VIVA
Diez siglos de historia
Investigación a fondo: cuál es
el auténtico ADN del alfajor argentino
La prehistoria de una de las golosinas
que más comemos y cómo llegó a la Argentina.
Un manjar argentino
Facundo Calabró
Los registros
más antiguos que los filólogos españoles han podido exhumar datan del siglo
décimo. Un célebre recetario anónimo, el Kitab al-Tabih o
Libro de los platos, escrito en idioma árabe-magrebí (la
variación dialectal del norte de África), emplea el vocablo hašu
como término comparativo en una de sus recetas. Dice: “Se toma buen acemite
(sic) y se amasa con la levadura, se rocía con algo de agua poco a poco hasta
que se deshaga y haga un espeso hašu”. ¿Qué es este
hašu, al parecer tan conocido en el Magreb que puede utilizárselo
como referencia o ejemplo para el hoy famoso, clásico e icónico alfajor
criollo?
Sabemos, por lo pronto, que su nombre proviene del verbo hasawa
(“rellenar, embutir”), que su preparación debía estar difundida entre
los seguidores del profeta Mahoma, y que debió expandir su presencia a medida
que el Califato de los Omeyas propagaba e imponía la fe del Omnipresente y
Omnisciente Originador de todo cuanto hay en la tierra: Alá.
De África a España
La guerra santa
empujó al hašu hacia el norte de África, hasta cruzar el Estrecho de
Gibraltar y conquistar, tras la caída del reino visigodo y la proclamación en
el 756 del Emirato de Córdoba, la península ibérica. Pero entre los pueblos que
colaboraban en el avance arrasador del Islam había algunos,
como los bereberes, para los que el árabe no era su lengua materna, por lo que
habían asimilado el idioma del Corán con arreglo a su propia gramática.
La lengua
berebere carecía de artículo determinado y a sus hablantes les resultó
imposible distinguir el artículo en la lengua árabe, de manera que adquirieron
su léxico a la que te criaste, artículo incluido. Cuando el árabe
berberizado entró en contacto con el romance castellano de los
cristianos mozárabes, palabras como hašú se incorporaron al alfabeto
latino como si se les hubiera adosado un prefijo: alhašú.
"En el siglo XIII, el alfajor arraigo en aquellas regiones de
España en que el imperio árabe logró consolidarse, empezando por Andalucía".
En 1275 aparece
recogido en el Vocabulista in Arabico del religioso Ramón o Raimundus o Raymond
Martí o Martín o Martini (lo citan de mil maneras) otro término llamativo:
fašúr¸ proveniente del persa afšor (“jugo”) y éste del persa
sasánida afšurdan (“exprimir”), con el signicado de “néctar”. Si
aplicamos a esta base léxica el mismo procedimiento que recién mencioné, nos
queda alfasur. (...) Y así llegaríamos, señoras y señores, a la
primera versión de la palabra que da título a este libro: alfajor.
(...) Habría que
aguardar noventa y nueve años para obtener una descripción un poco menos
lacónica del alajú-alfajor. Diego de Guadix explicará en su Diccionario de
arabismos que “alfaxor llaman en España a cierta golosina o suerte de
rosquillas, o empanadillas, en que interviene: miel, pan rallado y
tostado y alguna pimienta y especie”.
Sebastián de
Covarrubias, en su famoso Tesoro de la lengua castellana o española de 1611,
suscribiría esta tesis: “ALAXU, este vocablo está corrompido de alaxur, o de
alfaxur, que todos estos nombres significan una misma cosa, y
valen tanto en lengua arábiga como en la nuestra, conserva hecha de miel y
especias y pan rallado”.
Reducido a su
formulación más básica –pan de miel y especias propio de las festividades–, el
alfajor estaba emparentado con el mi-kong chino, el melitates griego, el panis
mellitus romano –que era parte del menú de las Saturnales–, y, si seguimos su
evolución, el panforte de Siena, el pain d’epices de Dijón y aun el
ginger bread del norte de Europa.
Facundo Cabral, el
autor y especialista. Es considerado el primer catador de alfajores.
(...) Están
también, aunque son menos y carecen de fundamentos sólidos, los que afirman que
alfajor deriva de alfahua, palabra árabe –dicen– equivalente a “panal de miel”.
Otros, entre ellos la Real Academia Española, consideran en cambio que alfajor
sería un término más moderno derivado de otra raíz (fašúr), y
que al comienzo aludió al vino medicinal, el néctar.
(...)
