EL PAÍS
Historias, necesidades
y rebusques de la pobreza que se multiplica en Buenos Aires
Los nuevos olvidados de la ciudad
En
tres años de gobierno de Cambiemos, la indigencia se duplicó en Buenos Aires y
llegó a 198 mil personas. Una recorrida por la ciudad deja ver más gente en
situación de calle, más demanda en comedores y hogares, nuevos cartoneros y
vendedores ambulantes.
Por Laura Vales
Imagen: Bernardino Avila
José Rojas llega
al mediodía a la zona de la Plaza de Mayo, donde elige uno de los locales de
venta de comida al peso y se para en la puerta. Bien afeitado, con el pelo
prolijo, una remera por la que pasó, visiblemente, una plancha, con la mochila
al hombro, bien podría ser tomado por un turista, alguien que viene del
interior de vacaciones a la Capital.
Pero no pasea.
De la mochila saca una caja de biromes, que ofrece discretamente a los que
entran y salen del local, a razón de tres lapiceras por veinte pesos. Al local
elegido el jueves entraban en busca de su almuerzo trabajadores de los
ministerios, empleados bancarios y de otras oficinas varias. Algunos le
compraban; otros le dejaban unas monedas del vuelto.
Rojas es uno de
los 98 mil nuevos indigentes que ganó la Ciudad de Buenos Aires en los últimos
tres años, los que lleva Mauricio Macri en la administración nacional y Horacio
Rodríguez Larreta como jefe de gobierno porteño. Nuevo porque hasta hace poco
hacía trabajos de zanjeo para una contratista de Edesur, concesionaria muy
presente en la consideración del público estos días de tarifazos y apagones.
Nuevo, también,
porque no es estrictamente un despedido. En su caso, comprobó duramente que
conseguir trabajo no implicaba que las cuentas cerraran. “Entré a la empresa
con una oferta de 7 mil pesos por quincena, pero nunca llegaron a pagarme
más de 4500”, cuenta a PáginaI12. Porque una vez que empezó a trabajar,
encontró que el pago era a producción, que tenía que costearse el viaje hasta
el lugar del zanjeo y que el almuerzo de la jornada no estaba incluido. Total,
que ganaba unos 300 pesos por día y entre pasajes y comida gastaba gran parte.
Y eso suponiendo que comiera lo mínimo, que se llevara una vianda o algo para
acompañar un mate cocido. Por día, cuenta, le quedaban libres unos 200 pesos o
poco más para una casa en la que tiene cinco chicos.
“Siempre me
faltaba para el pasaje”, concluye. Así fue que pasó a la venta ambulante. Se
organiza de la manera más básica: al llegar compra una caja de biromes y se
para en la puerta del local. Cuando termina de vender la primera caja usa el
dinero reunido para comprar la segunda. Cuando termina de vender la segunda
puede volver a su casa.
Así puede volver
con 400 pesos: le funciona mejor. Porque tiene menos pasaje y a veces consigue
un almuerzo de arriba. “Por lo menos pago la comida de mi casa.”
Su caída a la
franja de los que están peor, los que no cubren siquiera una canasta
alimentaria, incluyó más de una variable. Trabajo hiperflexibilizado, suba del
precio de los alimentos, aumento de las tarifas de transporte, caída brutal del
poder de compra del salario, licuación de la Asignación Universal por Hijo.
Rojas tiene vivienda, tiene oficio en la construcción, tiene sólo 34 años –una
edad en la nadie puede considerarlo poco empleable–. Lo que no tiene es el piso
más básico de ingresos.
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El dato se
conoció a mitad de la semana pasada. En los tres años de gobierno Cambiemos, en
Buenos Aires se duplicó la indigencia.
Entre el tercer
trimestre de 2015 y el de 2018, con una cantidad de hogares y de personas casi
iguales (hay 9 mil hogares menos y 15 mil personas más), en la ciudad más rica
del país se pasó de 100 mil indigentes a 198 mil: un 98 por ciento más.
A su vez, los
pobres no indigentes también treparon un 40 por ciento. Los pobres e indigentes
representan actualmente el 21 por ciento de la población, mientras que en 2015
eran el 14 por ciento.
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“A los hogares
para personas en situación de calle está llegando mucha más gente. Hay más
demanda de todo: de comida, de remedios, de un lugar donde poder bañarse.
Algunos son incluso vecinos del barrio que no están en situación de calle, pero
que necesitan.”
El que habla es
Horacio Avila, director de Proyecto Siete, organización que gestiona el Centro
de Integración Monteagudo (un hogar para hombres, en Parque Patricios), el
Hogar Frida (para mujeres cis y trans, algunas con niños) y el Centro Che
Guevara (una casa de atención y acompañamiento comunitaria, en Barracas). Avila
es militante, y dentro de la militancia uno de los que más conoce sobre
indigencia en la CABA. Por historia de construcción y personal: en el 2001 la
crisis lo dejó en la quiebra y sin casa y lo mantuvo durante siete años
viviendo en la calle, de la que salió para armar la primera organización para
los sin techo integrada por personas en situación de calle. Desde entonces
sigue trabajando en el tema.
“En la calle hay
un montón de gente nueva, que claramente no vienen del circuito de haber estado
en situación de calle”, dice a este diario. Asegura que ranchadas nuevas hay en
todas las comunas. Aunque la exclusión afecta a gente de cualquier edad, nota
que “hay una franja de personas de entre 30 y 40 años que es la más visible. La
mayoría son nuevos”.
Bernardino
Avila
Mientras la
indigencia se duplicó, la pobreza creció un 40 por ciento en la ciudad más rica
del país.
