EL
PAÍS
A 50 años del secuestro del general,
un texto de lectura imprescindible
La muerte de
Aramburu: ¿asesinato o ajusticiamiento?
José Pablo Feinmann --escritor,
filósofo, historiador, periodista, politólogo, pensador--, reflexionó durante
años sobre el secuestro y la muerte del emblemático general antiperonista,
mostrando el hilo que la une al fusilamiento de Valle y ubicándola en su
contexto histórico y político. Su mirada, que se contrapone a la elegida hoy
por la mayoría de los medios, quedó plasmada en este diario y en su novela de
indispensable lectura, Timote.
Por José Pablo
Feinmann
Isaac
Rojas y Pedro Eugenio Aramburu. Líderes de la Revolución Libertadora.
DE LA PENITENCIARÍA NACIONAL A TIMOTE: LA LARGA MANO DE LA HISTORIA
¿Qué habrá pensado Aramburu el 29 de mayo de 1970? Lo
dijimos: la fecha está cuidadosamente elegida. Se cumple, ese día, un año del
Cordobazo. Se festeja, ese día, el Día del Ejército. De ahí en más, ese día,
será el de la muerte de Aramburu. (Dejamos para más adelante, cuando tengamos
todos los datos en la mano o todos los que se pueden tener, si ese hecho fue un
asesinato o un ajusticiamiento. O si fue algo todavía algo más complejo. Algo
que probablemente no pueda ser encerrado en una sola palabra.)
¿Qué habrá pensado el hombre de
la Libertadora, el fusilador de Valle, cuando le dijeron que lo iban a matar y
que el motivo principal era el de la muerte de Valle? “Nunca creí que iba a
tener que pagar por eso”, quizá. Pero lo que uno piensa, lo que hoy podemos
pensar con la serenidad de los años (no con la frialdad de los años, sólo con
esa serenidad que nos permite atrapar los hechos en su compleja trama, sin
dejar nada afuera, tornando visibles todas las determinaciones que se cruzan en
la trama de la historia, en un hecho que las convoca a todas) es que la mano de
la historia es larga, que la persistencia de ciertos sucesos se prolonga
imprevisiblemente. Aramburu se habrá sorprendido. ¿Quiénes eran estos
muchachos? ¿Serían capaces de matarlo por un asunto como el de Valle? ¿No había
quedado eso atrás? ¿No estábamos ahora preocupados por encontrarle una salida
política a la Revolución Argentina? ¿No soy yo precisamente el garante de esa
salida, el hombre ideal para encarnar ese proyecto? Digamos una suposición
disparatada: ¿y si pensó, súbitamente, “debí haber recibido a la mujer de Valle
esa noche”? “Si hubiera tenido esa clemencia tal vez estos muchachos serían
ahora más clementes conmigo.”
En fin, no importa. Pero algo ha
de haber intuido acerca de los complejos caminos de la historia. Que son
imprevisibles, que suceden sin causalidad alguna, pero tienen, algunos de
ellos, una densidad asombrosa. La muerte de Aramburu condensa toda la tragedia
argentina desde el 16 de junio de 1955 en adelante. Esa muerte se la había
ganado. No estoy diciendo que fuera justa. Menos un tipo como yo que detesta la
violencia y cree que nadie debería morir, pero no es tan ingenuo como para no
saber que la historia está escrita con sangre, que el hombre es el lobo del
hombre, que el capitalismo es un sistema que sólo puede engendrar injusticias y
odios. Que la violencia se cierne sobre este mundo desde sus orígenes y perdura
hoy como si nada hubiera pasado, perdura aún con mayores posibilidades
destructivas. Ya haremos algo así como una ontología de la violencia. El
resultado deberá confrontar el postulado bíblico “No matarás” con el postulado
antropológico e histórico “El hombre no puede no matar”. Aramburu, como todo
ser humano, no merecía morir, pero la muerte se la había ganado. Había hecho
muchas de las cosas necesarias que suelen condenar a los hombres. Había
despertado odios. Había ordenado muertes. Había sido impiadoso, vengativo.
