofía que surgió en el siglo XIX que
se ocupa de impregnar a la sociedad un cierto conjunto de valores morales,
generalmente de comportamiento tradicional, pero también de "justicia,
libertad e igualdad". (1)
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Qué son el moralismo y los
moralistas
El individuo moralista somete a tales criterios la vida de los que lo
rodean; saca su virtud únicamente de la denuncia de sus vicios. Pues el
moralista no pierde su tiempo en elogiar el bien, ni en los otros, ni siquiera
en él mismo; el beneficio indirecto -que él extrae de su postura, la de
denunciador del mal en general- le basta. Siempre ha sido así: aquel que
delataba a la mujer adúltera para la venganza de los otros gozaba secretamente
de su propia superioridad.
Todorov,
autor de La conquista del otro, revisa en estas líneas los resortes del
moralista. Opuesto al que actúa dentro del campo de la moral, el moralista
busca y crea en los otros el blanco de juicios descalificatorios ajenos a la
objetividad. El autor se detiene en el caso de la Francia actual, frente al
resurgimiento de la neoderecha y los juicios selectivos de la izquierda.
¿Qué es el moralismo? Es la lección moral dictada a los
otros, de la cual quien dicta la lección se siente orgulloso. Ser moralista no
quiere decir en absoluto ser moral. El individuo moral somete su propia vida a
los criterios del bien y el mal, que rebasan sus satisfacciones o placeres.
El individuo
moralista somete a tales criterios la vida de los que lo rodean; saca su virtud
únicamente de la denuncia de sus vicios. Pues el moralista no pierde su tiempo
en elogiar el bien, ni en los otros, ni siquiera en él mismo; el beneficio
indirecto -que él extrae de su postura, la de denunciador del mal en general-
le basta. Siempre ha sido así: aquel que delataba a la mujer adúltera para la
venganza de los otros gozaba secretamente de su propia superioridad. El
moralista se parece, entonces, a aquel a quien se llama algunas veces el
fariseo, si se pone el acento menos en su ocasional hipocresía, o en su
formalismo, que en su tendencia a juzgar a su prójimo con severidad. El
moralista vive en la buena conciencia, está animado de lo que se llama en
inglés self righteousness; como complemento de ello, vigila meticulosamente las
faltas de los otros.
El moralismo
convertido en fuerza política se moldea en las tradiciones culturales de cada
país y se reviste, por lo tanto, de formas diversas. En la Europa latina y
católica, se ve la tara del moralismo en otra parte (lo cual es en sí una forma
de moralismo), sobre todo en los vecinos del norte, germánicos o protestantes:
se trata, en el sentido peyorativo, del “espíritu puritano”. En nuestros días,
los europeos reunidos constatan, entre divertidos y consternados, que este
espíritu puritano reina todavía en los Estados Unidos, y sea cual fuere la
obediencia política de sus portadores: la izquierda convertida a lo
“políticamente correcto” no es menos moralista que la derecha conservadora que
abruma al presidente del país por sus locuras conyugales y por la dificultad
que experimenta para confesarlas en la plaza pública.
Francia posee,
sin embargo, su propio moralismo, y es el que me interesa en este momento. Este
moralismo tiene una historia compleja, pues los principios morales a los cuales
se refiere han evolucionado en el curso del tiempo. En efecto, el moralismo
tiene necesidad de apelar a los valores aceptados poco más o menos por todos.
Es bien sabido que, hasta una cierta época, estos valores eran definidos por la
iglesia católica; el moralismo tenía, pues, una base religiosa. En la Francia
posrevolucionaria se afirmó progresivamente otro conjunto de valores,
republicanos y laicos, encarnados en quien instituyó la Tercera República,
emblema de abnegación y de lealtad. Al no poder la iglesia cristiana pretender
jugar el papel de directora de conciencia, y en agonía el espíritu laico por
esta misma razón, es a un nuevo conjunto de valores a lo que se refiere el
moralismo de ahora.
