Los cuentos son caricias que ilustran el intelecto con alegorías, que
siempre dan una semblanza especial de color e imágenes a lo largo de la
lectura. He aquí un cuento del escritor que nació en Aracataca,
Colombia, el 6 de marzo de 1927, que además de escritor, es novelista, cuentista,
guionista y periodista. En 1982 recibió el Premio Nobel de
Literatura.
Ojos de Perro Azul
Entonces me miró. Yo creía que me
miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador
y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa
mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un
cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento,
equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí,
como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante
breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola
desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de
pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los
párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de
siempre, cuando le dije: “Ojos de perro azul”. Ella me dijo, sin retirar la
mano del velador: “Eso. Ya no lo olvidaremos nunca”. Salió de la órbita,
suspirando: “Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes”.
La vi caminar hacia el tocador.
La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una
ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de
ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado.
La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a
ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: “Temo que alguien
sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas”; y tendió sobre la llama la
misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al
espejo. Y dijo: “No sientes el frío”. Y yo le dije: “A veces”. Y ella me dijo:
“Debes sentirlo ahora”.
Y entonces comprendí por qué no
había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de
mi soledad. “Ahora lo siento”, dije. “Y es raro, porque la noche está quieta.
Tal vez se me ha rodado la sábana.” Ella no respondió. Empezó otra vez a
moverse hacia el espejo y volví a ella. Sin verla, sabía lo que estaba
haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis
espaldas que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser
encontradas por la mirada de ella que también había tenido el tiempo justo para
llegar hasta el fondo y regresar (antes de que la mano tuviera tiempo de
iniciar la segunda vuelta) hasta los labios que estaban ahora untados de
carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a
mí, la pared lisa que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella
-sentada a mis espaldas- pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la
pared hubiera sido puesto un espejo. “Te veo”, le dije. Y vi en la pared como
si ella hubiera levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el
asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi
bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño;
sin hablar. Y yo volví a decirle: “Te veo”. Y ella volvió a levantar los ojos
desde su corpiño. “Es imposible”, dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los
ojos otra vez quietos en el corpiño: “Porque tienes la cara vuelta hacia la
pared”. Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la
boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador.
Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de
gallina, asándose y con el rostro sombreado por sus propios dedos. “Creo que me
voy a enfriar”, dijo. “Ésta debe ser una ciudad helada.” Volvió el rostro de
perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. “Haz algo
contra eso”, dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por pieza, empezando por
arriba; por el corpiño. Le dije: “Voy a voltearme contra la pared”. Ella dijo:
“No. De todos modos me verás cómo me viste cuando estaba de espaldas”. Y no
había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por completo, con la
llama lamiéndole la larga piel de cobre. “Siempre había querido verte así, con
el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros, como si te hubieran hecho a
palos.” Y antes de que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían
vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la
órbita del velador y dijo: “A veces creo que soy metálica”. Guardó silencio un
instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: “A
veces, en otros sueños, he creído que no eres sino una estatuilla de bronce en
el rincón de algún museo. Tal vez por eso sientes frío”. Y ella dijo: “A
veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve
hueco y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por
dentro, es como si alguien me estuviera llamando con los nudillos en el
vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así
como tú dices: de metal laminado”. Se acercó más al velador. “Me habría gustado
oírte”, dije. Y ella dijo: “Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis
costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar.
Siempre he deseado que lo hagas alguna vez”. La oí respirar hondo mientras
hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida
estaba dedicada a encontrarme en la realidad, a través de esa frase identificadora:
“Ojos de perro azul”. Y en la calle iba diciendo, en voz alta, que era una
manera de decirle a la única persona que habría podido entenderle: “Yo soy la
que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: Ojos de perro azul”. Y
dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el
pedido: “Ojos de perro azul”. Pero los mozos le hacían una respetuosa
reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños.
Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las
mesas: “Ojos de perro azul”. Y en los cristales empañados de los hoteles, de
las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el índice: “Ojos
de perro azul”. Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor
que había sentido en su habitación una noche, después de haber soñado conmigo.
“Debe estar cerca”, pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la
droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo: “Siempre sueño con un
hombre que me dice: ‘Ojos de perro azul’ ”. Y dijo que el vendedor le había
mirado a los ojos y le dijo: “En realidad, señorita, usted tiene los ojos así”.
Y ella le dijo: “Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo”.
Y el vendedor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella
siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y
se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la
barrita de carmín para labios: “Ojos de perro azul”. El vendedor regresó de
donde estaba. Le dijo: “Señorita, usted ha manchado el embaldosado”. Le entregó
un trapo húmedo, diciendo: “Límpielo”. Y ella dijo, todavía junto al velador,
que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo “Ojos de
perro azul” hasta cuando la gente se congregó en la puerta y dijo que estaba
loca.
