HISTORIA
Óleo de la batalla de Ayacucho,
una obra de Martín Tovar y Tovar.
“La batalla de Ayacucho y el fin del dominio español en América
Antes de la batalla de Ayacucho, a finales de 1824, no era indefectible
una victoria patriota. El reino español había enviado numerosos refuerzos,
varios buques que habían vuelto a dominar las costas del Pacífico y habían
tomado el puerto de El Callao, a la entrada de Lima. A finales de octubre,
Simón Bolívar, entonces Dictador del Perú, y su gran aliado José Antonio de
Sucre, se debatían sobre cómo resistir los embates realistas, cuyas tropas
buscaban cortar los caminos de los patriotas y disponerlos a combatir. Luego de
algunos pocos encontronazos, las filas comandadas por el mariscal Sucre
llegaron el 9 de diciembre a la pampa de Ayacucho, al sur del Perú, donde se
detuvieron y tomaron posiciones. Eran unos seis mil hombres, los que esperaban
hacer frente a unos diez mil, comandados por el virrey del Perú, José de la
Serna, que componían el último ejército realista en América del Sur.
En el campo de batalla, desde el inicio de las operaciones, los
patriotas desbarataron los planes del ejército realista. Pasado el mediodía, el
virrey había caído prisionero y la bandera de Colombia flameaba sobre las
faldas del cerro Condorkanqui. La acción había terminado y la independencia de
América del Sur quedaba asegurada. En el campo de batalla quedaron 1.400
realistas y 309 patriotas muertos.
Al conocerse el rumbo de la batalla, las guarniciones realistas que
quedaban en el territorio entregaron sus armas y sólo una, en El Callao, debió
ser abatida, tiempo después. La victoria de Ayacucho fue el éxito del “plan
sanmartiniano”.
Para recordarla reproducimos un fragmento de un libro sobre la batalla
que selló la independencia de América tras más de catorce años de luchas.
Fuente: Eduardo L. Colombres Mármol, La batalla
de Ayacucho en la gestación de la Patria Grande, Universidad de Buenos
Aires, 1974, págs. 12-28.
Como todo
acontecimiento, también el que ahora conmemoramos tiene sus antecedentes, que
forman el marco dentro del cual se desarrolla. (…)
La campaña
libertadora, jalonada de triunfos y reveses, de optimismos y desalientos, pero
siempre iluminada por la segura esperanza del éxito final, lleva ya bastantes
años de penurias y desastres. Las tropas están diezmadas por luchas y
enfermedades, y los pueblos, empobrecidos por sus dolorosas consecuencias.
Estamos en 1822. San Martín, siente el peso de
su responsabilidad por tantos sufrimientos y angustias. Comprende que es
necesario acelerar las operaciones y coronarlas, cuanto antes, con un triunfo
definitivo. Se perfila así su futura cita con el Libertador del Norte.
Bolívar, por su parte, entusiasmado con los
triunfos obtenidos por San Martín, ansía que llegue el momento de conocer,
personalmente, al gran caudillo argentino, estrechar su mano y manifestarle su
admiración, idéntica a la que siente éste, por él. Y el momento tan esperado
llega al fin; cuando ambos jefes realizan su anhelada entrevista. (…)
Es
sabido que el “misterio” de aquellas conversaciones quedó plenamente
descifrado, con las cartas escritas por San Martín a Bolívar desde Lima, luego
de la entrevista, y con las que escribió, después, a Miller en 1827 y a
Castilla en 1848, mediante las cuales queda comprobada su tentativa de
convencer a Bolívar, de que sólo la reunión de sus ejércitos podría igualar el
poderío de los realistas, a fin de librar contra ellos la batalla final. Y que
de no hacerse esto, la lucha se prolongaría por tiempo indefinido, causando la
ruina de los pueblos. (…)
Desdichadamente,
la lucha se extendió hasta Ayacucho y aún después de Ayacucho, es decir, hasta
tres años y cuatro meses luego del retiro de San Martín, cuando el último y
valiente español, el brigadier José Ramón Rodil, rindió la fortaleza de El
Callao en 1826. (…)
Lo
cierto es que, autoeliminado San Martín del teatro de la guerra, mediante un
renunciamiento sin par en la historia, Bolívar penetró con su ejército en el
Perú, un año después.
