Homo Diablo
Por Rodrigo
Fresán
Desde
Barcelona
UNO Para
Rodríguez una de las razones de que existan las casualidades es la de poder
decir que las casualidades no existen. De ahí que a Rodríguez no le parezca
nada casual la existencia del incontestable hecho de que este año se cumpla
medio siglo de dos de los films más influyentes y complementarios en toda la
historia del cine. Rodríguez se refiere a 2001: A Space Odyssey de Stanley
Kubrick y a Rosemary’s Baby de Roman Polanski. Uno de ciencia-ficción y otro de
terror y ambos coincidiendo/concluyendo con el parto/partida y (re)nacimiento
de un bebé que cambiará la historia de la humanidad. Uno apuntando al futuro
desconocido y otro al misterio ancestral. Uno proponiendo –pero sin la
intención de resolverlo– el misterio de lo tal vez benéfico y acaso divino y
otro presentando los resultados tan comprensibles de lo maléfico y su efecto
sobre los mortales. Y es que –se sabe– Dios es abstracto. El Diablo, en cambio,
es figurativo; y, por lo tanto, mucho más fácil de describir y explicar y
comprender.
Y, sí, viste
mucho mejor.
DOS
Al Diablo, además, los efectos especiales no suelen sentarle demasiado bien. A
diferencia de su contraparte en teoría positiva y opuesta pero complementaria,
el Maligno funciona más y mejor cuanto menos histrionismo y azufre y
teatralidad y llamarada se le aplica. Y ahí están esas casi caricaturescas y
del todo fallidas aproximaciones que le dedicaron Jack Nicholson y Robert De
Niro y Al Pacino. El Innombrable –pero con tantos nombres como para ser legión–
resulta mucho más verosímil cuando cae voluntariamente en la tentación de
erigirse y acercarse y parecerse más a sus tentados hasta pasar por uno de
ellos y volverse difícil de distinguir. Después de todo, es errante y erróneo
más allá de su encandilador brillo. Es eso que, piensa Rodríguez, nos hace
irnos al infierno gimiendo siempre un “¡Dios mío!”
TRES
Y Rosemary’s Baby –Rodríguez se la cruza en TCM, donde se la emite para
festejar sus cincuenta años– no ha merecido el tratamiento que se le ha dado al
medio siglo de 2001: A Space Odyssey. Nada de reestreno en festival. Pero, tal
vez, mejor así. Porque, a diferencia de lo que ocurre con la de Kubrick, a la
película de Polanski se la ve y se la disfruta mucho mejor en televisor y en la
penumbra de un living y despatarrado en ese sillón ya tan cómodo y familiar que
uno vendería el alma por él. Después de todo, Rosemary’s Baby es una de las
tantas muestras de que Polanski pasará a la historia como el gran maestro del
horror inmobiliario. Repulsion, Le Locataire, The Ghost Writer, Carnage, La
Vénus à la fourrure y la recién estrenada D’après una histoire vraie: todas son
claustrofóbicas y piezas de recámaras encerradas en sí mismas. Kubrick también
se metió ahí dentro de tanto en tanto –The Shining, Eyes Wide Shut, y hasta
puede entenderse a la war room de Dr. Strangelove o a la nave Discovery como
hogareños pero no dulces sino ácidos ambientes herméticos– pero esa no era su
especialidad. Y sí, por supuesto, a no dudarlo: el Dakota da mucho más miedo
que el Overlook.
CUATRO
Y hoy Rosemary’s Baby asusta más que buena parte de lo que estrena por estos
días dentro del género (incluyendo a las flamantes y tan polanskianas Mother!,
Get Out y Hereditary) y habiendo superado por mucho a derivados casi inmediatos
como The Exorcist y The Omen. Y Rodríguez siempre lo tuvo muy claro: la ventaja
de partida con la que contaba Polanski –adaptándola él mismo con un respeto tal
que parece incluir hasta la última de sus comas– era la novela perfecta de Ira
Levin. Truman Capote –nunca muy generoso con los demás– no dudó en considerar a
Rosemary’s Baby digna de Henry James. Y lo que hace la diferencia del libro es
su trama de relojería apoyándose sobre una muy puntual y universal idea tan
antigua como el concepto del Bien y del Mal: los vecinos son gente un poquito
rara, ¿no? Y, también, claro la cuestión esa de hasta dónde se es capaz de
llegar para conseguir aquello que más se desea pero que jamás se obtendrá sin
una ayudita de afuera.
