Un deseo tan antiguo como la humanidad misma, que aparece en mitos, leyendas y obras de arte, en civilizaciones distantes en tiempo y en espacio. La ambición de convertir este sueño en realidad ha sido el estímulo para comprender, dominar y aplicar los principios físicos y dinámicos que gobiernan la atmósfera. Demandó miles de años. Pero finalmente tomó vuelo.
Autor: Mariela de Diego
Todas las cosas se crean dos veces -dice la
conocida frase-: primero en la mente y luego en la realidad física. Desde
tiempos remotos, la fantasía de volar habita la imaginación del hombre. Cientos
de años antes de Cristo, en civilizaciones remotas en el mundo y distantes
entre sí, encontramos referencias explícitas a la ambición de conquistar el
cielo. En la antigua tradición india aparecen carruajes voladores tirados por
caballos, que podían recorrer la atmósfera e incluso llegar al espacio
exterior; los viejos textos sánscritos hablan de ciudades voladoras que podían ser
móviles o estacionarias; en los grabados mesopotámicos se plasman hombres a
bordo de águilas gigantescas; y seres humanos con alas pueblan la mitología de
civilizaciones tan diversas como la griega y la inca.
Pero no todo sucedía en la imaginación. Existen
documentos que demuestran la existencia de pruebas de vuelo 2000 años a. C., en
China, donde algunos emperadores experimentaron con sombreros de ala y máquinas
dotadas -supuestamente- de la capacidad de elevarse hacia el cielo. No
obstante, la historia oficial de los orígenes de la aviación considera que una
contribución importante a lo que después sería su desarrollo, es la invención
del barrilete, alrededor de 300 años a. C., también en China.
Los modelos de aquel entonces tenían formas de
animales y aprovechaban la velocidad y la dirección del viento para
mantenerse en el aire. Se utilizaron para evaluar las condiciones
del viento, llevar mensajes e incluso ahuyentar a los malos espíritus. Y
mientras esto sucedía en Oriente, hombres intrépidos de todo el mundo se
lanzaban desde grandes alturas, equipados únicamente con sombreros alados y
exceso de optimismo.
No fue sino hasta el siglo XIII que aparecen
los primeros abordajes más o menos científicos para responder a la pregunta de
cómo puede el hombre volar. El erudito inglés Roger Bacon realizó una serie de
observaciones minuciosas acerca de las características del aire y los posibles
principios del vuelo. En su obra De los maravillosos poderes del arte y la naturaleza, de 1260, sostiene que una máquina, para volar, deberá ser
un globo vacío -de cobre y otro metal- delgado como para ser lo más liviano
posible, rellenado con aire etéreo o fuego líquido y que, al lanzarse hacia la
atmósfera, flotará como un barco. Bacon se centró en el hecho científico de que el aire caliente o un gas más liviano que el aire son
suficientes para hacer que un aparato flote y así sentó una base fundamental para el desarrollo de los
globos y los dirigibles que vinieron algunos siglos más tarde.
Es famosa la fascinación de Leonardo Da Vinci
por la posibilidad de volar, y sus enormes contribuciones al diseño de máquinas
voladoras. Desde 1480, e inspirado por el vuelo de los pájaros, comenzó a
realizar bocetos hasta llegar al ornitóptero, una máquina con alas, que se gobernaba con poleas y
palancas, pero que también tenía cola, un elevador para comandar el aparato hacia arriba y hacia
abajo, y un timón a través del que se controlaban los movimientos laterales. El piloto del ornitóptero controlaba los comandos a través
de un arnés conectado a su cabeza. Si bien Da Vinci incorporó en su diseño
todos los elementos de una aeronave moderna, su único error fue considerar que
un cuerpo humano poseía la fuerza y la resistencia suficientes como para mantener
las alas en movimiento. Este problema fue abordado doscientos años después por
el italiano Giovanni Borelli, que en su libro Del movimiento de los animales argumentó que el ser humano no tenía la fuerza
física para volar como los pájaros.
