Testigo de un viaje a Malvinas
para darle un cierre al dolor de la guerra
A
38 años del conflicto, acompañé a un grupo de excombatientes en su regreso a
las Islas. Estar en Darwin, el cementerio argentino, es estremecedor. Cantar el
himno en el camposanto será inolvidable, tal vez el momento de mayor emoción de
esos días intensos.
Gobierno de San
Juan
Por Ariel Basile
El jueves 12 de
marzo los chicos todavía iban al colegio, el fútbol no se había suspendido, los
organizadores de LollaPalooza confirmaban que el show se hacía normalmente a
fin de mes. Apenas 20 días atrás el país (el mundo) era otro. El
coronavirus recién llegaba a la Argentina con casos aislados, pero no
estaba claro si sería apenas una cosa de chinos y del norte italiano. De todos
modos, ya comenzaban a circular ciertos temores, que con el correr de los días
se transformarían en políticas y restricciones.
Para mejor, no
iba sólo, era parte de un grupo que coordinaba el gobierno de San Juan,
que desde hace cinco años lleva a las islas a excombatientes y familiares de
caídos en 1982. Era vivir la experiencia de ellos, ser testigo de sus
emociones, verlos volver a los lugares en donde habían estado hace 38 años,
cuando eran pibes. El lugar que nunca más habían vuelto a pisar, pero que los
marcó para siempre. Malvinas, con más matices.
En la madrugada
del viernes aterricé en Río Gallegos. En el almuerzo y en la cena en Santa Cruz
empecé a conocer al grupo, que había salido de San Juan dos días antes. Muchos eran amigos entre ellos. De la vida.
Un hecho que marcaría la dinámica de todo el viaje. Un grupo extraordinario,
hombres grandes, que rondan los sesenta, pero que siguen siendo aquellos pibes.
El sábado al mediodía partimos rumbo a las Islas Malvinas.
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Piedras
¿Se verían desde
el avión tal cual la conocemos de los mapas? No. Al menos no en este vuelo. Se
ven fragmentos de los archipiélagos que uno acomoda a la silueta vista tantas
veces. Pero es apenas una impresión. Ganas de hacer coincidir. Poco después del
despegue en Santa Cruz el avión comenzaba su descenso. Están
demasiado cerca.
El aeropuerto es
una base militar, Mount Pleasant, construida después de la
guerra y que hoy tiene tantos habitantes como el resto de las islas. Hubo
advertencias de la delegación oficial. Precauciones para que ningún excombatiente
se desbordara. Es que con sólo llegar aparecen los primeros signos de
aquella derrota: el idioma, el sello en el pasaporte de “Falklands” o el
volante a la derecha. A eso podría haberse sumado un recibimiento
descortés de las autoridades aeroportuarias. Pero no ocurrió nada de lo
previsto: ni destratos, ni reacciones ante tanto símbolo británico. Ni llantos
incontenibles. Aunque ese era un prejuicio mío.
Los catorce
excombatientes, la hermana de un caído en el hundimiento al crucero
General Belgrano y otras diez personas nos repartimos en dos combis.
El trayecto hasta la capital Puerto Argentino es de poco más
de una hora. El mar siempre cerca y un paisaje árido, con esos montes llenos de
piedra, inhabitables, vistos en documentales o en recortes de revistas de la
época. En lo personal, no soy demasiado expresivo con los sentimientos, y nunca
me conmovieron los rituales patrióticos. Pero estar allí era movilizador. “Ese
es Monte Harriet”, dijo el chofer, un argentino con casi 20 años de
residencia en las islas. Monte Harriet, una batalla. De la saga final. Fue la
primera vez que llené el paisaje con soldados reales. Es fuerte, sí.
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Delante de mí
iba sentado Juan Leyes, el único que se quebró el traslado
aeropuerto-hotel. En Río Gallegos habíamos compartido
un café, donde me contó parte de su historia. Leyes no había querido ir en las
otras oportunidades. Rechazó el viaje cuatro veces y en la quinta aceptó. Treinta
y ocho años atrás estuvo en una trinchera frente a Puerto Argentino.