Había desoído pedidos desesperados de clemencia. Hacerle decir a la mujer del
general al que va a fusilar que él, el único que puede impedir esa ejecución,
duerme” es de una crueldad inaudita. Ante todo, la debió haber recibido. Debió
haber tenido la dignidad y el coraje de decirle en la cara por qué mataba a su
marido. Y si no, no debió ordenar que le dijeran que él dormía. Era decirle:
“Yo tengo la conciencia en paz, señora. La muerte de su esposo no me quita el
sueño. Su desesperación tampoco. Usted, para mí, no vale nada porque es,
precisamente, su mujer. El motivo que cree la autoriza a pedirme clemencia es
el mismo por el que yo no la quiero ver. Porque se casó con un peronista,
señora. Porque supo que él se alzaría contra nuestro gobierno, que es el que
restauró la libertad y la democracia en nuestro país, y siguió a su lado.
Denunciarlo habría sido mucho, tal vez. No le pido tanto. Pero haber seguido
con él es imperdonable. Y si él no le dijo nada usted debió darse cuenta. En
algo raro anda mi marido. Eso debió advertir. De eso debió darse cuenta. Usted
es una peronista como él. Por eso, si se dio cuenta, lo dejó seguir. Todo salió
mal. Hay que pagar. La que esta noche no va a poder dormir es usted. Yo no. Yo
ya estoy durmiendo. Se lo hago saber para que usted, justamente, sepa hasta qué
punto mi conciencia está serena”.
Además hizo fusilar a
Valle en una penitenciaría. Como a un reo. Como a un delincuente común. Feo
lugar para morir. A él le habrá de tocar uno todavía peor. La hija de Valle lo
acompaña hasta el último momento. Se llama Susana y habrá de ser importante en
los años que vendrán. A ella, Valle le da las cartas que escribió. La de
Aramburu (célebremente hoy) empieza utilizando la palabra asesinato: “Dentro de
unas horas usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado”. “Dentro de unos
años (podría haber dicho) tendré yo la satisfacción de verlo morir a usted, de
saberme vengado. Pero usted no morirá a manos de un pelotón del ejército gorila
que hoy comanda, sino a manos de jóvenes idealistas, que lo matan en nombre de
la justicia social, de la libertad de los pueblos.” Acaso el profundo
sentimiento cristiano que animaba a Valle le habría impedido sentir
“satisfacción” por la muerte de nadie, ni alegría por un acto de venganza. Pero
se habría deslumbrado por lo mismo que nos atrae a nosotros: por el largo brazo
de la historia, por esa línea tendida entre el patio de la Penitenciaría
Nacional y el barro de la estancia de Timote. Entre el oficial de la
Libertadora que ordena “¡Fuego!” y el joven Fernando Abal Medina que dice: “Voy
a proceder, general”.
EL ACONTECIMIENTO ARAMBURU, ¿ASESINATO O AJUSTICIAMIENTO?
La muerte de Aramburu fue un acontecimiento en la historia
argentina. Un acontecimiento o un suceso no está fuera de la historia, pero
produce en él una condensación de sentido. Si Foucault, para eludir la
Metafísica de lo Uno caía en una Metafísica de lo Múltiple, el acontecimiento
produce una Acumulación de lo Múltiple. No es previo a nada. Puede ocurrir/
Puede no ocurrir. No es necesario que ocurra. No responde a ninguna
necesariedad, a ninguna teleología de la Historia. Pero una vez que ocurre
funda una teleología, pero hacia atrás.
Es el “acontecimiento Aramburu” el que nos permite trazar,
partiendo de él, la sucesión de hechos que tuvieron que ocurrir para que ese
acontecimiento se produjera. El acontecimiento crea su propia teleología.