Los primeros despegues
Hacia el
final del siglo XVIII, en Francia, dos hermanos que se dedicaban a la
fabricación de papel observaron el ascenso de las cenizas y el humo producidos
por la quema de residuos. Fueron Joseph y Jaques Montgolfier que, intrigados
por esta observación, construyeron una gran esfera de papel para realizar
experimentos. Retomaban así la idea de Bacon acerca de que el aire
caliente es capaz de elevar y sostener objetos en suspensión. El 4 de junio
de 1783, en la localidad de Annonay, encendieron fuego debajo de la esfera. Y
el globo voló.
Pocas semanas
después repitieron la experiencia, esta vez frente a unas 130 mil personas,
entre las que estaban los reyes de Francia, Luis XVI y María Antonieta. En esta
ocasión el globo no fue vacío: un pato, un gallo y una oveja fueron los
primeros tripulantes que, a bordo del globo, volaron ocho minutos y aterrizaron
a tres kilómetros del punto de partida. Pero luego de que los tres animales
aterrizaran en tierra sanos y salvos, tocó el turno de los hombres. Después de
las primeras pruebas con un globo en ascenso -pero aún sujetado a la tierra-
Francois de Rozier y el marqués de Arlandes tripularon un globo Montgolfier por
nueve kilómetros, y lo comandaron utilizando un balde con agua y una esponja,
únicos artilugios para regular el fuego.
Al mismo
tiempo, también en Francia, otro precursor experimentaba con globos, pero
utilizando un principio físico que se basaba no en la diferencia de temperatura
sino en las propiedades del hidrógeno, gas mucho más liviano que el oxígeno.
Así, en agosto de 1793, Jaques Charles lanzó un globo de hidrógeno que recorrió
24 kilómetros de distancia en 45 minutos. Las noticias de los globos -de aire
caliente y de hidrógeno- corrieron por toda Europa y suscitaron nuevos
experimentos y tentativas por todo el continente.
Sin embargo,
otras maneras de volar también estaban siendo exploradas por científicos de
todo el mundo. En Inglaterra, promediando el siglo XVIII, George Cayley,
ingeniero e inventor, iba a hacer uno de los aportes más trascendentales para
la aviación: el concepto de sustentación, fenómeno físico que sostiene
las alas en vuelo a partir de las diferencias de presión de un lado y del otro
de la misma (intradós y extradós). Partiendo de este principio, Cayley
diseñó varios aparatos -helicópteros, convertiplanos y planeadores- y dejó un
legado fundamental para la posteridad de la aeronáutica.
Lo importante no es llegar sino mantenerse
Hacia el
final del siglo XIX ya estaban bastante avanzados los modelos, pero aún no estaba
resuelto el problema de la propulsión. Fueron los franceses quienes dieron los
primeros pasos en este sentido. En 1871, Alphonse Pénaud presentó su Planophore,
que contaba con un plano de cola (o estabilizador horizontal, superficie de
elevación ubicada en la cola) detrás de las alas principales y hélices
propulsoras accionadas por correas de caucho. Logró volar 40 metros solamente,
pero fue el primer aeroplano estable. Otro francés, Félix du Temple, realizó un
vuelo en un monoplano de plano de cola con timón, tren de aterrizaje retráctil
y una hélice propulsora accionada con una máquina de vapor. Por su parte, en
1876, el alemán Nikolaus Otto fabricó el primer motor de combustión interna,
que funcionaba con gasolina y no pesaba tanto como las máquinas de vapor.
El mundo ya
casi estaba preparado para el primer vuelo con motor. Gottlieb y Benz
fabricaron motores de petróleo ligero; Renard y Krebs hicieron volar un
dirigible con baterías de cloruro de cromo; y Clement Ader empleó una máquina
de vapor para su avión Eole, el monoplano con alas de murciélago,
que el 9 de octubre de 1890 levantó vuelo sin ayuda de ninguna rampa y se
convirtió en el primero en despegar gracias a su propio esfuerzo.
Los avances en el estudio y diseño de aviones y planeadores siguieron adelante. En 1889, Otto Lilienthal presentó el primero de una serie de planeadores en los que el piloto se ubicaba suspendido bajo las alas y debía mover el cuerpo para cambiar la dirección del aparato. Los primeros prototipos de Lilienthal fracasaron, pero ya el número 8 se convirtió en un modelo de producción y el número 11 llegó a volar 366 metros.