A diferencia del
moralismo cristiano, este último está claramente marcado en la izquierda. El
mal absoluto, del cual todo moralista tiene necesidad para poder arrojar el
oprobio sobre los que, a sus ojos, no se han alejado bastante de él, es tomado
aquí de la historia reciente, con el nazismo como su punto culminante; se deja
entonces designar por medio de términos como fascismo, racismo, antisemitismo.
Por el hecho de que se quiere de izquierda, el moralista no pone en el mismo
plano crímenes nazis y crímenes comunistas. La palabra “genocidio” no es nunca
aplicada a las masacres perpetradas en Rusia, en China o en Camboya; el
moralista exigirá el castigo de Pinochet, responsable de una dictadura
sangrienta, nunca el de Castro. Hoy, la ideología fascista y los regímenes que
la han encarnado son, de hecho, condenados por todos; es obvio entonces que la
persona que puede ser sospechosa de connivencia con ellos o con sus avatares
más recientes merece ser puesta en la picota. Su denunciador, como revancha,
puede enorgullecerse de cumplir un trabajo de salubridad pública.
En nuestros
días, los participantes directos de las fechorías nazis son cada vez menos,
aunque los últimos procesos por crímenes contra la humanidad le hayan dado
ocasión a los nuevos moralistas para dar pruebas de mucho heroísmo
retrospectivo. Queda siempre la posibilidad de volver a examinar el pasado y de
mostrar que los personajes tenidos habitualmente en gran estima se habían
comprometido en realidad, de cerca o de lejos, con los poderes fascistas; de
practicar, por lo tanto, una especie de delación póstuma. Por otra parte, el
reciente recrudecimiento de los movimientos de extrema derecha, asimilados para
la ocasión con el hitlerismo, ha permitido reactualizar estas acusaciones; la
peor sospecha que hoy se puede lanzar sobre alguien es la de “hacerle el juego
al Frente Nacional”.
La contaminación por el “fascismo” se persigue sea cual
fuere el número de etapas por las que haya que pasar para establecer la
conexión, y puede cumplirse sin saberlo el interesado: sus declaraciones de
intención son tenidas por nulas y no ocurridas. Para ilustrar estas modalidades
de la persecución moralista, se podría recordar el caso de Gilles Perrault,
bien conocido por sus compromisos de extrema izquierda, culpable sin embargo de
no haber denunciado con vigor suficiente a dos ex simpatizantes de los
negacionistas: Perrault se situó aquí en el cuarto grado con relación al crimen
original, y no está menos salpicado por el horror de éste. O también, el de los
críticos de arte, Jean Clair, Jean Philip Domecq, Benoit Duteurtre, que se
atrevieron a criticar el arte de vanguardia, pesadamente subvencionado por el
Estado: Hitler estaba contra las vanguardias artísticas, por lo tanto todos sus
críticos son criptohitlerianos. Algunos de ellos fueron además
“desenmascarados” al publicar en la revista Krisis, que reivindica los valores
de la derecha. O el caso de Taguieff, uno de los mejores analistas del racismo
y de la extrema derecha en Francia: su conocimiento íntimo del asunto terminó
por hacerlo sospechoso y, además, cometió también el error de participar en
debates contradictorios con autores que se declaran abiertamente de derecha y de
prestarse al juego peligroso del diálogo. O el de Alain Brossat, acusado de
negacionismo y, por qué no, de antisemitismo, por haber criticado la política
del Estado de Israel en relación con los palestinos…
El discurso de
los nuevos moralistas posee procedimientos retóricos y argumentativos. Su cita
favorita proviene de Brecht: “Siempre es fecundo el vientre de donde surge la
Bestia “, testimonio de que su compromiso neoantifascista se inscribe en una
larga tradición. Por la misma razón, emplean de buena gana términos como
“lucha”, “resistencia”, “vigilancia”, apropiándose así de los restos del
espíritu revolucionario, por otra parte en trance de quedarse desheredado en la
actualidad. Las deducciones toman a menudo en este caso la forma de un sofisma
por contiguidad, del que se infiere la identidad de dos sujetos a partir de un
atributo común: X es publicado por la editorial que ha publicado igualmente a
Y, el cual puede ser sospechoso de simpatías por la extrema derecha (el
racismo, el antisemitismo), entonces X… La información principal es con
frecuencia presupuesta en lugar de ser planteada, de manera que no se presta ni
a la verificación ni a la invalidación: más bien que “X es un nazi (un esbirro
de Vichy, un partidario de Le Pen)”, se dirá “La duda subsiste: ¿X era
colaboracionista?”