Naturalmente, el alfajor arraigó en aquellas regiones en las que el
imperio árabe logró consolidarse, empezando por la actual
comunidad autónoma de Andalucía, que hoy incluye, entre otras, a las provincias
de Córdoba –capital entonces del Califato Omeya, sede de la Gran Mezquita y
centro de peregrinaje–, Jaén, Cádiz y Sevilla.
Pero la
volatilidad esencial del alfajor se puso de manifiesto ya en su primer contacto
con la cultura occidental, y en esta breve delimitación
geográfica aparecieron las primeras divergencias de su historia
y los primeros alfajores regionales.
(...) El alfajor
conquistó adeptos de los más altos estamentos de la sociedad española. Era
costumbre entre los duques de Medina Sidonia agasajar a sus invitados con
“canastas d’alajú” y “cargas de alfajores”.
En 1624 el
propio rey Felipe IV tuvo ocasión de degustar el dulce medinés. Entre los
gastos de aquel banquete “se cuentan ocho ducados que se abonaron a Juana la
Espadera por la arqueta de alfajores con papeles dorados y plateados”. Papeles
dorados y plateados, como los de aquellos alfajores que varios
siglos después reaparecerían en las confiterías porteñas: el eterno retorno...
Alfajores, una de las golosinas más ricas
del mundo.
De España a Latinoamérica
La descripción
exhaustiva del alfajor-alajú español no sirve para explicar ese negro abismo
que separa a la golosina mora de la golosina latinoamericana.
Que la comida
evoluciona es evidente, pero las evoluciones suelen obedecer a una lógica más o
menos rastreable. En cambio, la deformación sufrida por el alfajor de
este lado del océano haría imposible reconocer su filiación, de no ser
por su nombre, que ha quedado intacto. Una buena cantidad de dulces árabes
pertenecientes a la familia del alfajor ingresaron en nuestras pampas, pero todos
ellos siguieron una línea evolutiva más o menos coherente, cuando no
conservaron idéntica su apariencia.
Los polvorones
argentinos, por ejemplo, imitan la forma y consistencia del sevillano, pese a
que la preparación nacional desdeña la canela y los frutos secos.
Tampoco las
empanadas, cuyo estatus de plato patrio y su alto desarrollo a nivel regional
permite homologarlas al alfajor, han sufrido mayores transformaciones
respecto de su antecesor español. Lo mismo puede decirse de los
buñuelos y el flan, que aunque no sean de abolengo árabe, debieron seguir un
recorrido similar hasta asentarse en estas tierras. Entonces, ¿a qué móviles
obedeció la monstruosa mutación de los alfajores?
La versión latinoamericana
Se ha intentado
descartar con toda ligereza la tesis evolucionista, en favor de una tesis de la
arbitrariedad, según la cual el alfajor habría salido, con Dios, de la máquina,
o sería fruto de la loca imaginación de los negros. Jorge
D’Agostini, en su buen libro Alfajor argentino. Historia de un ícono,
propone que tal vez haya nacido de “la prueba audaz de un vendedor de pasteles
que, teniendo sólo una torta frita en cada mano y un poco de dulce al alcance,
decidió unirlas y probar el resultado”.
Vicente Rossi,
por su parte, afirma que “el alfajor nunca fue árabe, ibero ni europeo, sino
rioplatense, y que su nombre es un encontrón congo-árabe en tierras del Plata”.
(...) En algunos
lugares tuvo descendencia popular, por no decir espuria. El clérigo jienense
Francisco Delgado sugiere en su novela picaresca La lozana andaluza
(1528) una de las posibles vías que encontró el alfajor para propagarse más
allá de España. Aldonza, una prostituta sefaradí perseguida por la Inquisición
y exiliada en Roma, describe de este modo el legado culinario heredado de su
abuela: “Lo mejor del Andalucía venía de su casa. Sabía hacer
hojuelas, pestiños, rosquillas de alfajor, testones de cañamones y de ajonjolí,
nuégados, sopaipas, hojaldres…” (...)
En sus
Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias
Occidentales de 1627, Fray Pedro Simón menciona al alfajor como integrante
de un inventario de viaje, junto con bizcochos, conturas y rosquillas. La
mención en singular, como si se tratara de un sustantivo de masa,
y pareciera indicar o bien que se trata del alfajor en tanto pasta (la que se
usaba para las rosquillas) o de las tortas murcianas que se dividían en
triángulos; en todo caso, esta pista gramatical permite advertir que el
carácter absoluto de porción, de “dosis indivisible”, de “torta blindada para
uno solo” o “cápsula” –al decir de Juan José Becerra– bajo la cual “late la
totalidad”, no se había desarrollado aún.
