viernes, 20 de enero de 2017

El complicado día a día a bordo de un galeón español

Por Romina Martínez
Aunque el cine y la literatura han contribuido a generalizar el pensamiento de que la vida en ultramar era apasionante, lo cierto es que muchos de los que se aventuraron a realizar algún viaje hasta tierras inhóspitas tuvieron una travesía que hizo de su experiencia algo sumamente desapacible. No fueron pocos los que iniciaron auténticos periplos en busca de nuevas oportunidades que les hicieran prosperar económicamente, o aquellos que se arrojaron a la aventura buscando, debido a su espiritualidad, nuevas tierras en donde expandir su religión. La vida diaria en un galeón español era de todo menos plácida, a sabiendas del grave peligro que corrieron durante años al recorrer las diversas rutas que les conducían a las colonias americanas o asiáticas. Pero ¿cómo era un galeón español? ¿Cómo se desarrollaba la vida en su interior?
Un galeón español era una embarcación de cierto empaque, ya que comúnmente pesaba entre unas 500 a 1.300 toneladas. Con un máximo de 60 metros de eslora, la vida a bordo solía realizarse en las cubiertas del navío. Y es que si bien una embarcación de esas dimensiones disponía de un amplio espacio en el interior, era habitual que éste estuviera ocupado por todas las mercancías de primera necesidad que fueran útiles para la travesía, además de animales que proporcionaran alimentos frescos. Si a la mala ventilación de ese espacio se le sumaba el excesivo contacto con la tripulación y pasajeros, los víveres acumulados podían contaminarse y echarse a perder, perjudicando gravemente a unos y otros. Es así como un galeón español de dimensiones corrientes podía llegar a transportar un mínimo de 100 personas, entre los que se encontraban tanto la tripulación (organizada jerárquicamente en base a su rango y profesión) como los pasajeros de diverso origen y estatus social que por fuerza estaban obligados a convivir en el mismo espacio después del “tiro de leva”.
Independientemente de los naufragios por temporales, era habitual la destrucción por fuego enemigo de los galeones españoles. El hundimiento del galeón San José es un claro ejemplo de ello, puesto que el célebre navío español acabó devastado por embarcaciones ingleses en la Península de Barú. Ilustración de Samuel Scott.
La coexistencia entre los pasajeros resultaba a veces harto complicada. El hacinamiento al que eran sometidos los que viajaban en el galeón suponía, a la postre, un verdadero problema. Y es que las travesías, que solían prolongarse en el tiempo a causa de la distancia y de algún que otro impedimento, favorecía que hubiera un peligro real de contraer enfermedades. La cercanía de los animales domésticos y la presencia de otros suponía la rápida propagación de pijos y de pulgas. Asimismo, la lógica falta de higiene personal y la podredumbre de algunos alimentos implicaba que con el paso del tiempo los pasajeros sufrieran gastroenteritis, tifus o el temido escorbuto, enfermedad causada por no consumir fruta fresca u hortalizas. Los esfuerzos por mantener limpios los navíos y las batidas sistemáticas para erradicar las plagas de ratas y ratones ayudaban a mitigar los daños, si bien parecían insuficientes. Si alguien que viajaba en el galeón fallecía, su cuerpo se cubría con una tela basta, se ataba a algún tipo de lastre y, luego de una pequeña ceremonia de cierta solemnidad, se tiraba al mar.
Aunque se tenía prohibido cometer algún delito o atropello a bordo, no siempre las reglas se respetaban. Algunos pasajeros, funcionarios y mercaderes principalmente, iban portando pequeñas fortunas y objetos muy valiosos. Ésto propiciaba que aquellos menos disciplinados pudieran cometer algún hurto que debía ser castigado por el capitán del galeón. La celeridad con la que las condenas se hacían efectivas, además de la dureza del castigo según lo establecido en el Libro del Consulado del Mar, eran puntos a favor para él mismo, que con ello conseguía apaciguar ánimos y evitar especialmente cualquier tentativa de desobediencia. En cuanto a otros actos que podían ser objeto de corrección para el causante, estaban desnudarse, jurar, blasfemar y amancebarse. Mal visto también estaba el implicarse sexualmente con mujeres que viajaban con su familia o solas al reencuentro de un esposo que previamente había partido para labrarse un futuro en algún territorio allende los mares. Todo ello podía penarse en alta mar con unos azotes, suspensión de salario o pérdida de bienes, o el ingreso en prisión y el destierro una vez llegados a puerto. Las ejecuciones únicamente se reservaban en casos muy graves.
Mapa de las rutas comerciales en donde se aprecian los recorridos realizados por las embarcaciones españolas durante varios siglos.
A la tranquilidad y rutina que acompañaban los días que duraba la travesía se les sumaba las propias limitaciones para distraerse. Además de las faenas a las que dedicaban parte de su día los tripulantes del galeón, es sabido que el único instante en el que disponían de cierta relajación de sus quehaceres era durante las comidas. Dicho momento, que rompía perfectamente con la monotonía diaria, era el preferido de una tripulación que contaba únicamente con dos raciones diarias y, por tanto, de dos momentos al día para mantenerse ociosos. La comida, más bien escasa, estaba basada en una dieta en donde lo más usual era el arroz, las pasas, el tocino, la carne y el pescado (que se consumía semanalmente), y la harina, con la que se realizaban las tortas o los bizcochos. Y, por supuesto, mucho vino o vinagre con agua cuando ésta, por la dureza de la travesía, empezaba a estropearse. A esta dieta exigua se debía sumar las limitaciones de espacio, ya que al caer la noche, y mientras el galeón surcaba los mares, pasajeros y tripulantes iban a descansar eligiendo los mejores sitios que pudieran. No se dormía totalmente a la intemperie pero sí costaba organizarse, más aún cuando las comodidades estaban reservadas a algunos ilustres pasajeros, al capitán y a oficiales de alto rango.
Los pasajeros (y muy ocasionalmente la tripulación) solían emplear su tiempo en leer, conversar y jugar, y si bien estas eran actividades aceptadas y llevadas a la práctica, la última no era bien vista. A pesar de que en algunas ocasiones las prohibiciones intentaron erradicar el juego ante el peligro que suponía, los dardos y los naipes eran actividades dinámicas que hacían más llevadero el viaje. Y a su vez, derivado de éstas, otras en donde fundamentalmente los pasajeros apostaban su dinero y posesiones. Estas ocupaciones, que hacían que las personas interactuaran entre sí, favorecían que también se llevaran a cabo otras actividades en compañía. A la pesca que se practicaba también se le sumaban las narraciones de historias de diversa índole además de los cantos que amenizaban los momentos de excesivo aburrimiento.
Tal y como hemos dicho, las travesías en los galeones no fueron placenteras en ningún caso y siempre conllevaron muchos sacrificios. Aunque siempre había momentos de distracción que ayudaban a amenizar su día a día, tripulantes y pasajeros debían lidiar con momentos de soledad, de sopor y de miedo ante los ataques y las adversidades que de forma abrupta podían poner punto final a su vida muy lejos de su hogar y de los suyos.
Bibliografía
  • Mira Caballos, E. (2005). Las Armadas Imperiales. La Guerra en el mar en los tiempos de Carlos V y Felipe II, La Esfera de los Libros.
  • Pérez, P.E., (1992). Los hombres del Océano, Diputación Provincial, Sevilla.
Fuente: http://lahistoriaheredada.com/el-complicado-dia-a-dia-a-bordo-de-un-galeon-espanol/