Al mismo tiempo, en Estados Unidos, Samuel
Langley experimentaba con máquinas de vapor para sus modelos de Aerodrome. El prototipo n° 5, con alas en tándem, voló poco
más de mil metros en mayo de 1896 y con el n° 6 superó los 1,2 kilómetros. Esta
proeza llamó la atención del Departamento de Guerra, que financió la
construcción de un aeroplano que debía ser tripulado y denominarse Aerodrome. Langley encargó la construcción de un motor de
12,2 CV (caballos de vapor) de 45 kilogramos. A pesar de contar con recursos,
el proyecto fracasó ya que el 7 de octubre de 1903 el avión se salió de la
pista y se estrelló en el río Potomac.
Para el inicio del siglo XX el hombre ya había
entendido cómo debía ser el diseño de las alas de una aeronave; sabía que esta
aeronave debía poder despegar y aterrizar por sí misma a través de algún
mecanismo de propulsión; y quería, además, tripular esta aeronave. Solo faltaba
unir exitosamente las piezas de este rompecabezas.
La humanidad levanta vuelo con los hermanos Wright
Nueve días
después del último intento de Langley, los hermanos Orville y Wilbur Wright
llevaron a cabo el primer vuelo con motor de la historia. Los hermanos
comenzaron a experimentar con globos y cometas, y observaron en qué
medida los fenómenos meteorológicos -sobre todo el viento- influían en el
vuelo. Su meticulosidad los llevó a construir un túnel de viento para
desarrollar planeadores y probar las formas de las alas y sus efectos
aerodinámicos. Realizaron todos sus experimentos en la localidad de Kitty
Hawk, Carolina del Norte, ya que en este lugar la velocidad media del viento
era considerable. Los primeros vuelos de prueba fueron en septiembre y octubre
de 1900, con el Glider 1, un planeador de 5,5 metros de envergadura
cuyo único sistema de control era el cambio de posición del cuerpo del piloto.
Pero los
Wright estaban decididos y siguieron diseñando. Desarrollaron el Glider
2, de 6,7 metros y alas curvadas para favorecer la circulación del aire.
Aunque este prototipo consiguió realizar vuelos más largos, la curvatura de las
alas se mostró excesiva, así que los hermanos volvieron al túnel de viento,
donde probaron más de 200 modelos nuevos.
En septiembre
de 1903, presentaron su Glider 3 y su nuevo aeroplano, Flyer
1, un biplano de madera de 12 metros de envergadura, con una hélice de
madera especialmente construida y un motor de gasolina de cuatro cilindros en
línea y refrigeración líquida. El día de la demostración, el 14 de diciembre de
1903, el Flyer se estrelló en su primera tentativa. Pero tres
días más tarde volvieron a intentarlo. Orville Wright se subió al Flyer el
17 de diciembre de 1903, frente a cinco testigos. El aparato despegó poco
después de las 10:30 de la mañana y logró recorrer 12 metros, una distancia
modesta pero suficiente para convertirlo en el primer avión con motor
de la historia capaz de despegar, volar y aterrizar sin ayuda externa y con un
piloto a bordo. El sueño de volar se había hecho realidad.
Y la historia
ya no se detuvo. La humanidad siguió perfeccionando diseños, mejorando motores
y recorriendo distancias cada vez más grandes. Vino la guerra, y su
urgencia por potenciar el desarrollo de los aviones; aparecieron héroes como
Charles Lindbergh y heroínas como Amelia Earhart, que se atrevieron a unir
continentes volando sobre los océanos. Y luego la humanidad no se conformó con
la atmósfera y decidió conquistar el espacio, y llegó a la Luna, y puso
satélites meteorológicos y de comunicaciones, y estaciones espaciales, y sondas
y telescopios. Y así, de la mano de la ciencia, consigue diluir los límites de
lo posible.
Biografía consultada
Servicio
Meteorológico Nacional, Revista, 17 de diciembre de 2021.