CULTURA
El discurso completo de Claudia Piñeiro
La escritura como marca
Por Claudia Piñeiro
Antes que nada
quiero agradecer haber sido elegida para dar el discurso de apertura en esta
Feria del Libro de Buenos Aires. La Feria es el evento literario más importante
de la ciudad, del país y de la región. Y una de las ferias en español más
destacadas del mundo. Vengo a esta feria desde antes de ser escritora. Valoro
lo que tiene de literario y también lo que tiene de evento social, de lugar de
reunión, de cofradía, de territorio por el que transitan infinidad de personas
buscando un libro. Desde que fui convocada a dar este discurso me persigue una
pregunta: ¿Qué se espera de un escritor? ¿Alguien espera algo de nosotros? Tal
vez sí. O tal vez ni siquiera que escribamos un próximo libro.
Cuando hace ocho
años Griselda Gambaro tuvo que dar su discurso inaugural en la Feria de
Frankfurt citó a Graham Greene quien había dicho: "Debemos admitir que la
verdad del escritor y la deslealtad son términos sinónimos (...) El escritor
estará siempre, en un momento o en otro, en conflicto con la autoridad".
Me atrae ese lugar para el escritor: el de conflicto con la autoridad.
Entendiendo por autoridad -en nuestro caso- el Estado, la industria editorial y
los intolerantes que pretenden imponer cómo debemos vivir. Me siento cómoda en
un colectivo de escritores para los que la lealtad nunca deba ser con la
autoridad, sino con el lector, con el ciudadano, con la literatura y con
nosotros mismos. Y retomo el concepto tal cual lo expresó Gambaro: "Así
debe ser por razones de sano distanciamiento en la preservación del espíritu
crítico, de la disidencia como estado de alerta, si bien es preciso no
confundir la disidencia - trabajo de pensamiento - con la estéril rutina del
antagonismo sistemático." Quiero apropiarme de esa frase de Gambaro:
disentir como estado de alerta, no como antagonismo sistemático. La vida está
llena de gestos que tienen un significado y tratamos de decodificar. Nosotros,
como escritores, estamos atentos a los gestos que nos muestran la industria, el
Estado y por supuesto los lectores. Los nuestros también importan pero solemos
creer que alcanza con escribir. Sin embargo, hay determinadas circunstancias
sociales frente a las cuales la falta de acción o la falta de gesto explícito
también trasmite un mensaje.
Quiero señalar
algunos de esos gestos.
Los escritores
somos parte de la industria editorial. Reivindico el ejercicio de la literatura
como trabajo y nosotros como trabajadores de la palabra. Somos trabajadores
dentro de una industria, pero a veces ni nosotros mismos tenemos conciencia de
ese status. La confusión puede deberse a que trabajamos haciendo lo que más nos
importa en la vida: escribir. Hay textos inolvidables de George Orwell,
Marguerite Duras, Reinaldo Arenas, acerca de por qué escribimos. Dice Arenas:
"Para mí, escribir es una fatalidad, no una razón; una fuerza natural, no
una interpretación". Podría suscribir lo que dicen todos ellos, en
especial sumarme a lo que dice Arenas porque creo que cualquiera de esas
búsquedas del origen de la propia escritura son posteriores al acto. En el acto
de escribir hay pulsión, escribimos porque no tenemos más remedio, porque si no
escribiéramos no seríamos quienes somos. Creo en la escritura como una marca
ontológica.
Nosotros tenemos
plena conciencia de la crisis que atraviesa el sector; somos parte de la cadena
de valor tanto como lo son todos los otros eslabones: el accionista que
invierte en el negocio, el editor, el imprentero, el librero, el distribuidor,
los correctores, los traductores y cada uno de los que trabajan en la
industria. Nos gusta lo que hacemos y tal vez, si tuviéramos de qué vivir, lo
haríamos gratis. Pero el trabajo se paga. Se nos debe pagar en tiempo y forma
lo que vale. Algunas editoriales lo hacen, algunas no. No se trata de tamaños:
grandes, medianas o independientes, hay quienes hacen las cosas bien y quienes
las hacen mal. En ese sentido yo me siento privilegiada. Pero tengo la
responsabilidad de hablar no sólo por lo que me pasa a mí sino por mis colegas.