En
el capítulo “Última fase de la guerra de la Independencia” del libro “The
Liberators”, editado en Londres en 1969, dice la escritora inglesa Irene
Nicholson, lo siguiente: “En los días del retiro de San Martín era vitalmente necesaria la unidad de los
hispanoamericanos, porque los realistas todavía no estaban plenamente
derrotados.
Después
del encuentro de los dos Libertadores, Bolívar se vio forzado a una posición
defensiva; y, a pesar de… que luego fue investido de la suprema autoridad
militar de 1824, cuando pudo reorganizar el Ejército…
En
esta ocasión, contaba con la asistencia del general Miller, que había prestado
–hasta 1822- leales servicios a San Martín…”
Con
todo, no era fácil la empresa y su victoriosa coronación, pues, los realistas
dominaban a Lima y El Callao, puntos importantes que habían recuperado y
mantenían como fortalezas inexpugnables. Se requería, pues, atraerlos hacia
otros escenarios, bien alejados de aquella capital, así como de su puerto y
también del Alto Perú, donde Olañeta comandaba fuerzas nada despreciables. (…)
En
noviembre de 1824 se acercaba el final, y Bolívar creyó necesario dirigir unos
sabios consejos a Sucre. Fueron los siguientes: “…es preciso tener una
extraordinaria circunspección y sumo tino en las operaciones para no librar la
batalla… sin tener una absoluta seguridad de un suceso victorioso… Hay que
tener en cuenta –agrega- que el Genio de
San Martín nos hace falta y sólo ahora comprendo por qué se dio el
paso, para no entorpecer la libertad que con tanto sacrificio había conseguido
para tres pueblos… Esa lección de táctica y de prudencia que nos ha legado este
gran General –le dice finalmente Bolívar a Sucre- no la deje de tomar en cuenta
V.S. para conseguir la victoria”.
Esta
carta revela la hombría de bien del Libertador de Colombia y su nunca
desmentida admiración por San Martín. Fue remitida a Sucre dos años después de
la partida de San Martín del Perú, y un mes antes de la Batalla de Ayacucho.
(…)
En
aquellos momentos de negra incertidumbre, a nadie puede extrañar que Bolívar
pensara en la capacidad organizadora de San Martín y sintiera la falta de
colaboración que el genio militar del argentino podría prestarle. Porque no hay
nada más poderoso que los reveses de la vida, ni más dura maestra que la
fatalidad, para abatir a los grandes hombres y hacerles recordar a sus pares en
la gloria. Y aquellas eran horas fatales para Bolívar. En medio de tan tremenda
circunstancia, aproximábase la hora definitiva.
La
llanura, que se extiende desde el pie del Condor Kanqui hasta el valle o pampa
de Ayacucho, iba a ser el escenario donde, por última vez, chocarían en campo
abierto los dos bandos que, durante catorce años de luchas heroicas, habían ensangrentado
el suelo de la América del Sur.
El
Virrey de La Serna consideraba inminente su victoria, pues había ya acorralado
a Sucre en la hondonada, cuyas alturas dominaba en toda su extensión. Sus
fuerzas ascendían a 9.300 hombres, frente a los 5.780 que componían el
“Ejército Libertador”. De éstos, 4.500 eran colombianos, venezolanos y
ecuatorianos, y 1.200, peruanos. Estos últimos estaban mandados, en parte, por
jefes argentinos. Cabe citar entre ellos a José de Olavarría, a Juan Isidro
Quesada, a José María Plaza, a Eustaquio Frías, a Juan F. Pedernera, a
Francisco Aldao, a Román A. Deheza, a Juan Pringles y a Cecilio Lucero. Al
frente de los Húsares de Junín estaba el coronel Manuel Isidoro Suárez y del
Regimiento de Granaderos a Caballo de Buenos Aires, el coronel Alejo Bruix,
quien comandaba los últimos ochenta, de los cuatro mil que cruzaron los Andes
con San Martín.
