Brazil, un país no muy lejano al nuestro, nota periodística de
un medio local, sobre un tema de las comunidades más vulnerables.
“CONTRATAPA
La administración de la miseria
Por Federico Pavlovsky
Hace algunos
meses, en Brasil, el intendente de la ciudad de San Pablo, Joao Doria, lanzó un
proyecto para alimentar a los niños de familias carenciadas con unas pequeñas
bolitas deshidratadas de alimento balanceado que contienen “todos los
nutrientes” y que están disponibles en varios colores. Se trata de un alimento
elaborado con productos con fecha de vencimiento cercano, que cuenta con “todos
los respaldos académicos y científicos”. El intendente Doria señaló haber
degustado el alimento: “tiene varios sabores y lo usa el ejército en
situaciones de emergencia”. Como señala Marcelo Rubinstein en su artículo “Historia
de una pandemia” (Vertex, 2018), el antecedente a este tipo de alimentos –poco
saludables– fue creado por Estados Unidos en la década del 40, con el fin de
alimentar a los tropas en la Segunda Guerra Mundial. La “ración de combate K”,
llamada así por haber sido inventada por el cardiólogo Ancel Keys, aportaba
3200 calorías en una salchicha desecada, bizcochos duros, caramelos y una barra
de chocolate. Todo cabía en una pequeña caja metálica y hermética que
facilitaba su distribución y durabilidad. Keys se convirtió en un héroe
nacional. Sus ideas sentaron las bases de la pirámide nutricional que todos
conocemos, cuya base está constituida por cereales, harinas y azúcares;
influencia que ha provocado una epidemia de obesidad y malnutrición. El problema
en nuestro país, con más de 13 millones de personas que viven bajo la línea de
la pobreza, ha provocado por parte del Estado un tipo de respuesta singular. El
pasado 10 de octubre, el Senado aprobó la Ley de Donación de Alimentos, con
modificación de un controversial artículo (el 9), vetado en 2004, que ahora
exime de responsabilidad legal a los donantes de alimentos frente a la
posibilidad de demandas. La iniciativa permite a las empresas deshacerse de los
alimentos próximos a vencer (16 millones de toneladas anuales) y así poder
entregarlos a “sectores vulnerables de la población”. Cada año, un cuarto de la
producción alimenticia (particularmente hortalizas y frutas) es arrojado a la
basura, de donde cientos de personas lo recogen, lavan e ingieren. Los administradores
de la miseria postulan que esos alimentos con fecha próxima de vencimiento
deben ser distribuidos por los doscientos “Bancos de alimentos” que existen en
territorio nacional y que nacieron en la crisis de 2001. Distribuir la comida
que sobra y que está próxima a descomponerse puede parecer una idea solidaria y
práctica con el prójimo, pero al mismo tiempo es una maniobra inquietante.
Empresas donantes, excedente de productos y manos agradecidas, conforman una
postal que define algo más que una buena iniciativa samaritana. Estas prácticas
reflejan una noción específica y singular acerca del rol y protagonismo del
Estado frente a los fenómenos de exclusión social. Hace pocos días, en el
Congreso de la Nación el juez Gustavo Hornos señaló: “Argentina produce
alimentos para diez veces su población y sin embargo hay hambre”. Se reparte lo
que sobra, y con cronómetro en mano, porque la fecha de vencimiento está
demasiado cerca. Un ejemplo nutricional de la teoría del derrame. Nuestros
legisladores parecen preocupados en encontrar soluciones en el eslabón
equivocado del problema, en dar analgésicos cada vez más potentes a una
infección severa que requiere otro tipo de medidas. La enorme cifra de
alimentos que se desperdicia anualmente, no obstante, representa sólo el 12 por
ciento de la producción, lo que explica el valor político de esta medida,
apoyada por diversos sectores políticos y actores sociales: se reparte lo que
sobra y no lo que se produce. Más allá de la comida potencialmente en mal estado
que se va a repartir, lo que huele mal es la putrefacción del tejido social que
estamos experimentando minuto a minuto. Los comedores no dan abasto y alimentan
ya no solo a niños, sino a personas de todas las edades. Según el Observatorio
de la Deuda Social (UCA) la pobreza infantil aumentó al 68 por ciento y uno de
cada diez niños pasa hambre. Una auténtica gangrena. En 1727, el sacerdote y
escritor Jonathan Swift escribió “Una modesta proposición”, un breve relato en
donde los niños de los pobres son vendidos como manjar para los ricos. Si bien
Swift recibió enardecidas críticas por su “mal gusto y falta de límites”, no
faltaron quienes valorizaron el texto como una sátira, la descripción burlesca
de una conducta naturalizada. La pobreza. Swift retrató magistralmente a los
campesinos de las afueras de Dublín endeudados para siempre con sus
terratenientes, condenados a una existencia miserable.