Más allá de que
el 10% por derechos de autor - porcentaje que no tiene otra explicación que
"porque siempre fue así"- se liquide semestralmente y sin ajuste por
inflación, hay editoriales que pudiendo hacerlo no pagan anticipos y otras que
proponen contratos infirmables que no resistirían un análisis ni jurídico ni
ético. ¿Por qué los firmamos? Porque queremos ser publicados, porque sabemos lo
difícil que es conseguirlo, pero también porque estamos convencidos como
"El mercader de Venecia" de Shakespeare, que aunque el contrato diga
que deberemos pagar con una libra de carne, llegado el caso Shylock no será
capaz de tomar el cuchillo y cortarnos un pedazo del cuerpo: error. Y porque
estamos solos. Hay un estado de indefensión ante ciertos usos y costumbres que
deberían ser revisados. Algunos tenemos la suerte de contar con un agente que
nos defienda. Algunos tenemos la suerte de trabajar con editoriales que cumplen
con sus obligaciones. Pero muchos escritores no. Ante esas inequidades hay una ausencia
del Estado. Es poco habitual encontrar diputados que estén pensando leyes que
nos protejan. Los jueces no entienden nuestros reclamos. Los distintos actores
del poder ejecutivo no dan respuestas a preguntas sobre la continuidad de
premios nacionales y municipales, la ley del libro o la jubilación de los
escritores. No pretendo que nos digan que sí a todo lo que pedimos, pero
pretendo un intercambio de opiniones y una respuesta que demuestre que se nos
escucha. La ausencia de gesto también es un gesto. Los dramaturgos y guionistas
cuentan con Argentores, que con errores y aciertos, defiende sus derechos. El
resto de los escritores no tenemos sindicato en el sentido estricto de la
palabra. Tal vez porque somos seres muy solitarios y poco afectos a lo gregario
es que nos cuesta reclamar en conjunto y este reclamo no puede ser individual.
Tal vez porque sentimos que la literatura tiene que estar por encima de
cualquier demanda. Y es cierto, la literatura debe estar por encima de
cualquier demanda; pero hoy, en el 2018, los escritores somos un engranaje de
una industria que genera bienes y servicios y nuestra tarea tiene que ser
honrada como lo que es: trabajo.
Algunos gestos
novedosos y positivos. Han surgido en los últimos tiempos colectivos con
conciencia de la necesidad de visibilizar lo que nos pasa. Por un lado la Unión
de Escritores, que en su razón de ser dice : "Somos un grupo de escritoras
y escritores interesados en instalar el debate sobre la figura del escritor en
tanto trabajador". Un grupo que iniciaron entre otros Selva Almada, Julián
López, Enzo Maqueira, Alejandra Zina, y al que hemos adherido muchos más. Con
ese debate, la Unión intenta lograr que escritores con menos experiencia
adviertan que si alguien pide la libra de carne, no hay que firmar. Por otro
lado está el nacimiento de NP literatura, una Asamblea Permanente de
Trabajadoras Feministas del Campo Cultural, Literario e Intelectual que
gestaron entre otras Cecilia Szperling, Florencia Abatte y Gabriela Cabezón
Cámara. Ya adherimos más de trescientas cincuenta escritoras. NP literatura se
define así: "Nosotras proponemos diez puntos para un compromiso ético y
solidario en la búsqueda de la igualdad de espacios, visibilidad y puesta en
valor de la mujer en el campo cultural, literario e intelectual".