Catorce
generales españoles y un virrey, quien, por primera vez en la historia, se
ponía a la cabeza de tropas combatientes, comandaban las fuerzas realistas
formadas por oficiales españoles y reclutas peruanos.
Por
haber actuado tanto generales, de un lado como de otro, la batalla de Ayacucho
fue llamada también en América, “la batalla de los Generales”, (…).
Tan
seguro estaba de La Serna del triunfo, que su principal preocupación en la
víspera, fue distribuir armas a los indígenas e instruirlos para que no dejasen
escapar ni a un solo fugitivo de las tropas patriotas, que ya imaginaba huyendo
a la desbandada por los montes vecinos en la más aplastante derrota,
porque pensaba liquidar allí mismo en Ayacucho, la última resistencia de
los insurrectos.
Cumpliendo
con la noble inclinación de las costumbres de la guerra caballeresca, los
oficiales de ambos ejércitos, desataron sus espadas y fueron al terreno
intermedio para conversar y despedirse antes de dar la batalla. Muchos de ellos
eran amigos de otro tiempo y hasta hermanos carnales. Abrazáronse allá a la
vista de los ejércitos, sin disimular sus lágrimas de ternura.
Por
después, bajó de la montaña, el general Juan Antonio Monet, el español
arrogante y lujoso, peinada como a tornasol la barba castaña –como dice
Leopoldo Lugones- para prevenir a
Córdoba, el insurrecto, que va a empezar el combate.
Al
amanecer del jueves 9 de diciembre de 1824, Sucre recorrió a caballo la línea
del Ejército proclamando a los soldados, en alta voz: “De los esfuerzos de este
día depende la suerte de la América del Sud”.
A
las diez de la mañana los fuegos de las guerrillas y algunos cañonazos
disparados de parte a parte dieron la primera señal del comienzo de las
hostilidades.
Poco
después se inició la sangrienta lucha, en la que había más que una opción:
vencer o morir.
El
Virrey de La Serna marchaba a pie, a la cabeza del centro de su ejército.
El
encarnizado encuentro no tardó en producirse.
Favoreció
–sin duda- a las armas republicanas la audacia el éxito del joven y valiente
general colombiano, José María Córdoba, quien cargó sobre la división del
general Gerónimo Valdez, la que fue destrozada, no obstante, la tenaz
resistencia opuesta.
Así
fue cómo la balanza de la Providencia inclinó su fiel en favor de los que
bregaron por una esperanza, que en ese momento parecía inalcanzable.
En
algo más de tres horas de reñido combate, en el que hubo 2.110 muertos entre
ambos bandos, y en que surgieron heroísmos legendarios por igual, el general
Sucre –con más de 2.000 prisioneros- era ya dueño de la más estupenda victoria,
la más dudosa al iniciarse la contienda y la más ansiosamente esperada de todas
las batallas de la independencia.
No
debe sorprender que haya habido tantas bajas, por cuanto Ayacucho significa en
lengua quechua: el “Rincón de los muertos”, etimología que viene de la gran
mortandad que hubo, en una batalla, cuando los incas conquistaron el país.
Terminó
así esta guerra de casi todo un continente, que comenzó medio siglo atrás,
cuando los norteamericanos iniciaron las hostilidades contra los ingleses en
abril del año 1775. (…)
En
la honrosa Capitulación, se estableció que los españoles que querían retornar a
su patria, lo harían a expensas del Perú. Este compromiso se cumplió al pie de
la letra.
Todos
los generales realistas optaron por embarcarse, no obstante que se les ofreció
el mismo grado en el ejército peruano, actitud generosa opuesta al estigma de
“guerra o muerte”.” (1)
Fuente
consultada
1)-El Historiador.