A casi
trescientos años del texto de Swift, en épocas de niños deambulando por las
calles, demorados en comisarías, fusilados o buscando restos de comida en la
basura; vale la pena recordar algunos pasajes del mismo:
“Es motivo de
tristeza para quienes pasean por esta gran ciudad o viajan por el país, ver las
calles, los caminos y las puertas de las casuchas abarrotadas por pordioseros,
seguidas de tres, cuatro o seis niños, todos harapientos y andrajosos,
importunando a cada viajero”.
Frente a este
panorama Swift realiza su “modesta proposición”: resolver el problema de los
campesinos que no pueden alimentar a sus hijos y están crónicamente endeudados,
proponiendo que los padres los vendan como un alimento de élite, como un manjar
exquisito. Incluso da instrucciones muy precisas. Los niños deben ser
alimentados un año (no más) a pecho por la madre antes de ser comercializados.
Swift está convencido de que así ambas partes quedan satisfechas: los ricos
disponen de un manjar a precio justo y las familias pobres por fin tienen un
bien que pueden vender y así progresar.
“Propongo que
nos preocupemos de la suerte de esos pequeños de tal modo que, en lugar de ser
una carga para sus padres o la parroquia, o de carecer de comida y vestido por
el resto de sus vidas, cooperen, por el contrario, a la alimentación, y a la
vestimenta de muchos miles. Mi sistema tiene otra gran ventaja, ya que con él
se evitarían los abortos voluntarios, esa práctica horrenda y frecuente entre
nosotros”.
Ser pobre y
excluido era, hace trescientos años, un status social tan cristalizado y
desesperanzador como hoy. Se es pobre. Es un estado permanente. Nos acomodamos
a la idea de que existe la miseria y el hambre como algo natural e inevitable.
En la política nacional surgen ideas vigorosas, y en muchos casos
bienintencionadas, para administrar la miseria y enmascarar el espasmo de los
que no tienen nada. Todo es presentado como una propuesta lógica y
empática.
Swift tuvo que
aclarar durante toda su vida que se trataba de un escrito de denuncia y no de
una propuesta pragmática. Tal necesidad permanente de aclaración solo hace más
grande su texto y más fiel su retrato de la desigualdad. Dice Swift en el final
de su proyecto: “No me impulsa otro motivo que procurar el bien de mi patria,
desarrollando nuestro comercio, cuidando a los niños, socorriendo al pobre y
proporcionando algún deleite al rico. No tengo hijos de los que pueda obtener
beneficios; el más joven tiene nueve años y mi amada esposa ya no es fértil”.
Si ya estamos
alimentando a los pobres con comida para mascotas, o sancionando leyes para que
accedan a nuestros desechos, quizá no estemos tan lejos de la sátira del
clérigo Swift.”
Fuente: Diario Página 12, La
administración de la miseria, Federico Pavlovsky, 19 de noviembre de 2018. https://www.pagina12.com.ar/156391-la-administracion-de-la-miseria