Soy mujer y he
tenido la suerte de hacer una carrera que me llevó a los lugares donde quería
estar. Incluso a lugares que no había imaginado. Pero que en un grupo
invisibilizado algunas logremos hacernos ver no invalida la oscuridad sino que la
potencia. Me han hecho infinidad de entrevistas relacionadas con la Feria del
Libro y en muchas me preguntan cómo me siento, dada mi condición de mujer, por
abrir esta edición. Mi respuesta: "El año pasado la abrió Luisa
Valenzuela". El error o el olvido denota la discriminación: es
"exótico" que se le otorgue ese lugar a una mujer. Cuarenta y cuatro
ediciones, cuatro escritoras. En estos días tuve la suerte y la amarga
experiencia de escuchar numerosos ejemplos de discriminación e invisibilización
de mujeres en el campo literario: en lo académico, en lo editorial, en lo
institucional. No en la elección de los lectores. No en el éxito a lo largo del
mundo. Voy a dar un solo ejemplo. Hoy los medios culturales a nivel mundial
hablan de la literatura argentina nombrando entre otros pero con mucha mayor
frecuencia a Samanta Schewblin, Ariana Harwicz -ambas finalistas del Booker
Prize_ y Mariana Enriquez. Schewblin y Harwicz viven en el exterior, pero a
Enriquez la tenemos a pocas cuadras. Si quieren oírla no la busquen en el
programa de la Feria porque acá no estará. Van a tener que ir al Malba cuando
converse con Richard Ford. Un afortunado Richard Ford. Quiero marcar esto no
como reproche sino para que se vea. Como el mingitorio de Duchamp cada
invisibilización grosera de una mujer trabajadora de la literatura debe ser
sacada de su lugar y expuesta para que se tome conciencia. Los festivales de
literatura y las ferias salvo honrosas excepciones están plagadas de mesas para
debatir -entre mujeres por supuesto- si existe la literatura femenina,
literatura y feminismo, el papel de la mujer en la literatura. Pero en las
mesas de cuento, novela, lenguaje, crítica, las mujeres son minoría o no están.
Así como hoy creo que a nadie se le escapa lo políticamente incorrecto que
resultaría preguntarle a Obama qué siente haber sido presidente de los Estados
Unidos siendo negro, o a Johanna Sigundardottr qué se siente ser presidente de
Islandia y lesbiana, llegará un día en que dará vergüenza preguntar qué se
siente ser mujer y abrir la Feria del Libro.
Pero más allá de
los gestos acerca de nuestros derechos particulares, quisiera ahondar en un
gesto que me parece trascendental para definir si se le da importancia o no a
la literatura: la formación de lectores. Nadie nace lector. Se llega a ser
lector transitando un camino de iniciación. ¿Qué estamos haciendo todos, la
industria, los promotores culturales, nosotros escritores y especialmente el
Estado para que haya cada día más lectores? Sin lectores no hay literatura. Lo
dijo Sartre: "La operación de escribir supone la de leer como su
correlativo dialéctico (...) Lo que hará surgir ese objeto concreto e
imaginario que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y
del lector. Sólo hay arte por y para los demás". Permítanme repetirlo, si
no hay lectores no hay literatura.
Hace no mucho
escuché a Martin Kohan hablando de un autor argentino que él considera de los
mejores escritores contemporáneos y a quien lee muy poca gente. Kohan decía que
su trabajo en la Universidad es revertir la situación, formar lectores que
aprecien esa literatura y quieran leerlo. No se quejó de que muchos no lo lean
sino que expresó la conciencia de la necesidad de formar un lector. No
cualquier lector se podrá encontrar con cualquier texto si no se lo entrena.
Esta misma necesidad se puede transportar a otros niveles de lectura y
concluiremos que hay argentinos que no están preparados para leer ningún texto.
La democracia necesita ciudadanos y la lectura forma ciudadanos con pensamiento
crítico y diverso. Aún sin la competencia con la tv, el cine, series o
entretenimientos virtuales, si una persona no está entrenada para leer nunca
elegirá esa opción. Está claro que si un chico sale de la escuela primaria sin
poder leer de corrido no podrá ser lector. Y no hablo de operaciones básicas de
lectura como la elipsis, la anticipación, comprender una metáfora, poder hacer
relaciones en base a conocimientos previos. Hablo de leer de corrido. Como
primer paso tenemos que exigir que los alumnos terminen la escuela primaria con
las habilidades indispensables para ser lectores. Lo tenemos que exigir no por
la literatura sino por ellos. De otra manera estarán condenados a la exclusión.
Es una deuda de la educación que lleva décadas. Luego buscar la manera de
transmitir el entusiasmo por la lectura. Si de verdad un país cree en la
importancia de leer, la promoción de la lectura debe ser una política de
Estado.
Además de lo
mucho que esta Feria hace por la promoción de la lectura, hay tres modelos muy
exitosos que me gustaría destacar. Uno es el que desde hace años desarrollan
Mempo Giardinelli y Natalia Porta López en el Chaco. No he visto nada igual.