Setenta y dos días con frío, con hambre y con la sensación de que podía morir
en cualquier momento. Un miedo que se le hizo costumbre, decía. Cambiaba de
pozo cada dos o tres noches, porque en la turba, ese suelo insólito de
Malvinas, el agua sube aunque estés en la parte más alta. Por eso
lloraba, con cierta timidez. Los recuerdos de la guerra y de la vida al
regreso. Una posguerra dura para los excombatientes, que les dejó tantas marcas
como el silbido de las balas. Días
después, buscaría junto a Daniel Marzano, su compañero desde la colimba, el
lugar preciso donde ambos habían combatido los ataques ingleses. Cerrar la
puerta que dejamos abierta hace cuatro décadas, decía Marzano, ayudado por sus
compañeros a subir la cuesta. Una de las imágenes imborrables que me traje a
casa.
Al rato Leyes se
había recompuesto en la combi. Aceptaba unas galletas caseras que había
cocinado la esposa de Jorge López, quien el 2 de abril de 1982
estuvo en uno de los buques de desembarco. Galletas peruanas, aclaró. Y quedó
en pasar la receta (nunca lo hizo). Entonces volvieron las jodas de un grupo
que por momentos era como el de escolares en Bariloche. Chistes, uno tras otro.
Gastes entre ellos, con la confianza de saber hasta qué punto podían pinchar.
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La lógica del
grupo fue fantástica para compartir tantas horas y kilómetros. Hubo
respeto entre ellos en los momentos más duros, cuando los recuerdos volvían,
cuando reaparecían los amigos que ya no están. Pero nunca les faltaron las
ganas de pasar buenos momentos ni de reírse.
Al poco tiempo
de sumarme al grupo, me habían integrado, y pese a que siempre viaje como un
outsider, sin querer invadir, interfiriendo lo menos posible, sin querer tomar
testimonios inoportunos, me sumaron como si fuera uno más. Un plus que valió
doble.
Frío
El primer
contacto con Puerto Argentino fue una caminata solitaria. Para conocer ese
pueblo lleno de intrigas. Es pintoresco. Casas de colores, calles prolijas y
una linda vista en los atardeceres, donde el sol cae detrás de un monte y se
refleja en el agua, que allí parece un canal, ya que enfrente hay otro monte y
no se ve la lejana abertura que lleva a mar abierto. Todo tiene el tono
irremediablemente british. Las clásicas cabinas de teléfono rojo, los Land
Rover, las tabernas. Un estilo general. Me llamó la atención que pese a que era
una tarde agradable, no había nadie en la calle. Según un lugareño, se debía a
que era sábado y el movimiento empieza los lunes. Pero me sonó más a
una defensa de su lugar, como si no quisiera reconocer que los kelpers fueran
ermitaños o poco afectos a la vida social. Me terminé de convencer el
lunes, cuando tampoco había nadie caminando, más allá de quienes estaban en
colas de bancos o de supermercados.
Es cierto, el
frío es intenso incluso en marzo y el viento se oye todo el tiempo, aunque
estés entre cuatro paredes. En los montes hay que gritar para ser escuchado a
un metro de distancia. Quizás los moldeó el clima, pero los isleños no
son muy simpáticos, incluso en situaciones donde como cliente uno
debería estar en relación de fuerzas ventajosa. Te pueden cerrar la puerta en
la cara a las 17.59 si el cartel dice “Close 18”, o decirte “estás comiendo
mucho”, si le pedís un pan en la cena. Cosas impensadas en el continente, en
este lado del país. Sin embargo, no parece ser un sentimiento
antiargentino, sino más bien una forma de ser. Los chilenos, la mayor
inmigración en las islas, fueron más amables. Aunque quienes fueron en años
anteriores dijeron exactamente lo contrario. Cada cual con su experiencia.
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En el regreso al
hotel dejé un libro en un banco de una plaza que está frente
al mar. Un libro mío, de cuentos, que comienza con un relato ambientado en
Malvinas. En 2007 había ganado un concurso literario en España
con ese cuento (La Isla) y siete años después vio la luz en formato impreso.
Una acción cursi (acepto) y fallida. Otro huésped del hotel, un argentino que
no era del grupo, lo tomó y me lo dejó en la recepción tras reconocer mi cara
en la foto de la solapa. Lo mismo ocurrió al día siguiente, pero esta vez lo
encontró una funcionaria sanjuanina. Me dí por vencido y por supuesto
le dije que se lo quedara. A favor: recibí un vino de San Juan que
descorché al regreso en Buenos Aires, ya aislado por el coronavirus.