Elimina, desde sí, la visión azarosa de la Historia. Todos los hechos que
–desde él– ahora se ordenan no se habrían ordenado si el acontecimiento no
hubiera estallado. No podemos decir: “La muerte de Aramburu estaba en la lógica
de los hechos”. Porque no hay lógica de los hechos. La historia es
incertidumbre. Pero una vez producido el acontecimiento podemos leer –hacia
atrás– todo lo que contribuyó a producirlo y todo lo que no. Por ejemplo: el
estreno de la película Ben Hur, en la década del sesenta, poco habrá
contribuido a la muerte de Aramburu. El acontecimiento Aramburu la deja de
lado. La candidatura de Horacio Thedy en no-recuerdo-qué-elecciones tampoco. El
programa Tropicana Club, con Marty Cosens, María Concepción César y Chico
Novarro, tampoco. La aparición consagratoria de la novela Sobre héroes y tumbas
de Ernesto Sabato, casi imposible. La serie televisiva del Canal 7 Patrulla de
caminos, en que el fornido actor Broderick Crawford decía la célebre frase
“20.50 llamando a Jefatura”, menos. Pero hay muchos, muchísimos hechos que,
leídos desde el acontecimiento Aramburu, se ordenan, tienen un sentido
teleológico y nos entregan a la tentación de leer “en los hechos” todo lo que
llevaba “inexorablemente” a ese hecho. Pero no: es al revés. Es ese hecho el
que nos lleva, desde sí, a descifrar, en retroceso (en eso que Sartre llamaría
una metodología “regresiva”), todo lo que tuvo que ocurrir para que Aramburu
muriera.
A su vez, el acontecimiento Aramburu abre una temporalidad
de persistencias. No se agota, no muere en sí mismo. Se prolonga. En resumen:
el acontecimiento crea una teleología hacia atrás y una persistencia hacia
adelante. Nuestra cuestión es ahora candente. Sería más sencillo para nosotros
pasar esta cuestión por encima, pero hay que ir a fondo. La incómoda pregunta
que exigirá una sólida (o lo más sólida posible) respuesta es: ¿La muerte de
Aramburu fue un asesinato o un ajusticiamiento? Que fue una venganza es tan
obvio que casi no lo trataremos. Cualquiera advierte que se trata de una
venganza: Aramburu por Valle. Pero aquí está en juego el tema de la
justicia.
Para Aramburu fusilar a Valle fue un acto de justicia. Un
acto de un gobierno revolucionario que debía matar a los sediciosos que lo
agredieran, que desconocieran su autoridad. Su legitimidad estaba dada por la
ilegitimidad democrática del gobierno al que la Libertadora había derrocado.
Nosotros, dirían y dijeron los “libertadores”, no llegamos al gobierno en
elecciones democráticas, pero nos vimos forzados a intervenir por la ilegalidad
democrática en que había incurrido el gobierno que derrocamos. Somos, así,
baluartes de la democracia, sus más puros defensores, pues hemos hecho por ella
algo que no habríamos querido hacer: dejar nuestras específicas funciones
militares, nuestro profesionalismo, y derrocar a un gobierno legítimamente
elegido que se había ilegitimado en el ejercicio del poder. Una feroz dictadura
sólo comparable con los fascismos europeos. De modo que si algunos mandos se
sublevan en defensa de ese orden antidemocrático, ilegítimo, repudiado por la
ciudadanía católica y culta de este país, por sus estudiantes y sus Fuerzas
Armadas, les haremos sentir el peso de la ley. Nosotros somos la Justicia.
Somos la Revolución de la Libertad. Les aplicaremos la justicia que merecen sus
enemigos. De este modo, para Aramburu, matar a Valle fue justo, fue un acto de
justicia revolucionaria. También, si se quiere, un acto de justicia democrática
y republicana, pues fue en defensa de esos valores que esas vidas se segaron.
La de Valle y sus secuaces.
Para los Montoneros, matar a Aramburu fue un acto de
justicia popular. Ellos expresaban el sentir del pueblo. El pueblo odiaba a
Aramburu porque había derrocado a Perón, escamoteado el cadáver de Eva y
fusilado a Valle y sus compañeros. Había, también, impulsado el decreto 4161.