Cientos de maestros, profesores y promotores de lectura absorbiendo materiales
pero sobre todo energía para contagiarla a nuevos lectores. Es una actividad
que emociona. El Estado debería apoyarla con vehemencia. Otro modelo de
promoción de la lectura exitoso es la Conabip, tan reconocido que en este
momento hay personal de esa institución trabajando en el proceso de paz de
Colombia, enseñando el modelo de inclusión social que significan las
Bibliotecas Populares. Lo que sucede con la Conabip además de deslumbrarme por
su tarea, me conmueve porque es una obra de años que pudo sostenerse a través
de distintos gobiernos. Las políticas culturales tienen que ser persistentes en
el tiempo para que surtan efecto. Si un nuevo gobierno borra lo que hizo el
anterior estamos siempre en la línea de largada. He visto la gran labor de la
Conabip desde los años en que estaba María del Carmen Bianchi, hasta hoy que la
dirige con tremendo entusiasmo Leandro Sagastizabal. No hubo ruptura por cambio
de gobierno, el que llegó lo hizo para sumar. Así debería ser siempre. Por
último, el Filba Nacional de la Fundación Filba, que cada año se traslada a una
ciudad del interior a llevar literatura. El festival está pensado en cada caso
para el público local. No son los lectores quienes deben trasladarse sino los
escritores; además de que visibiliza autores de la región. Federalismo puro, eso
que vemos tan poco a pesar de lo que dice la Constitución.
Por último la
pregunta inicial, ¿qué espera el lector de un escritor? ¿qué espera un
ciudadano de nosotros aunque no nos lea? En el mejor de los casos, como dije,
un próximo libro que satisfaga lo que cada lector busca: suspenso, manejo del
lenguaje, personajes inolvidables, entretenimiento, incomodidad, inteligencia,
ampliación del mundo propio. Cada lector exige a su manera. Pero además de un
próximo libro, ¿se espera que opinemos sobre determinados asuntos de la
realidad? Tenemos la habilidad de ver con un lente más fino y mostrar lo que
vemos con palabras. ¿Debemos usar esa herramienta? ¿Esperan que lo hagamos? Hay
escritores a los que no les interesa esta intervención. Hay otros a los que sí
les interesa pero les da temor. Hay algunos a los que les interesa en exceso,
tampoco es necesario opinar de todo. Hace un tiempo Juan Sasturain contó en la
contratapa de Página 12 cómo trataba de mantenerse en silencio en reuniones
familiares o con amigos para no entrar en discusiones. Hasta que de pronto
alguien tocaba un tema y al hacerlo trazaba una línea que lo obligaba a dejar
claro de qué lado estaba. Coincido con él. El año pasado vivimos acá, en esta
Feria, una experiencia parecida cuando se convocó a una marcha para repudiar el
intento de aplicar el cómputo de 2X1 a las condenas de militares por sus
crímenes durante la dictadura. Muchos de nosotros y la misma Feria del Libro
como institución decidimos suspender nuestras actividades para ir a la marcha.