En el último día
en las islas fui al supermercado a comprar chocolates y otros obsequios. Logré
dejar un ejemplar en los anaqueles de libros sin que nadie lo percibiera.
Golpes
Llegar a Darwin,
al cementerio argentino, es estremecedor. Las cruces simétricas en medio de la
nada, creo, causarían impacto hasta en un turista sueco que no conoce nada de
la guerra. Para un argentino el efecto es multiplicado, y más cuando estás
acompañado de hombres que reconocen nombres en las lápidas. Cuelgan rosarios,
lloran. Hay un silencio que cala hondo. Darwin te atraviesa el pecho.
Es pensar en las muertes sin sentido, es restaurar la irresponsabilidad
política. Chicos de entre 18 y 20 años. Imposible no traer a nuestros
propios conocidos que hoy tienen esa edad. Imaginarlos con un fusil, comiendo
arroz frío cada tanto. Ahí se mezcla todo: cierto orgullo nacionalista,
de estar en un territorio sagrado, de héroes en rodeo ajeno, pero también ganas
de maldecir a un país. Esos chicos podrían estar disfrutando de sus
nietos, para caer en un lugar común. O haciendo cualquier otra cosa. Si
hubiesen nacido en cualquier otro lado. O, al menos, haber sido reconocidos
cuando volvieron. No en vano todos en algún momento lanzaron el dato de la cantidad
de suicidios, más caídos en la posguerra que en los campos de batalla.
También
reflorece en Darwin un sentimiento que había sobrevolado todo
el viaje entre los excombatientes: una culpa insólita por estar vivos. Los
héroes son ellos, no se cansaron de decir. Ellos son los muertos. El
momento de cantar el himno en Darwin será inolvidable, tal vez
el momento de mayor emoción de esos días intensos.
Para ese momento
del viaje ya teníamos la certeza de que el coronavirus no era una cosa china.
La visita a Darwin estaba planeada para el jueves y tuvo que adelantarse para
el martes a la tarde. La confirmación de que el vuelo a Río Gallegos
estaba suspendido obligó a buscar lugares para el miércoles en el avión que iba
a Córdoba. Sino, aún estaríamos en las Islas Malvinas, quién sabe
hasta cuándo.
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La idea original
era equilibrar las tensiones. De haberse llevado a cabo, el jueves, después de Darwin,
hubiésemos ido a una estancia, a una casa de té, para descomprimir el shock del
cementerio. Para el miércoles estaba pautado para una recorrida light por el
pueblo. Para el martes la agenda incluía la visita por la mañana a Monte
Longdon, escenario de las batallas más duras de la guerra, y una tarde
con un paseo por el mar sólo para quienes habían estado en barcos durante la
guerra. Allí, Alicia, hermana de Jorge, lanzaría una ofrenda al agua por su
hermano caído en el hundimiento al crucero General Belgrano.
Finalmente, con los cambios que nos trajo el Covid-19, el martes concentró
Monte Longdon, Darwin y el homenaje, que se trasladó a una orilla de Puerto
Argentino. Día de muchas emociones.
Homenajes
Monte Longdon es
una montaña de piedra a la que se llega a través de un camino de barro. Hace
mucho frío en ese mediodía de marzo, al sol. Allí hay restos de la guerra, y
las sensaciones oscilan entre la fascinación por los cañones, cocinas, rastros
de las bombas y de las trincheras que aún perduran, con la angustia de saber
que allí, de noche y en junio, la cosa debe haber sido inhumana. No
sólo por el clima en donde sólo pueden subsistir las piedras, sino también por
recordar las condiciones en las que estaban los soldados argentinos.
Cada cual vivió su guerra, de todos modos. Y opinan distinto entre ellos sobre
la comida, la ropa y el trato de los superiores. Las experiencias fueron
distintas. Algunos puntos de coincidencia rompen con el prejuicio progre de
este periodista que anda cerca de los cuarenta: estaban allí para cumplir con
una obligación, les tocó servir a la patria y lo hicieron con la mayor
responsabilidad; si no podían comer, no podían y punto; las botas podían ser
mejores, seguro, pero tenían esas, que les mojaban los pies. Tenían 18 años,
sí, eran jóvenes y podían aguantar mejor que uno de 30. Mejor estar ahí sin
hijos, eran los indicados para ir a Malvinas. Aunque al día de hoy le dolieran
los huesos. No reniegan, no maldicen a nadie, no era un destino
evitable.