El procedimiento
más común, y de alguna manera fundador, es empero el del tercero excluido:
todos los que no son antifascistas como nosotros pueden ser sospechosos de
complacencia con el fascismo. Tal era ya, según se sabe, la táctica de los
comunistas en los años treinta, que les permitía camuflarse de nobles
antifascistas. Su consecuencia es la demonización sistemática del adversario:
todo contacto con el mal es de inmediato juzgado como máxima, y prolongado al
conjunto del cuerpo en cuestión (el Frente Nacional y fascista de un extremo a
otro). La única actitud apropiada ante semejante enemigo sería la guerra
(civil); todo intento de introducir matices es una traición.
El nuevo
moralismo no está oficialmente ligado con el Estado ni las instituciones; sus
presas no corren el riesgo, como antes, de ser perseguidas por la Inquisición,
ni de caer en prisión, ni de ver quemados sus libros. Es en los medios de
comunicación donde se ejerce, antes que nada, el nuevo moralismo, incluso si en
ocasiones puede alcanzar las salas de audiencia de la justicia o tomar la forma
de un libro. Pero no hay que subestimar el poder de los medios de comunicación:
un individuo acusado de complicidad (se preferirá decir: de colaboración) con
el mal tendrá bastantes dificultades para defenderse, de lavarse de las
acusaciones que se apoyan en los valores unánimemente aprobados. Como dice
Taguieff: “en el espacio público de la democracia moderna, la condena a muerte
social se logra por medio de la máxima difusión del acta de acusación”; es por
eso que la posición del periodista le conviene idealmente al nuevo moralista.
Acusación vale aquí como condenación, y no se debilita en absoluto por la
publicación, tres semanas más tarde, de una rectificación o de la carta de un
lector disonante. La denuncia pública se transforma en señal de que la caza de
brujas ha comenzado. El ostracismo social, los estigmas de la sospecha no son
menos eficaces que las antiguas formas de represión, aun si son menos brutales.
Podría decirse
que las prácticas de los nuevos moralistas no suscitan forzosamente la
admiración, pero que no obstante son necesarias, en la medida en que permiten
contener y combatir un mal todavía más grande. Pero tal argumento no resiste el
examen. Se puede partir de esta simple constatación: desde que los moralistas
hacen estragos, la extrema derecha no ha dejado de consolidarse y reforzar sus
posiciones; el fracaso de esta estrategia es patente. La razón de su ineficacia
está en su maximalismo: a fuerza de calumniar al enemigo, produce un cuadro que
no se parece ya al modelo y no resulta, por lo tanto, creíble. Por detestable
que sea su ideología, el Frente Nacional no es ni un resurgimiento del nazismo,
ni una organización terrorista; es el portador de reivindicaciones múltiples,
entre las cuales algunas merecen menos desprecio que otras.