Hace pocos días, nos pasó lo mismo a cuatrocientas escritoras que acordamos
defender con nuestra firma y con nuestro cuerpo la ley de interrupción
voluntaria del embarazo. Yo sentí en la calle el agradecimiento por esos gestos
en aquella oportunidad y ahora, la confirmación de que eran necesarios. Sin
embargo nos cuesta apropiarnos de ese espacio de intervención pública. Tal vez
sea porque nos incomoda la palabra "intelectuales", como definición
del escritor que interviene en la sociedad. Lo explica muy bien Carlos
Altamirano en su artículo: "Intelectuales: nacimiento y peripecia de un
nombre". Dice: "El concepto de intelectual no tiene un significado
establecido: es multívoco, se presta a la polémica y tiene límites imprecisos,
como el conjunto social que se busca identificar". El uso del término en
la cultura contemporánea nace en Francia en el año 1898 con el debate por El
caso Dreyfus. En 1894, el capitán del Ejército francés Alfred Dreyfus,
alsaciano y de origen judío, fue arrestado bajo la acusación de haber entregado
información secreta al agregado militar alemán en París. Con pruebas
inexistentes o controvertidas, se lo condenó a cadena perpetua en la Isla del
Diablo. Aunque luego quedó claro que era un error, los jefes militares se
negaron a revisar el caso, sostenían que admitirlo afectaría la autoridad del
Ejército. Pero como diría años después Graham Green el lugar del escritor es el
de conflicto con la autoridad y Émile Zola se involucró en el affaire. En enero
de 1898 publica en L'Aurore su carta abierta al Presidente de la República
francesa, Yo acuso. El título se lo debemos al jefe de redacción Georges
Clemenceau. Zolá advierte sobre la violación de las formas jurídicas en el
proceso de 1894 y exige una revisión. Muchas firmas de peso lo acompañaron:
Anatole France , André Gide, Marcel Proust. También muchísimos desconocidos,
profesores, maestros, periodistas. A los pocos días Clemenceau hizo referencia
a quienes firmaron como "esos intelectuales que se agrupan en torno de una
idea y se mantienen inquebrantables". Un nuevo actor colectivo -en
palabras de Altamirano- " proclamaba su incumbencia en lo referente a la
verdad, la razón y la justicia, no solo frente a la elite política, el Ejército
y las magistraturas del Estado, sino también frente al juicio irrazonado de una
multitud arrebatada por el chovinismo y el antisemitismo." En cambio
Maurice Barrès, en una editorial de Le Journal los descalificó diciendo:
"Estos supuestos intelectuales son un desecho inevitable del esfuerzo que
lleva a cabo la sociedad para crear una elite". Vuelvo a citar a
Altamirano: "El debate sobre el caso Dreyfus deja ver que la apología del
intelectual y el discurso contra el intelectual se desarrollaron juntos, como
hermanos-enemigos. El conocimiento social es siempre impuro y la lucidez suele
ser interesada."
Quizás sea el
elitismo la acusación que más nos incomoda. Pero si la palabra intelectual
incomoda la solución puede ser usar otra en lugar de no actuar. ¿Cuándo y cómo
hacerlo? Cuándo lo sabrá cada uno. Cómo: con nuestros propios recursos. Los
escritores tenemos herramientas literarias y lingüísticas que no todos poseen.
No se trata de elite, se trata de oficio. De ser trabajadores de la palabra.
Voy a destacar hoy tres: la conciencia lingüística, el punto de vista, la
composición de los personajes.
La conciencia
lingüística es un término que tomo de Ivonne Bordelois en La palabra amenazada.
Dice Bordelois: "Pero si esta cultura ataca la conciencia del lenguaje es,
en gran medida, porque de algún modo se adivina que en ella, además de la
fuerza refrescante de la poesía, reside la raíz de toda crítica. Para un
sistema consumista como el que nos tiraniza, es indispensable la reducción del
vocabulario, el aplanamiento y aplastamiento colectivo del lenguaje, la exclusión
de los matices". Nosotros tenemos conciencia lingüística y por lo tanto
podemos señalar a la sociedad cuando el uso, la desaparición o la apropiación
indebida de una palabra es parte de una operación del lenguaje para
manipularnos. Hace poco hablé de la palabra vida en los debates por la
legalización del aborto. Hoy quisiera traer otra palabra que creo que fue usada
de una manera que nos hizo mucho daño: grieta. Todos sabemos lo que es una
grieta. Pero la palabra se usó para definir la división de nuestra sociedad por
pensar diferente. Si hay una grieta hay dos territorios separados por un vacío.
No hay puentes. No hay comunicación posible. Si uno quiere pasar de un lugar al
otro para dialogar se cae en una zanja. Los que no se sienten parte de ninguno
de los dos sectores están condenados a desplomarse en ese tajo hecho casi de
violencia: una grieta no se piensa, no se planea, desgarra la superficie de
forma antojadiza. La democracia es pluralidad de voces viviendo en un mismo
conjunto y espacio social. ¿Éramos una grieta o el lenguaje operó sobre
nosotros y nuestras diferencias para que no haya diálogo posible? Tal vez, si
hubiéramos hecho una advertencia desde la conciencia lingüística la historia
sería diferente.
