miércoles, 12 de febrero de 2020

Literatura

Rebelión
Voy a relatar una gesta que a más de un oído le parecerá una fábula, algo que nunca sucedió ni sucederá. Más no te engañes, porque el próximo puede ser... vos.
En un remoto lugar, fuera del hilo del tiempo, se levantaba un enorme y majestuoso castillo, donde moraba el Rey, propietario por derecho divino de las tierras, sus frutos, los animales domésticos, el barro de los chiqueros y las vidas de sus súbditos, en ese orden decreciente de valor.
Próximo al palacio-fortaleza se situaba una aldea. Allí habitaban los que habían tenido la desgracia de no venir del vientre de la mujer de un noble o un rico. Justamente en ese poblado vivía el protagonista de este relato, un joven de dieciséis años.
Como todos por ahí, este chico debía trabajar de sol a sol, seis días por semana, para pagar tributo al soberano, y con lo que sobrara, comer. Como todos por ahí, debía obedecer ciegamente las leyes del monarca. Pero había una prohibición del todopoderoso amo del castillo que no cumplía: la que restringía soñar.
—Soñar es cosa de niños sin responsabilidades —solían decir las proclamas reales—. Y no se puede perder el tiempo en boberías. Por eso, desde pequeños deben arar la tierra, para que aprendan a ser responsables.
Sin embargo, este joven no había cercenado la fantasía de su mente, e imaginaba que un mundo mejor era posible, y otras muchas cosas que no podía decir, porque seguramente lo encerrarían en un loquero. Pero a veces se le escapaba una palabra, y la lengua chismosa de la gente lo acusaba de demente.
Dos o tres veces se enamoró, de aldeanas que con el tiempo comprobó que valían en su corazón menos que el polvo que el arduo trabajo rural pegaba a su cuerpo. Sobre esta cuestión sus padres le aconsejaban:
—Cásate con cualquier mujer y ten muchos hijos, para que el Rey nunca se quede sin labradores ni soldados —una exhortación que se transmitía a los hijos generación tras generación, y que se obedecía con armoniosa exactitud.
Pero el muchacho era un soñador, sabía que encontraría la persona que llenase su corazón, y al fin y al cabo, la encontró. Era una bella muchacha de su edad, con quien el romance nació al momento de conocerse, y que inevitablemente terminaría en el altar, aunque ambos desconocían aún la precisión con que se cumpliría ese designio.
La boda fue pactada, las nupcias se realizarían después de la cosecha. Y así, la noche anterior a la boda, estaban los enamorados contemplando las estrellas, cuando ella le dijo:
—¿No tenés miedo de ser un soñador?
—¿Y por qué habría de temer?
—El Rey prohibió soñar.
—Sólo es un capricho del monarca. ¿Qué daño puede hacer un soñador?
—Es que mi amor por vos es tan grande como toda la tierra.
—Y el mío tan grande como la imaginación, que es infinita.
Sí, su amor era inmensurable, y por ello no se percataron de que alguien los escuchaba, y que ese alguien era espía del Rey. A la mañana siguiente la primera noticia que recibió el amo del castillo fue que había un soñador en el reino. Este ordenó que se ensillara su caballo y se preparara la guardia real para salir. El sol no había cumplido un cuarto de su peregrinaje cuando aquel grupo partió rumbo a la capilla de la aldea.
Al llegar, se hicieron sonar las cornetas, y todos los presentes, incluido el párroco, salieron a arrodillarse ante su mandante. Este, desde su montura, ordenó con voz autoritaria:
—¡Díganme quién es el soñador!
Los jóvenes novios, que estaban inclinados en el piso y tomados de la mano, empezaron a temblar, pues sabían que todos sin titubear lo señalarían a él. Y así fue.
El soberano se acercó, lo miró con desprecio y corrió su vista hacia quien estaba a su lado.
Entonces, la expresión hosca en el rostro del monarca cambió por un gesto de asombro, ante la belleza de quien sería la mujer del criminal que había ido a buscar.
—¿Quién es esa hurí? —decretó contestar.
—Será mi esposa —respondió el muchacho.
—Dámela y te perdono la vida.
—¡No! —se escuchó gritar.
En los dilatados años en la corona, su majestad había dictado un gran caudal de leyes. Y en una de ellas determinaba que si alguien decía "no" al Rey, sería penado con la muerte, y la punición se llevaría a cabo en el momento de producirse la falta.
¿Y quién había dicho "no" al dueño de su vida? ¿A quién se le había escapado la palabra que acabaría con su existencia?
Fue nada más, y nada menos, que la joven que ese día uniría su alma con la del hacedor de sueños.
—¡Soldado! —llamó el supremo—. Ya sabés tu deber.
Y acto seguido, un marcial guardián del estado bajó de su caballo, desenfundó su férrea espada y la clavó en el pecho de aquella muchacha cuyo único delito fue amar más de lo permitido.
Mil imágenes pasaron por la mente de su novio, entre ellas, aquella noche en que para calmarla le preguntó: ¿qué daño puede hacer un soñador?
El soldado que había oficiado de verdugo quiso extraer su arma del cuerpo carente de mortalidad, pero ésta se había atascado en un hueso.
—¡Dejala! —mandó el soberano—. ¡Traé al demente!
Y en ese instante algo ocurrió. Una mano, dirigida por un alma que llevaba la misma furia que cien huracanes, tomó la espada usada para impartir la justicia del sistema y con toda su rabia logró arrancarla de aquel cadáver, para luego elevarla al cielo. Era la mano de un soñador que gritaba:
—¡REBELIOOOOOOON!
Víctor Justino Orellana
(1993)
PS: El autor tiene mi mismo nombre, hoy se vería igual a mí, pero difícilmente sea yo.