Se puede
preguntar, por añadidura, si el debilitamiento de este enemigo es realmente el
fin de los moralistas. Todo ocurre como si una cierta prensa de izquierda
hiciera todo lo que puede para afirmar la importancia de la extrema derecha,
asegurándose de la cobertura detallada de sus menores gestos. ¿Quién habría
oído hablar jamás de los oscuros escritos negacionistas sin la constante
publicidad que les garantizan sus denunciadores? Éstos exigen hoy que los
negacionistas sean perseguidos por crímenes contra la humanidad, puesto que los
criminales originales ya han sido juzgados: ¿no es un honor insigne? Y es que,
si desapareciera el peligro “neofascista” o “neonazi”, ya no habría necesidad
de combatientes “neoantifascistas”. Así como la izquierda en su conjunto tiene
interés en que el Frente Nacional se mantenga y sea relativamente fuerte, para
legitimar sus posiciones y debilitar a la derecha; así los moralistas tienen
interés en que la extrema derecha siga viva; ellos contribuyen a su manera.
Y lo que es más,
como esto ocurre a menudo cuando el mundo está dividido en dos bloques
mutuamente excluyentes y forzosamente simétricos, el remedio no siempre es
mejor que la enfermedad. El extremismo antiextremista es, a pesar de todo, un
extremismo. “A Le Pen una bala, al fin una ráfaga” es una consigna
neoantifascista que no tiene nada que envidiarle, en su radicalismo, al mal que
combate. En nombre de la lucha contra la exclusión, se excluye de buena gana a
quienes no piensan como nosotros. Ahora bien, para combatir eficazmente a la
extrema derecha, no basta lanzarle invectivas; más vale conocer sus ideas y sus
argumentos, y refutarlos con otros, que sean mejores. Lo cual, por lo demás, no
bastará para liquidarla, pues sus ideas no son más que una de las razones que
atraen hacia ella a los electores; otras son la necesidad de identidad
colectiva, de seguridad personal, de protesta radical.
¿Quiere eso
decir, por lo tanto, que la simetría es perfecta, que el antirracismo es tan
culpable como el racismo, que los neoantifascistas no valen más que los
neofascistas? No, pues eso sería comparar lo incomparable. Los actos racistas
se multiplican todos los días y sus víctimas los sufren en su cuerpo y en su
dignidad. Los desbordamientos neoantirracistas son una forma de discurso con el
que sufre la reputación de unos cuantos individuos. ¿Quién se atrevería a
comparar a los verdugos de las cámaras de gas con los antinegacionistas
demasiado celosos? Pero es un hecho que, en principio, esta forma de combate
fortalece al adversario en lugar de debilitarlo y que, al mismo tiempo, atrofia
el debate público antes que vivificarlo.
En verdad, en
materia de elecciones existenciales o políticas, el tercero no está
habitualmente excluido, ni siquiera el cuarto, incluso el quinto… No se está
obligado a elegir entre simpatizar con los asesinos o lanzar gritos de alegría
cuando reciben la inyección mortal. Lo contrario de un mal no es forzosamente
un bien; puede ser otro mal. Es posible estar en desacuerdo con los nuevos
moralistas, sin por ello convertirse en antisemita, negacionista, xenófobo,
racista, fascista o lepenista. ¿No estoy entonces en trance de unirme a la
familia moralista por el hecho mismo de que me excluyo de ella y de que la
condeno? Semejante conclusión tendría como corolario la renuncia a toda crítica
de la vida pública. Sobre todo, no hay ninguna razón para asimilar la
estigmatización pública de las personas con el examen crítico de una opinión o
de una ideología; se pueden condenar las ideas o los actos sin jamás postular
que sus agentes se reduzcan a ellos por entero.
Un precepto para
el próximo siglo podría ser: comenzar por combatir, no el mal (en los otros) en
nombre del bien (que nosotros detentamos), sino la confianza de quienes
pretenden saber siempre dónde se hallan el bien y el mal; no al diablo sino -en
principio- a los maniqueos. (2)
por
Tzvetan
Todorov.
Fuente:
1)- Diccionario
Español.
2)- Contra info, Comunicación Alternativa, Letras libres, por Tzvetan Todorov, Julio
1999. Traducción de David Huerta.