Ahí, ya había firmado su sentencia de muerte. La cuestión es: Aramburu dice
representar a la democracia. Los Montoneros dicen representar al pueblo. ¿Es
así? Si es así, ambos han cometido –eliminando cada uno la vida de su
correspondiente condenado– un acto de justicia. Si no es así, han cometido un
asesinato. Sin embargo, conjeturo, aunque la cuestión está certeramente
planteada, no agota en modo alguno la densidad del problema. Aclaremos, en
principio, algo, sólo una punta de la cuestión, una punta, creo, muy sugerente
(por ahora): tanto Valle como Aramburu perdieron sus vidas, no bajo gobiernos
democráticos, sino bajo durísimas dictaduras. Valle, bajo la dictadura de
Aramburu. Aramburu, bajo la dictadura de Onganía. A Valle lo mata el jefe de la
dictadura. A Aramburu, no. No lo mata Onganía. Lo mata un grupo civil, un grupo
de jóvenes que se oponen a esa dictadura en la que ven una continuación, una
heredera de la suya. Lo matan, también, porque creen que Aramburu es la pieza
esencial para que la dictadura de Onganía pueda lograr una salida digna,
democrática pero controlada por el poder “gorila” de siempre. Una perversa
continuidad, en suma. Hay semejanzas. Y hay diferencias. Nada es reflejo de
nada. Todo acontecimiento tiene su propia densidad. Está sobredeterminado. Y ni
uno solo de sus elementos puede no ser puesto en juego si queremos lograr su
total traslucidez. Si queremos totalizar sin haber dejado nada de lado, nada en
el camino. Una totalidad contiene en sí todos los elementos que la constituyen,
se relaciona con cada uno de ellos por mediación de las partes y las partes se
relacionan con la totalidad y con las partes a la vez, por su mediación. Cada
relación que se establece implica también una relación mediada por todos los
otros elementos de la totalidad. Como se sabe: la totalidad no se reduce a la suma
de sus partes sino que es siempre más que la mera suma de ellas. La totalidad
es el acontecimiento, pero lo es en la forma del acontecer y no bien el
acontecimiento se acontecimentaliza empieza su destotalización. Esta palabra –évenementialization–
es de cuño foucaultiano y es Deleuze quien más la desarrolla. Pero si bien yo
la utilizo para quebrar, para efectuar la ruptura de toda linealidad histórica,
de toda necesariedad, de toda esa hojarasca que les fija a los hechos un
devenir inexorable, de toda constancia, de todo sentido que se exprese
internamente a los hechos, no acepto en absoluto los ataques a la antropología
que Foucault Deleuze –sin poder escapar del posestructuralismo– llevan a cabo.
La historia, aun en la modalidad de la incertidumbre y precisamente por eso,
está hecha por el ente antropológico, por los sujetos, en fin, por los hombres.
Y el acontecimiento, aconteciendo, se impone a todos. Se destotaliza no bien
acontece, pues de inmediato pasa a ser otra cosa. La que sigue al acontecimiento.
La cual vuelve a expresar la incertidumbre habitual de los hechos hasta que
otro acontecimiento los convoca. La historia no se fija en el acontecimiento.
En él logra una inusitada condensación y traslucidez. Hay que atrapar eso que
el acontecimiento nos dice. Pero el acontecimiento no dice una cosa. Los
significantes que el acontecimiento arroja son infinitos. ¿Cuál es el
significado definitivo del significante Aramburu? No hay uno, son infinitos.
Entramos en el terreno de la hermenéutica.
