CUENTO
El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo
escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus
soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un
ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba
una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él,
por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres
meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda
hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva
e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un
poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos,
columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio
encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las
altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una
pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono
hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor,
Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre
sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar
en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo
un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días;
Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el
brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda
ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado,
redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron
retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni
decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia
estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la
puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me
explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor.
Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la
muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno
silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán
vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar
de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus
pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo
de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener
alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a
ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino
mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó
de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices
y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida
de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al
verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró
la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta
confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más
porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que
tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron
inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose
día a día, hora a hora, sin
saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros
desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló
Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su
delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las
primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad. Perdió luego el conocimiento. Los dos días
finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se
oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los
eternos pasos de Jordán amanecía lívida, en
síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas
alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en
la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no
la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama,
ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente
por la colcha.
Alicia murió, por fin. La
sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz
baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se
dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que
había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la
sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo
Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero
enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin
saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz
ronca.
-Pesa mucho -articuló la
sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba
extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó
funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio
un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas
velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan
hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia
había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor
dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su
desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue
vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves,
diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones
proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable,
y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
Fuente: El Buen Librero, 7 mayo, 2014.