Lo más probable
es que el “vuelo transoceánico” que depositó el alfajor en América (aunque
debió haber unos cuantos) haya estado auspiciado por la Iglesia católica y los
ciento cinco conventos de clausura que hacia el siglo XVII se habían levantado
a lo largo y ancho de América. Ordenes como la de San Jerónimo, según parece, se
habían especializado en la elaboración del alfajor, tal como lo
demuestra la todavía vigente fama de los alfajores sevillanos del Monasterio de
Santa Paula.
Un
recetario manuscrito de finales del 1600 atribuido a la jerónima estrella Sor
Juana Inés de la Cruz contiene unas indicaciones para cocinar, entre otras
cosas, alfajores: “Clavo, canela, pimienta poquita, ajonjolí, piñones y nuez”.
La
lacónica receta está inconclusa, evidentemente, pero nos sirve para
notar la presencia del alfajor en Centroamérica ya en el siglo XVII, aunque en
el Convento mexicano de San Jerónimo las hermanas todavía respetaran la fórmula
andaluza al pie de la letra.
Un
recetario manuscrito de 1600 atribuido a sor Juana Inés de la Cruz contiene
indicaciones para cocinar alfajores con clavo, canela, piñones y nuez.
El alfajor de
Sor Juana se extinguiría al poco tiempo. Apenas si han quedado unos tenues
rastros en América de esas tentativas por importar el dulce español sin
alteraciones. Era inútil: pese a su pólvora y sus pestes modernas, los conquistadores
no tuvieron más remedio que adaptar sus costumbres a la oferta local, y lo
que no se mestizó murió. El encuentro entre nativos y europeos
estuvo regido (casi siempre) por un principio dialéctico: no hubo sumisión sin
resistencia, todo se hibridó. Y aun donde el exterminio de los pueblos
indígenas fue total, la simple inexistencia de determinados ingredientes en
ciertas regiones, junto a la abundancia de otros nuevos y
desconocidos, obligaron a la gastronomía española a
americanizarse.
El libro, debut bibliográfico de Calabró,
publicado por Planeta,
De Centroamérica a Sudamérica
Los conventos de
clausura fueron apareciendo progresivamente en sentido norte-sur, y es curioso
notar que cuanto más tardía resultaba la instalación de los monasterios, más
profunda fue la transformación operada en la fórmula del alfajor,
hasta llegar al radical cambio de formato, a la refundación total del dulce. Si
en México se levantó el primer convento americano, los siguientes se situaron
en Venezuela y Puerto Rico, hasta llegar, finalmente, al Virreinato del Perú.
(...) Basta con
verificar el estado actual del alfajor en el vasto territorio comprendido por
la franja occidental de Sudamérica –desde Perú a lo que se conoció como el
Reino de Chile, el cual incluía nuestras provincias cuyanas– para cerciorarnos
de que el nuevo alfajor no era el caprichoso resultado de los
delirios de alguna monjita rebelde o posesa; y si en todo caso fue al principio
una obra aislada de la inspiración demoníaca, debió difundirse a la velocidad
del rayo, a juzgar por el hecho de que en ciudades tan distantes como Trujillo
y Moquegua (Perú), Manabí (Ecuador), Valparaíso (Chile) y Salta, auténticas
variedades de alfajores regionales hayan resistido al paso del tiempo, en
calidad de dulces tradicionales de clara estirpe colonial.
(...) Si las
monjas tenían terminantemente prohibida su salida de los monasterios, los
dulces caseros que ellas mismas elaboraban gozaban de una libertad mucho mayor.
Eran una figurada vía de escape hacia el mundo exterior y,
sobre todo, una manera de sustentarse económicamente.
(...) Además de
la estructura de emparedado, los diversos ejemplares del flamante alfajor
tenían en común la composición de la galleta: se trataba de una típica
masa de convento, que se usaba genéricamente para casi todos los
dulces; una especie de bizcocho a base de yema de huevo y harina, en esencia,
con poca azúcar, grasa de cerdo al principio y grasa de vaca o manteca a medida
que empezaron a incorporar elementos locales; a veces, un alcohol de alto
contenido etílico (aguardiente, pisco, cognac, oporto, licor de anís) a modo de
agente leudante.
En Chile se
designó con un nombre específico este estilo de galleta:
hojarasca. Y aunque se nos resienta el orgullo, debemos decir que las referencias
bibliográficas más antiguas que dan cuenta del alfajor sudamericano aluden al
alfajor chileno antes que al argentino.
Fuente: Diario Clarín, Viva, 12/03/2020.