Ella, en tanto disciplina de la
interpretación, será el espacio en que se juegue la verdad del significante
Aramburu. Pero la verdad es hija del poder. En resumen, y acaso instrumentando
una terminología que a algunos les sonará sartreana, hay un en-sí y un para-sí
del acontecimiento. El en-sí son todos los hechos que el acontecimiento, desde
sí, constituye hacia atrás como su propia teleología, que no podría existir
previa al acontecimiento. Ya que es él, insistimos, el que la instaura al
acontecimentalizarse. Esos hechos, que recién ahora forman una cadena de datos,
son él en-sí, la materialidad del acontecimiento. Él para-sí es más complejo.
El acontecimiento no toma conciencia de sí por sí mismo, a partir de sí o desde
sí. ¿Dónde toma conciencia de sí el acontecimiento? Afuera de sí. En las
infinitas interpretaciones que de él se realizan. Esto es relativamente
sencillo. ¿Cuántas interpretaciones del acontecimiento Aramburu hay en juego?
Muchas. Tantas, como fuerzas políticas diferenciadas existen. Esas, digamos,
lecturas del acontecimiento son su para-sí. El acontecimiento trama fuera de él
su conciencia de sí. Él no puede elaborarla. El acontecimiento no piensa, es
pensado. No interpreta, es interpretado. No hay jamás una interpretación
definitiva. Es decir, el acontecimiento está siempre en estado de interpretación.
Su en-sí queda trazado no bien acontece: sabemos, desde él, los hechos que han
llevado hasta él. Jamás sabremos dónde habrá de detenerse la tarea
hermenéutica. Hay y habrá muchas interpretaciones del “aramburazo”, es decir,
del significante Aramburu o de, más exactamente, el acontecimiento Aramburu.
Nos vamos a pasar la vida discutiendo si fue un asesinato,
un atentado, un crimen, un fusilamiento o una venganza. Esto no se detiene
nunca. En esas controversias el acontecimiento es pensado. En ellas adquiere,
contradictoriamente, conciencia de sí. Sólo que esta conciencia de sí, como él
para-sí sartreano, es diaspórica. Nunca es una. Nunca un acontecimiento reposa
en la mismidad de una sola interpretación. Nunca atraparemos su verdad
definitiva. Sería hacer de él una cosa. El acontecimiento sigue vivo en la
medida en que aún no se ha instalado una verdad sobre él. Nietzsche dijo: no
hay hechos, hay interpretaciones. Más aún del acontecimiento, que lleva en sí
múltiples caminos que han confluido hacia él. Lo que puede establecer, por
sobre las otras, una interpretación es la fuerza. Es la fuerza que tiene el
poder. Foucault analizó bien la relación entre verdad y poder. La vamos a
exasperar un poco: La verdad es una creación del poder. La “verdad” no existe.
Lo que existe es la verdad del poder. Tener poder es obligar a los otros a
aceptar mi verdad como la verdad de todos. Si en este país la verdad del diario
La Nación tal como la expresa José Claudio Escribano se impusiera por
sobre todas las demás tal como los intereses de ese sector se impusieron a
partir de 1976, la verdad del acontecimiento Aramburu sería: fue un asesinato y
sus ejecutores fueron vulgares delincuentes, vulgares asesinos. Entre 1976-1983
ésta fue la verdad. La lucha por la verdad es la lucha por el poder. Aquí es
donde llegamos a la importancia de los medios de comunicación. La acumulación
de medios es la acumulación de poder para imponer verdades. El que tiene más
poder comunicacional tiene más poder para imponer o crear verdades. Tenemos,
pues, que ir de a poco. Vamos a dejar –en principio– que sean los mismos
Montoneros quienes nos cuenten cómo mataron al fusilador de Valle.
* La primera versión de estas notas sobre la muerte de
Pedro Eugenio Aramburu se publicó entre setiembre y octubre de 2008 en el
suplemento especial de Página/12, Peronismo, filosofía política
de una obstinación argentina. Después serían retomados por el autor en la
génesis y desarrollo de su novela Timote, secuestro y muerte del general
Aramburu. Las ilustraciones de Miguel Rep acompañaron la edición original
de los textos.
Fuente: Diario Página 12, 29 de
mayo de 2020.