Ahora, cuando acabó de hablar, yo
seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. “Yo trato de
acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte”, dije. “Ahora creo
que mañana no lo olvidaré. Sin embargo siempre he dicho lo mismo y siempre he
olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte.” Y
ella dijo: “Tú mismo las inventaste desde el primer día”. Y yo le dije: “Las
inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las recuerdo a la mañana
siguiente”. Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: “Si
por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo”.
Sus dientes apretados relumbraron
sobre la llama. “Me gustaría tocarte ahora”, dije. Ella levantó el rostro que
había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asándose también
como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón, donde seguía
sentado, meciéndome en el asiento. “Nunca me habías dicho eso”, dijo. “Ahora
lo digo y es verdad”, dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo.
La colilla había desaparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba
fumando. Dijo: “No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito”. Y yo le
dije: “Por lo mismo que yo no podré recordar mañana las palabras”. Y ella
dijo, triste: “No. Es que a veces creo que eso también lo he soñado”. Me puse
en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo sabía
caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el
velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó
para alcanzar la llama, antes de que yo tuviera el tiempo de encender el
fósforo: “En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar
escritas esas palabras: ‘Ojos de perro azul’ ”, dije. “Si mañana las recordara
iría a buscarte.” Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida
en los labios. “Ojos de perro azul”, sugirió, recordando, con el cigarrillo
caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el
cigarrillo entre los dedos, y exclamó: “Ya esto es otra cosa.
Estoy entrando en calor”. Y lo
dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente
sino como si lo hubiera escrito en un papel y hubiera acercado el papel a la
llama mientras yo leía: “Estoy entrando”, y ella hubiera seguido con el papelito
entre el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo
acababa de leer: “… en calor”, antes de que el papelito se consumiera por
completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo
de ceniza: “Así es mejor”, dije. “A veces me da miedo verte así. Temblando
junto al velador.”
Nos veíamos desde hacía varios
años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera una
cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra
amistad estaba subordinada a las cosas, a los acontecimientos más simples.
Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la
madrugada.
Ahora, junto al velador, me
estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde
aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y
quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que
le pregunté por primera vez: “¿Quién es usted?” Y ella me dijo: “No lo
recuerdo”. Yo le dije: “Pero creo que nos hemos visto antes”. Y ella dijo, indiferente:
“Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto”. Y yo le dije: “Eso
es. Ya empieza a recordarlo”. Y ella dijo: “Qué curioso. Es cierto que nos hemos
encontrado en otros sueños”.
Dio dos chupadas al cigarrillo.
Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto.
La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y
frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. “Me gustaría tocarte”, volví a
decir. Y ella dijo: “Lo echarías todo a perder”. Yo dije: “Ahora no importa.
Bastará con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos”.
Y tendí la mano por encima del velador. Ella no se movió. “Lo echarías todo a
perder”, volvió a decir, antes de que yo pudiera tocarla. “Tal vez, si das la
vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué
parte del mundo”. Pero yo insistí: “No importa”. Y ella dijo: “Si diéramos
vuelta a la almohada volveríamos a encontrarnos.
Pero tú, cuando despiertes, lo
habrás olvidado”. Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás,
calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento
cuando le oí decir a mis espaldas: “Cuando despierto a media noche, me quedo
dando vueltas en la cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la
rodilla y repitiendo hasta el amanecer: Ojos de perro azul”.
Entonces yo me quedé con la cara
contra la pared. “Ya está amaneciendo”, dije sin mirarla.
“Cuando dieron las dos estaba
despierto y de eso hace mucho rato.” Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando
tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable: “No abras
esa puerta”, dijo. “El corredor está lleno de sueños difíciles”. Y yo le dije:
“¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve
que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón”. Yo tenía la
puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo
un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la
vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije:
“Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo”. Y
ella, un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que
allá afuera está una mujer soñando con el campo”. Se cruzó de brazos sobre la
llama. Siguió hablando: “Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en
el campo y nunca ha podido salir de la ciudad”. Yo recordaba haber visto la
mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que
dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: “De todos modos, tengo
que salir de aquí para despertar”.
Afuera el viento aleteó un
instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que
acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no
hubo más olores. “Mañana te reconoceré por eso”, dije. “Te reconoceré cuando
vea en la calle una mujer que escriba en las paredes: ‘Ojos de perro azul’ ”.
Y ella, con una sonrisa triste -que era ya una sonrisa de entrega a lo
imposible, a lo inalcanzable-, dijo: “Sin embargo no recordarás nada durante el
día”. Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido
por una niebla amarga: “Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda
nada de lo que ha soñado”.
Gabriel García Márquez