Las cruces en la
piedra de Monte Longdon también golpean. Son, mayormente, en
homenaje a paracaidistas ingleses que eran recibidos con ráfagas de las
metralletas que se usaban contra los aviones.
El homenaje a
los caídos en el Belgrano fue el punto final de ese martes. Jorge, el hermano
de Alicia, no tiene tumba en Darwin. Su nombre aparece en la pared de mármol,
pero es el mar el lugar donde descansan los restos de las bajas en el ataque
inglés más letal. Una particularidad: Alicia se enteró en ese viaje que
su hermano se subió por pedido propio al Belgrano. Héctor Ludueña, amigo de su
hermano, le contó que al crucero habían enviado a otro compañero y que entre
ellos hicieron un enroque poco antes de abril del 82. A la inversa,
Héctor Naveda, el termómetro del grupo con sus chistes y sus quiebres, había
estado cuatro años en el Belgrano y se mudó en aquellos días al portaaviones,
donde sirvió luego en la guerra. Otros, como Walter Carrizo y Miguel Fernández,
lograron salir con vida de los torpedos del submarino Conqueror
y atravesaron una secuencia dramática antes de ser rescatados. Ahora estaba
allí todos juntos, mirando el mar, en el atardecer previo a la partida.
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Prisioneros
Las Islas
Malvinas tienen otros encantos, más cercanos al turismo tradicional, despojados
de la mirada histórica. Pingüineras, playas de arena blanca, un faro, buques
encallados de hace más de un siglo. Hubo tiempo para eso también, aunque
siempre aparece la guerra de fondo. Por ejemplo, en los carteles que advierten
que alguna playa sigue minada o en el paso por el aeropuerto de
Stanley, que hoy funciona para avionetas. Allí también hubo
reencuentros: algunos de los excombatientes habían estado ya sea al inicio de
la guerra, en entrada triunfal a Malvinas, o como prisioneros de los ingleses,
al final, antes de ser devueltos. De alguna forma, en la pista de Stanley
confluían las transformaciones personales.
Rodolfo Morales
fue uno de los hombres que había arribado a Malvinas vía ese aeropuerto. Allí
dice que podría encontrar el lugar donde Seineldín enterró un rosario el 2 de
abril. Lo dice con respeto. El aeropuerto le dispara todos los
recuerdos de la guerra. Combatió en Pradera del Ganso, cerca
de Darwin. Y cerca de la Bahía San Carlos, donde lograron desembarcar los
ingleses para empezar el avance hacia Puerto Argentino. No pudo volver
a su trinchera pero sí pudo dejarle un rosario a cada muerto de su regimiento.
Era su objetivo central.
Regreso
El martes nos
enteramos de la cancelación del vuelo a Santa Cruz y se
reacomodaron los itinerarios sobre la macha. Quizás haya salpicado la
experiencia más por las corridas y la incertidumbre de esas horas que por haber
resignado la visita a algún lugar. En definitiva, los viajes son de una semana
por una cuestión de frecuencias aéreas, sino serían de tres días. ¿Qué nos
quedó pendiente? De haber vuelto el sábado, hubiésemos ido al museo de
la guerra que estaba justo frente al hotel Malvina House donde nos alojamos.
La estancia en Pradera del Ganso ya había cerrado por el coronavirus. Y en
Monte Longdon nos faltó cruzar al cerro que se ubica enfrente, Tumbledown. La
batalla siguiente. Lugares similares en todo sentido.
El miércoles a
la tarde aterrizamos en Córdoba. Nos esperaban con
termómetros, alcohol en gel y una planilla para saber si habíamos tenido
contactos con personas o lugares de riesgo. Pasamos los controles sin
problemas. Luego, yo tomaría un segundo avión rumbo a Aeroparque. El
resto del grupo se subiría a un micro con destino a San Juan. A guardarse para
una cuarentena. Por las dudas.
Volver de Malvinas
casi cuatro décadas después; una nueva transformación, esta vez por las
historias personales que lograron cerrar. En cuanto a mí, volví feliz y
orgulloso de haber estado allí con ellos. Con menos prejuicios, sin dudas. Y
con muchas historias para contar.
Fuente: Diario Ámbito Financiero, 02 abril 2020.