LITERATURA
“LETRAS
Pessoa: poesía, vida, cabotaje
Manuel Moya firma para Ediciones del Subsuelo una apasionante biografía
del poeta portugués (con sus infinitos heterónimos) que fija los instantes
vitales de uno de los clásicos contemporáneos.
Por Carlos Mármol
El mundo de Pessoa
/ DANIEL ROSELL
La existencia, igual que la escritura, es una sinfonía. Al principio todos la imaginamos como una
estructura ideal, armónica, heredada en unos casos o admirada, en otros, pero
su música, el constante devenir del alma que nos contiene, nos
lleva más pronto que tarde a donde ella quiere. Al repasar los días que vamos
dejando atrás creemos encontrar una determinada pauta o regularidad; en el
fondo sospechamos que sus únicos sustratos son la incertidumbre y la certeza de
haber sido conducidos por los acontecimientos, cual marionetas de un teatro de
guiñol o piedras lanzadas al aire desde el lecho de un río
desbordado.
Uno de los logros de la excelente biografía que el escritor
onubense Manuel Moya, poeta de Fuenteheridos, le ha dedicado a Fernando Pessoa –El hombre de los sueños–, editada por Ediciones del Subsuelo, el sello barcelonés que comanda Laura Claravall, es su forma de dotar de asidero al
caos (datos, instantes, días y noches, versos) que rodean al poeta portugués sin alimentar los abundantes lugares comunes que
han ido adhiriéndose a su figura.
Fernando Pessoa /
DANIEL ROSELL
Pessoa es un icono: un tipo fino, artista secreto, diablo enterrado dentro de sí mismo. Una personalidad
escindida en otras muchas más, igual que un cristal roto. Una criatura de cafetín,
librerías y tranvías tristes; también fue durante medio siglo el nombre de un
túmulo en el camposanto lisboeta de Dos Prazeres, hasta
que sus restos fueron trasladados al claustro del monasterio de los Jerónimos,
donde desde los años ochenta una escultura vertical de Lagoa Henriques acoge unos versos de Ricardo Reis, uno de sus múltiples yo: “Para ser grande, sé íntegro: nada / Tuyo exageres ni excluyas. /
Sé todo en cada cosa. Pon
cuanto eres / En lo mínimo que hagas. / Así en cada lago la luna toda /
Brilla, porque alta vive”.
Moya, traductor, editor y devotísimo (ma non troppo: les
separan las ideas políticas) del autor del Libro del desasosiego,
ha compuesto una panorámica integral del Pessoa persona –valga la redundancia– de setecientas
páginas, escritas en algo menos de un año en jornadas de trabajo intensivas. En
pandemia. El fruto de su esfuerzo es un libro ambicioso en
el fondo y, ante todo, en la forma. Una obra que va a perdurar. En
ella encontramos ingredientes de toda laya y condición: peripecia, historia,
psicología, evocaciones, amplia documentación, desengaños, hechos, incluso
hipótesis. Todas luces de la gloria y las sombras de una vida.
Aunque lo que otorga su mayor atractivo a esta obra es la reflexión, canalizada a través de un estilo rico y poderoso,
donde la experiencia íntima de quien escribe importa tanto o más que la sobria
erudición del experto. Moya, por supuesto, sabe muchísimo de Pessoa, pero su
caudal de conocimientos –condensados en este libro y en sus traducciones–
procede de la lectura sonámbula, como traductor, de la obra del escritor portugués,
ingente, desordenada, confusa a veces, pero tocada por la levedad de la emoción y el extraño don de la
naturalidad.
Como otras relaciones biográficas, Moya comienza su libro con un
desmentido: Pessoa no fue un meteorito extraño caído sobre la Tierra. No
es el Bernardo Soares de la calle Douradores. Participó, como sus
contemporáneos, en los sucesos políticos y sociales de su tiempo. No se le
puede considerar un pequeño burgués marginal ni un desconocido, aunque
frecuentara los comedores más humildes de la Baixa y
anduviera siempre por el Chiado a la cuarta pregunta,
sin blanca, trastornado por las miserias de la vida
rutinaria. Tampoco debe calificársele como un escritor secreto,
aunque se presentase en público como traductor (de
cartas comerciales) y limitase su ambición literaria al ámbito de la vocación.
La foto canónica del poeta, en realidad, enuncia un enigma: ¿Quién fue realmente el creador de tantas
máscaras, capaz de ser un individuo y encerrar en su interior una multitud de
voces poéticas? ¿Cómo se explica que un oscuro oficinista, peatón perpetuo, un pobre hombre, haya pasado a la posteridad como
uno de los escritores más importantes de la modernidad? Aquí reside el suspense que alumbra la apasionante narración
de Moya, que traza su propia novela sobre Pessoa con los materiales del
investigador y la mirada del poeta.
La imagen que proyecta es la de un niño desubicado al
que le sucede algo insólito: la gente a su alredor muere y él envejece. El
poeta portugués de este estupendo libro no está encerrado en la jaula dorada de
la posteridad. El Pessoa de Moya está vivo, cambia, evoluciona, se contradice y
se deteriora por el roce inmisericorde del tiempo. Es un racionalista.
Se expresa y actúa como un caballero británico aunque nos haya dejado, movido
con el fanatismo de un grafómano patológico, un cofre de los tesoros con
30.0000 páginas del mejor portugués moderno.