Y la respuesta a
lo primero es sí y a lo segundo es muy lejos.
CINCO
Después, leyenda negra y secuelas a las que mejor negar u olvidar (una del
propio Levin cometiendo blasfemo sacrilegio e imperdonable pecado mortal ese
del “¿Y si fue todo un sueño, eh?”) y una reciente e innecesaria miniserie
trasladando la acción a París. Y Levin continuó explorando los miedos del
matrimonio y la maternidad con las muy funcionales esposas robóticas de
Stepford o los pequeños clones de Hitler creados en un laboratorio brasilero.
Pero Levin será por siempre más y mejor recordado por la inolvidable Rosemary y
su bebé quienes, además, amamantaron y fueron directamente responsables de la
poderosa y saludable revitalización de un género por entonces agonizante y
olvidado posibilitando editorial y comercialmente el surgimiento de demonios
como Stephen King y Peter Straub.
Pero por encima
de todo, lo de antes: Rosemary’s Baby es casi una parábola sobre la ambición,
el sacrificio y el vale todo para el quiero algo.
Por estos días,
desconcertados miembros del Partido Popular hasta hace poco en el gobierno sólo
pueden entender los sucesivos y contra toda lógica triunfos de un perdedor como
Pedro Sánchez como algo que nada más pudo obtenerse mediante pacto satánico. O
(se lo vio durante el himno, contra Croacia, mientras sus compañeros ponían esa
automática jeta-de-patria, él no paraba de refregarse la cara, como un
quimérico inquilino polanskiano queriendo despertar de esa pesadilla) un Messi
sin alma no pudiendo olvidar y revisitando –en una insomne noche marmotesca y
para colmo fotografiándose con un luciferino macho cabrío– aquel tiempo en que
pudo mutar a español antes y ganar el Mundial en Sudáfrica después y, lo más
importante de todo, haberse sacado de una vez por todas de encima a esa gárgola
pesada y habanera que es el puro Maradona, atormentándolo a lo largo y ancho
del mundo, por los siglos de los siglos, odien. O en la escandalosa liberación
de los íncubos violadores de La Manada. O en el polémico aquelarre informativo
alrededor de la extracción del cuerpo del santísimo o satanísimo Franco del del
Valle de los Caídos. Y mejor no pensar en la posibilidad de que el verdadero
apellido del separador de hijos Trump sea Marcato y viva en el maldito
Trumpkota.
SEIS
Pero la verdad es que el Diablo da para mucho más. Y ahí está y ahí estuvo y
ahí sigue. Siempre en los detalles: como gracioso caído en desgracia, como
contrapunto equilibrante, como la Cara al otro lado de la Cruz, como lo
tormentosa espiritual y geográficamente underground a las un tanto insípidas y
desangeladas nubes de la cultura oficial, como quien sabe lo que de verdad le
gusta e interesa y preocupa al ser humano a su imagen y semejanza
En más de una
ocasión, Rodríguez –de pasado con catecismo y primera comunión y procesionales
semanas santas al sur y hasta boda religiosa y quien de tanto en tanto entra a
una iglesia a confesarse– se pregunta si no se habrá equivocado de bando y si
no hace tiempo debió irse al Diablo. Si hasta, razona, un par de Papas han
aclarado que el infierno como tal no existe y que es más bien una “situación
mental”. Nada muy diferente a lo de todos los días, piensa Rodríguez. Pero en
seguida se arrepiente de pensar así y se persigna en automático, por las dudas,
y la película continúa.
Volviendo a
Rosemary’s Baby, cuya sufrida heroína rodeada por brujos que por motivos
religiosos no la dejan abortar al final se resigna a eso de si no puedes con
ellos...– las películas diabólicas suelen ser mucho mejores y más entretenidas
que aquellas con haz de luz y música celestial descendiendo desde las alturas,
porque ilumina mejor y es más simpático el rocker que rueda como un piedra y
Príncipe de las Tinieblas.
Y acaso lo más
importante de todo: el Diablo (quién sólo desea para su hijo el sitial de amo
del mundo y que consiga todo lo que él no pudo tener; Rodríguez se pregunta qué
pensará del asunto el abandonado y sacrificado Jesús) es mucho mejor padre que
Dios
Fuente: Diario Página
12 / Contratapa / 26 de junio de 2018.