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Un grupo de
cartoneros nuevos se instaló en la vereda del Cabildo. Ahí juntaban papel,
aprovechando el descarte de las oficinas públicas. Estuvieron varios días, sin
tomarse en serio las advertencias de los funcionarios públicos de que buscaran
otro lugar, hasta que llegó un camión, a la noche, para decomisarles todo:
carros, papeles, los bolsones que usaban para el trabajo. Los coordinadores de
la Ciudad que se ocupan de la presencia de los recicladores urbanos recibieron
una orden clara: que se vayan donde no se vean.
Y es que el
microcentro acumuló por la crisis una superposición de cartoneros. A los
organizados en cooperativas se agregaron las camadas de recién llegados en
busca del recurso más a mano para sobrevivir. “Hay mucho pibe de 25, 35 años.
Vienen a las tres de la tarde, cuando de las oficinas sacan la basura”, cuenta
Juan Esteban, de 32 años, integrante del Movimiento de Trabajadores Excluidos y
desde hace siete años reciclador regularizado, lo que le da derecho a cobrar un
presentismo de 6 mil pesos y acceder a una obra social. “Los ves con bolsones,
con carritos, con mochilas... con lo que sea”. Buscan cómo ingresar a las
cooperativas, pero el gobierno de la Ciudad –aseguran los más antiguos–
mantiene los cupos cerrados. Sólo hay altas o nuevos ingresantes en el caso de
que haya una baja.
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El Programa de
Atención a Inquilinos de la Defensoría del Pueblo está atendiendo unas cien
consultas por semana. El 40 por ciento son de personas que están atravesando
problemas para pagar el alquiler. Esto los obliga a pensar en la rescisión
anticipada de los contratos, motivo recurrente de las consultas.
En el organismo
señalan que, como nunca en la historia, los inquilinos están dejando el 50 por
ciento de sus ingresos en el alquiler, sin contar las expensas y los servicios.
La media histórica, apuntan, era del 25 por ciento. Y el panorama para este año
no es mejor, ya que la falta de controles reales y efectivos por parte del
Estado es regla.
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La pauperización
no es un fenómeno que se limite a los sin techo o a la irrupción de cartoneros
en el centro. En un reflejo que recuerda al nacimiento de las asambleas en el
2001, en los barrios aparecen grupos de vecinos que buscan estrategias para dar
de comer. Alejandra Castro, residente del Bajo Flores, integra el grupo Morfe y
Lealtad, nacido hace justo un año ante las necesidades crecientes de alimentos.
“Empezamos en
marzo del año pasado, juntando útiles y zapatillas para los chicos que veíamos
que no empezaban la escuela porque no tenían cómo calzarse. Veíamos además
muchos adolescentes en situación de calle y de consumo, tirados en los
pasillos. Pero una vez que comenzamos, nos dimos cuenta de que había muchos
vecinos que teniendo una vivienda ya no tenían ingresos: albañiles, mujeres que
trabajaban limpiando, costureros”, contó Castro.
Con los vecinos
inventaron una olla popular ambulante que los domingos empezó a hacer
recorridas casa por casa. “Fue muy duro el invierno. Organizamos la olla los
domingos porque los comedores abren de lunes a viernes y había gente que,
llegado el fin de semana, se quedaba sin comer. Muchos se sumaron a cocinar,
empezamos diez y llegamos a ser unos cincuenta. Los docentes nos ayudaron con
mercadería y con sus autos para trasladar las ollas. Es decir que arrancamos
con la idea de hacer algo por los chicos que veíamos en situación de calle y de
adicción y terminamos repartiendo comida a las familias”.
El grupo está
ahora juntando útiles escolares para el nuevo comienzo de las clases, para lo
que tiene un mail de contacto: castroalejandra23@gmail.com.
“Estamos en un
receso con la olla porque necesitábamos un descanso, pero es angustiante,
porque algo que descubrimos haciendo las recorridas es que los comedores
generalmente tienen una fecha de inscripción, y que si te quedaste sin trabajo
a mitad año lo más seguro es que entres a una lista de espera. No criticamos a
los comedores, que hacen más de lo que pueden. Cuestionamos que no reciban
insumos actualizados a la creciente necesidad”.
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Las
organizaciones sociales registran mayores niveles de marginalidad y violencia.
Vanesa Escobar integra la Red Puentes, del Movimiento Popular La Dignidad, que
trabaja con personas atravesadas por una doble vulneración: el consumo
problemático de sustancias y la situación de calle. La red tiene Casas de
Atención y Acompañamiento Comunitario en La Boca y el Abasto. En ellas, cada
semana están llegando de quince a veinte personas nuevas.
“Se está
viviendo un clima pesado. Las situaciones de marginalidad no sólo atraviesan al
joven que consume, sino que además llegan con situaciones familiares más
graves, porque la madre perdió el trabajo. La policía está más brutal, con
detenciones en la calle y aparecen escenas de linchamiento. Obviamente,
conseguir un subsidio habitacional es imposible, los paradores están todos con
listas de espera. Ha reaparecido el consumo de las drogas de crisis, como el
Poxirán o el jaleo de nafta, que veíamos como algo del pasado, pero resurgen en
la medida que la situación se pone más difícil. Hay mayores niveles de
violencia en los delitos. Todo se vuelve más terrible cuando los circuitos que
hacen posible sobrevivir se saturan o no funcionan. Se buscan otras
estrategias, y estas son las que se están encontrando”.
Fuente: diario Página 12, El País, Los
nuevos olvidados de la ciudad, Laura Vales, 4 de febrero de 2019.