Por Romina Martínez
Aunque el cine y
la literatura han contribuido a generalizar el pensamiento de que la vida en
ultramar era apasionante, lo cierto es que muchos de los que se
aventuraron a realizar algún viaje hasta tierras inhóspitas tuvieron una
travesía que hizo de su experiencia algo sumamente desapacible. No
fueron pocos los que iniciaron auténticos periplos en busca de nuevas
oportunidades que les hicieran prosperar económicamente, o aquellos que se
arrojaron a la aventura buscando, debido a su espiritualidad, nuevas tierras en
donde expandir su religión. La vida diaria en un galeón español era de
todo menos plácida, a sabiendas del grave peligro que corrieron
durante años al recorrer las diversas rutas que les conducían a las colonias
americanas o asiáticas. Pero ¿cómo era un galeón español? ¿Cómo se
desarrollaba la vida en su interior?
Un
galeón español era una embarcación de cierto empaque, ya que
comúnmente pesaba entre unas 500 a 1.300 toneladas. Con un
máximo de 60 metros de eslora, la vida a bordo solía realizarse en las
cubiertas del navío. Y es que si bien una embarcación de esas
dimensiones disponía de un amplio espacio en el interior, era
habitual que éste estuviera ocupado por todas las mercancías de primera
necesidad que fueran útiles para la travesía, además de animales que
proporcionaran alimentos frescos. Si a la mala ventilación de ese espacio se le
sumaba el excesivo contacto con la tripulación y pasajeros, los víveres
acumulados podían contaminarse y echarse a perder, perjudicando gravemente a
unos y otros. Es así como un galeón español de dimensiones corrientes
podía llegar a transportar un mínimo de 100 personas, entre los que se
encontraban tanto la tripulación (organizada jerárquicamente en base a su rango
y profesión) como los pasajeros de diverso origen y estatus social que por
fuerza estaban obligados a convivir en el mismo espacio después del “tiro de
leva”.
Independientemente de los
naufragios por temporales, era habitual la destrucción por fuego enemigo de los
galeones españoles. El hundimiento del galeón San José es un claro ejemplo de
ello, puesto que el célebre navío español acabó devastado por embarcaciones
ingleses en la Península de Barú. Ilustración de Samuel Scott.
La
coexistencia entre los pasajeros resultaba a veces harto
complicada. El hacinamiento al que eran sometidos los
que viajaban en el galeón suponía, a la postre, un verdadero problema. Y es que
las travesías, que solían prolongarse en el tiempo a causa de la distancia y de
algún que otro impedimento, favorecía que hubiera un peligro real de contraer
enfermedades. La cercanía de los animales domésticos y la presencia de
otros suponía la rápida propagación de pijos y de pulgas. Asimismo, la lógica
falta de higiene personal y la podredumbre de algunos alimentos implicaba que
con el paso del tiempo los pasajeros sufrieran gastroenteritis, tifus o
el temido escorbuto, enfermedad causada por no consumir fruta
fresca u hortalizas. Los esfuerzos por mantener limpios los navíos y las
batidas sistemáticas para erradicar las plagas de ratas y ratones ayudaban a
mitigar los daños, si bien parecían insuficientes. Si alguien
que viajaba en el galeón fallecía, su cuerpo se cubría con una
tela basta, se ataba a algún tipo de lastre y, luego de una pequeña ceremonia
de cierta solemnidad, se tiraba al mar.
Aunque
se tenía prohibido cometer algún delito o atropello a bordo, no siempre las
reglas se respetaban. Algunos pasajeros, funcionarios y mercaderes
principalmente, iban portando pequeñas fortunas y objetos muy valiosos. Ésto
propiciaba que aquellos menos disciplinados pudieran cometer algún hurto
que debía ser castigado por el capitán del galeón. La celeridad con la que las
condenas se hacían efectivas, además de la dureza del castigo según lo
establecido en el Libro del Consulado del Mar, eran
puntos a favor para él mismo, que con ello conseguía apaciguar ánimos y evitar
especialmente cualquier tentativa de desobediencia. En cuanto a otros
actos que podían ser objeto de corrección para el causante, estaban desnudarse,
jurar, blasfemar y amancebarse. Mal visto también estaba el implicarse
sexualmente con mujeres que viajaban con su familia o solas al
reencuentro de un esposo que previamente había partido para labrarse un futuro
en algún territorio allende los mares. Todo ello podía penarse en alta mar con
unos azotes, suspensión de salario o pérdida de bienes, o el ingreso en prisión
y el destierro una vez llegados a puerto. Las ejecuciones únicamente se
reservaban en casos muy graves.
Mapa de las rutas comerciales en
donde se aprecian los recorridos realizados por las embarcaciones españolas
durante varios siglos.
A la tranquilidad
y rutina que acompañaban los días que duraba la travesía se les sumaba las propias
limitaciones para distraerse. Además de las faenas a las que dedicaban
parte de su día los tripulantes del galeón, es sabido que el único instante en
el que disponían de cierta relajación de sus quehaceres era durante las
comidas. Dicho momento, que rompía perfectamente con la monotonía diaria, era
el preferido de una tripulación que contaba únicamente con dos raciones diarias
y, por tanto, de dos momentos al día para mantenerse ociosos. La
comida, más bien escasa, estaba basada en una dieta en donde lo más usual era
el arroz, las pasas, el tocino, la carne y el pescado (que se consumía
semanalmente), y la harina, con la que se realizaban las tortas o los
bizcochos. Y, por supuesto, mucho vino o vinagre con agua
cuando ésta, por la dureza de la travesía, empezaba a estropearse. A esta dieta
exigua se debía sumar las limitaciones de espacio, ya que al caer la noche, y
mientras el galeón surcaba los mares, pasajeros y tripulantes iban a descansar
eligiendo los mejores sitios que pudieran. No se dormía totalmente a la
intemperie pero sí costaba organizarse, más aún cuando las comodidades estaban
reservadas a algunos ilustres pasajeros, al capitán y a oficiales de alto rango.
Los pasajeros (y
muy ocasionalmente la tripulación) solían emplear su tiempo en leer,
conversar y jugar, y si bien estas eran actividades aceptadas y llevadas a la
práctica, la última no era bien vista. A pesar de que en algunas
ocasiones las prohibiciones intentaron erradicar el juego ante el peligro que
suponía, los dardos y los naipes eran actividades dinámicas que hacían
más llevadero el viaje. Y a su vez, derivado de éstas, otras en donde
fundamentalmente los pasajeros apostaban su dinero y posesiones. Estas
ocupaciones, que hacían que las personas interactuaran entre sí, favorecían
que también se llevaran a cabo otras actividades en compañía. A la
pesca que se practicaba también se le sumaban las narraciones
de historias de diversa índole además de los cantos que amenizaban los momentos
de excesivo aburrimiento.
Tal y como hemos
dicho, las travesías en los galeones no fueron placenteras en ningún caso y
siempre conllevaron muchos sacrificios. Aunque siempre había momentos de
distracción que ayudaban a amenizar su día a día, tripulantes y pasajeros
debían lidiar con momentos de soledad, de sopor y de miedo ante los ataques y
las adversidades que de forma abrupta podían poner punto final a su vida muy
lejos de su hogar y de los suyos.
Bibliografía
- Mira Caballos, E. (2005). Las Armadas Imperiales. La Guerra en el mar en los tiempos de Carlos V y Felipe II, La Esfera de los Libros.
- Pérez, P.E., (1992). Los hombres del Océano, Diputación Provincial, Sevilla.