Rebelión
Voy a relatar
una gesta que a más de un oído le parecerá una fábula, algo que nunca sucedió
ni sucederá. Más no te engañes, porque el próximo puede ser... vos.
En un remoto
lugar, fuera del hilo del tiempo, se levantaba un enorme y majestuoso castillo,
donde moraba el Rey, propietario por derecho divino de las tierras, sus frutos,
los animales domésticos, el barro de los chiqueros y las vidas de sus súbditos,
en ese orden decreciente de valor.
Próximo al
palacio-fortaleza se situaba una aldea. Allí habitaban los que habían tenido la
desgracia de no venir del vientre de la mujer de un noble o un rico. Justamente
en ese poblado vivía el protagonista de este relato, un joven de dieciséis
años.
Como todos por
ahí, este chico debía trabajar de sol a sol, seis días por semana, para pagar
tributo al soberano, y con lo que sobrara, comer. Como todos por ahí, debía
obedecer ciegamente las leyes del monarca. Pero había una prohibición del
todopoderoso amo del castillo que no cumplía: la que restringía soñar.
—Soñar es cosa
de niños sin responsabilidades —solían decir las proclamas reales—. Y no se
puede perder el tiempo en boberías. Por eso, desde pequeños deben arar la
tierra, para que aprendan a ser responsables.
Sin embargo,
este joven no había cercenado la fantasía de su mente, e imaginaba que un mundo
mejor era posible, y otras muchas cosas que no podía decir, porque seguramente
lo encerrarían en un loquero. Pero a veces se le escapaba una palabra, y la
lengua chismosa de la gente lo acusaba de demente.
Dos o tres veces
se enamoró, de aldeanas que con el tiempo comprobó que valían en su corazón
menos que el polvo que el arduo trabajo rural pegaba a su cuerpo. Sobre esta
cuestión sus padres le aconsejaban:
—Cásate con cualquier
mujer y ten muchos hijos, para que el Rey nunca se quede sin labradores ni
soldados —una exhortación que se transmitía a los hijos generación tras
generación, y que se obedecía con armoniosa exactitud.
Pero el muchacho
era un soñador, sabía que encontraría la persona que llenase su corazón, y al
fin y al cabo, la encontró. Era una bella muchacha de su edad, con quien el
romance nació al momento de conocerse, y que inevitablemente terminaría en el
altar, aunque ambos desconocían aún la precisión con que se cumpliría ese
designio.
La boda fue
pactada, las nupcias se realizarían después de la cosecha. Y así, la noche
anterior a la boda, estaban los enamorados contemplando las estrellas, cuando
ella le dijo:
—¿No tenés miedo
de ser un soñador?
—¿Y por qué habría
de temer?
—El Rey prohibió
soñar.
—Sólo es un
capricho del monarca. ¿Qué daño puede hacer un soñador?
—Es que mi amor
por vos es tan grande como toda la tierra.
—Y el mío tan
grande como la imaginación, que es infinita.
Sí, su amor era
inmensurable, y por ello no se percataron de que alguien los escuchaba, y que
ese alguien era espía del Rey. A la mañana siguiente la primera noticia que
recibió el amo del castillo fue que había un soñador en el reino. Este ordenó
que se ensillara su caballo y se preparara la guardia real para salir. El sol
no había cumplido un cuarto de su peregrinaje cuando aquel grupo partió rumbo a
la capilla de la aldea.
Al llegar, se
hicieron sonar las cornetas, y todos los presentes, incluido el párroco,
salieron a arrodillarse ante su mandante. Este, desde su montura, ordenó con
voz autoritaria:
—¡Díganme quién
es el soñador!
Los jóvenes
novios, que estaban inclinados en el piso y tomados de la mano, empezaron a
temblar, pues sabían que todos sin titubear lo señalarían a él. Y así fue.
El soberano se
acercó, lo miró con desprecio y corrió su vista hacia quien estaba a su lado.
Entonces, la
expresión hosca en el rostro del monarca cambió por un gesto de asombro, ante
la belleza de quien sería la mujer del criminal que había ido a buscar.
—¿Quién es esa
hurí? —decretó contestar.
—Será mi esposa
—respondió el muchacho.
—Dámela y te
perdono la vida.
—¡No! —se
escuchó gritar.
En los dilatados
años en la corona, su majestad había dictado un gran caudal de leyes. Y en una
de ellas determinaba que si alguien decía "no" al Rey, sería penado
con la muerte, y la punición se llevaría a cabo en el momento de producirse la
falta.
¿Y quién había
dicho "no" al dueño de su vida? ¿A quién se le había escapado la
palabra que acabaría con su existencia?
Fue nada más, y
nada menos, que la joven que ese día uniría su alma con la del hacedor de
sueños.
—¡Soldado!
—llamó el supremo—. Ya sabés tu deber.
Y acto seguido,
un marcial guardián del estado bajó de su caballo, desenfundó su férrea espada
y la clavó en el pecho de aquella muchacha cuyo único delito fue amar más de lo
permitido.
Mil imágenes
pasaron por la mente de su novio, entre ellas, aquella noche en que para
calmarla le preguntó: ¿qué daño puede hacer un soñador?
El soldado que
había oficiado de verdugo quiso extraer su arma del cuerpo carente de
mortalidad, pero ésta se había atascado en un hueso.
—¡Dejala! —mandó
el soberano—. ¡Traé al demente!
Y en ese
instante algo ocurrió. Una mano, dirigida por un alma que llevaba la misma
furia que cien huracanes, tomó la espada usada para impartir la justicia del
sistema y con toda su rabia logró arrancarla de aquel cadáver, para luego
elevarla al cielo. Era la mano de un soñador que gritaba:
—¡REBELIOOOOOOON!
Víctor Justino Orellana
(1993)
PS: El autor tiene mi mismo nombre,
hoy se vería igual a mí, pero difícilmente sea yo.