Azulejo dedicado a
Fernando Pessoa en el Forte do Pico de la ciudad brasileña de Niterói / HALLEYPO
Moya lo compara con Sísifo, el
protagonista del mito griego al que los dioses condenaron a arrastrar una
piedra para, una vez logrado su objetivo, volver a comenzar de nuevo, en vez de
quedar liberado de tan infame tarea. En términos sociales, fracasó en casi todo, aunque sus quebrantos personales
–ésta es la tesis de su biógrafo– sean el magna que ha configurando su
universo, extraño y fascinante, al que cuesta entrar pero en
el que, una vez dentro, vemos la existencia como una sucesión de fragmentos cuyo sentido depende de nosotros.
El Libro del desasosiego, su gran obra en prosa, hecha de
anotaciones circunstanciales, quedó incompleto. El banquero anarquista,
una joya maestra (en miniatura) de la sofística, no
pasa de la condición del breviario de ocasión. Pessoa tenía una ambición
colosal pero tropezaba con la vulgaridad ambiental.
Fue un Ícaro que no pudo volar mucho y, en su caída, terminó conectando con la sensibilidad moderna, hecha de tonos grises, sombras
y naturalismo. La frustración cotidiana alimenta su poesía, que, sin embargo,
aspiró siempre a la fantasía.
Es este contraste, sentido como ambivalencia, el que cincela su
código literario, incluso el que se prologa en sus famosas personalidades
–paralelas a la voz principal– hasta forjar toda una constelación. La diseminación heteronómica parece fruto de su
afición por los parlamentos de Shakespeare, donde
es el verbo quien traza la personalidad de los personajes. Quienes más aman las
palabras las reservan (para sí mismos): son los solitarios. Pessoa forma parte
de esta élite espiritual, misántropa y fatalmente sensible e
incomprendida.
Moya logra en esta biografía –la primera escrita en español, ya
que la de Ángel Crespo (La vida plural de Fernando
Pessoa) reúne una colección de ensayos literarios con ciertos
pasajes vitales– momentos muy emocionantes, como corresponde a la prosa
de un poeta. Sucede por ejemplo al relatar la infancia del escritor portugués,
marcada por la demencia de su abuela, cuyo fantasma no le abandonará nunca, la temprana muerte del padre –a los cinco años de
su edad–, el trágico deceso infantil de su hermano o el segundo matrimonio de
su madre, que lo conduce desde la Lisboa del Largo de San Carlos, en el Chiado,
a Durban, la colonia británica donde consumiría un
decenio de sus días. En Sudáfrica vive sus años oscuros. Allí forja su
personalidad sobre un fondo de carencias emocionales –nunca se sintió querido–
y con la sensación de extranjería instalada en la médula.
Retrato de Pessoa
(1914) / CAVALAO
A Lisboa, de donde no saldría en treinta años, regresa en
1905 en un barco –el Herzog– con destino a Hamburgo que hace escala en el
estuario de Tajo. De él desciende un joven enjuto, con menos de veinte años, en
busca del paraíso arrebatado. El desenlace de esta segunda vida no tolera, sin embargo, la vuelta al
origen. Pessoa buscaba un imposible: su pasado sólo existe en su imaginación.
Es un recuerdo desmentido por una realidad tiránica de cafés sucios y barrios –Ourique, Estefânia,
Benfica– donde su vida interior se disocia de la exterior.
El eterno hombre del gabán cultivará en su ciudad una sociabilidad instrumental en oficinas, tertulias,
asociaciones esotéricas, revistas literarias y en lances políticos, pero
durante todo este tiempo no deja –en paralelo– de hablar solo, escribiendo.
Moya se extiende en el perfil ideológico del poeta, ausente del retrato oficial
de Pessoa, que se definió como monárquico (creía
en el Portugal imperial mientras sus colonias agonizaban), anticomunista, antisocialista, cristiano gnóstico,
ocultista aficionado, masón y contrario a cualquier Iglesia. “Combato”
–escribió– “contra los tres asesinos: la Ignorancia, el Fanatismo y la
Tiranía”.
Parecen posiciones rotundas para un individuo que tendía a la ensoñación como mecanismo de autodefensa, pero se
explican por las contradicciones que habitaron en el interior de su
personalidad: el poeta portugués quiso volar alto, como una cometa, pero la ausencia
de viento favorable lo postró una y otra vez en el suelo, fatigando y
destrozando sus anhelos. Era discretamente pobre,
pero emprendía negocios –entre ellos, la tipografía– para ser rico y liberarse
de las servidumbres sociales y económicas. Nunca lo consiguió. Se
refugió entonces en el ocultismo, el alcohol y las cartas astrales. Ambicionaba
que su embarcación saliera a alta mar, pero sus estrechas posibilidades
únicamente permitían la navegación de cabotaje.
Eterno inédito –publicó sólo cuatro libros– y con el don de Babel: podía escribir con estilos distintos
sin contaminarse por el tránsito entre su voz principal y las restantes, cuyo
origen no está –según Moya– en ningún extraño sortilegio o poder mágico, sino
en el mecanismo que el niño que fue desarrolló tras la destrucción súbita del
marco familiar: hablar con amigos imaginarios. Algo que todos hemos
hecho de niños, pero que, en su caso, se prolongó en la madurez, adoptando
además una formulación artística a través de personalidades
literarias.
Retrato de
Fernando Pessoa pintado por José de Almada Negreiro
La multiplicidad de voces, esta polifonía cultivada hasta el paroxismo, continúa
deslumbrando a muchos de los interesados en el poeta, acaso más pendientes de
su mito que de su obra, pero su vigencia literaria no responde a este exotismo,
tan útil para su caracterización, sino a un hecho más humilde y poderoso. Lo
resumen las palabras del propio Moya: “Su obra posee una densidad
humana poca veces vista. Por eso se le lee”. Y, sin duda alguna, se le seguirá leyendo. Es uno de los
grandes. Perpetuo presente continuo.” 1
Biografía consultada
1)- Letra Global, 24-3-2023.