Tenemos otro
recurso muy valioso: el punto de vista. Nadie mira el mundo desde la misma
ventana y por lo tanto no hay una sola imagen posible. Cuando escribimos
elegimos desde qué personaje contaremos la historia y eso es una decisión
trascendental. El cuento En el bosque , de Akutagawa, nos muestra que, en
ciertas ocasiones, ni siquiera en un crimen existe una única verdad. Entender
el concepto de punto de vista, en vez de dibujar una grieta, podría ayudar a
ponernos en la ventana del otro para mirar el mundo, aunque luego uno termine
eligiendo la ventana propia.
Por último la
composición de los personajes. Cuando creamos un personaje necesitamos que
tenga lo que Mauricio Kartun llama tridimensionalidad, que el personaje no sea
plano ni maniqueo. Ese requerimiento nos obliga a hacer un ejercicio de
humildad: un personaje no piensa ni actúa como nosotros, lo hace desde su
propia identidad. Cuando alguien lee también tiene que hacer ese ejercicio.
Caminar con los zapatos de otro ayuda a comprender que ese otro vivirá su vida
como lo indique su historia personal y su esencia. Y esa comprensión nos puede
enseñar a no juzgar, a abrazar aún después de un acto que no compartimos. En
dos de mis novelas y en un cuento toqué la temática del aborto. Pero no me
arrogué la vida de mis personajes, no los hice actuar como yo habría actuado.
En Tuya, la adolescente que queda embarazada y concurre a un
consultorio clandestino finalmente decide no abortar. En el cuento Basura para
las gallinas una madre le hace un aborto a su hija con una aguja de tejer tal
como vio a su propia madre hacérselo a su hermana. En Elena sabe,
una mujer es secuestrada por otra en el momento que está por entrar a hacerse
un aborto; años después la mujer que no pudo interrumpir el embarazo es una
persona gris que no ha superado el trauma que le ocasionó tener un hijo contra
su voluntad.
He mencionado
muchos libros en esta tarde de apertura de la Feria. Esa tarea, la de
prescribir lecturas como una entusiasta receta médica, es algo que aprendí de
mi maestro Guillermo Saccomanno. Cuando empecé a trabajar con él me entregó una
lista de más de cien libros imprescindibles que aún conservo, y a la que le fue
sumando generosas recomendaciones a lo largo de los años. Me gusta recomendar
lecturas también. Podría entusiasmarlos con distintos libros ahora mismo. Pero
dado el debate que hoy nos atraviesa y en mi rol de escritora que sí desea
intervenir en la sociedad, quiero dejarles una pequeña lista de novelas, textos
de no ficción y cuentos que plantean el tema no sólo del aborto sino del
derecho a la no maternidad, una cuestión clave en ese debate. En la buena
literatura no encontrarán verdad sino puntos de vista, personajes que ante un
abismo toman decisiones según su esencia y nunca, ojalá, preceptores de
moralidad.
Va mi lista.
Anoten : Lanús, una novela de Sergio Olguín, Pendiente,
una novela de Mariana Dimópulos, Hospital de ranas, una novela de
Lorrie Moore, "Una felicidad repulsiva", un cuento de Guillermo
Martínez, Matate amor, una novela de Ariana Harwicz, "Colinas
como elefantes blancos", un cuento de Ernest Hemingway, Los
príncipes de Maine, una novela de John Irving, La importancia de no
entenderlo todo, un libro de artículos de Grace Paley, A corazón
abierto, una novela de Ricardo Coler, "La llave", un cuento de
Liliana Heker, Santa Evita, una novela de Tomás Eloy
Martínez, Enero, una novela de Sara Gallardo, Las palmeras
salvajes, una novela de William Faulkner, Contra los hijos, un
libro de no ficción de Lina Meruane, "El curandero del amor", un
cuento de Washington Cucurto, Vía revolucionaria, una novela de
Richard Yates. Sumen los suyos y pásenmelos.
Antes de
despedirme mi especial recuerdo para Liliana Bodoc, una ferviente trabajadora
de la palabra. Liliana fue una mujer que vivió dando gestos, hermosos gestos. Y
en disidencia como estado de alerta. A ella también tendrían que leerla si aún
no lo hicieron.
Buenas tardes,
disfruten la Feria del Libro de Buenos Aires.
Muchas gracias.
Fuente:
Diario Página 12 / Cultura (26-04-2018)