Dos coaliciones buscan dominar
la política argentina
El país podría estar comenzando a articular un sistema con un par de
fuerzas preponderantes, amplias y diversas, que permitiría encarar mejor la
agenda de reformas necesarias.
Fuente: LA NACION - Crédito: Alfredo Sabat
En
el comienzo de este ciclo democrático, el sistema político estaba configurado
en torno a dos partidos plurales y con fuerte despliegue territorial, la UCR y
el PJ, que se alternaron en el manejo del poder durante dos décadas. En el
ínterin, terceras fuerzas intentaron mediar en esa disputa. No tuvieron éxito,
pero fueron claves en la ampliación de las respectivas coaliciones de gobierno.
Francisco Manrique se incorporó al equipo de Alfonsín. La UCD fue aliada
fundamental de Carlos Menem en términos ideológicos y de gestión. Domingo
Cavallo intentó salvar con De la Rúa el régimen de convertibilidad que él mismo
había implementado diez años antes. Justamente, la gran crisis de 2001 derivó
en la extinción de ese bipartidismo imperfecto.
Entre 2003 y
2015, el kirchnerismo capitalizó el enorme vacío de poder generado por el
default más grande de la historia financiera mundial para desplegar un proyecto
personalista y predatorio. Groseros errores propios, límites impuestos por una
parte de la sociedad y retazos del viejo orden partidario evitaron la
consolidación de un sistema hegemónico con componentes populistas y
autoritarios que rechazaba y buscaba cooptar o destruir esos vestigios del
antiguo régimen partidario.
En 2015 se impuso una novel coalición que mezclaba parte de lo viejo (la UCR)
con uno de sus principales desprendimientos (la CC-ARI), cementados por el
liderazgo y la inteligencia electoral de Pro, única fuerza surgida del magma de
aquella crisis que había logrado establecerse y perdurar en términos
organizacionales y territoriales. Cambiemos nunca fue, como enfatizó hace pocos
días Ernesto Sanz, uno de sus padres fundadores, una coalición de gobierno,
sino solamente una exitosa coalición electoral que consagró un presidente que,
equivocadamente, creyó que podía desarrollar un liderazgo a medida de sus deseos
y prejuicios. Ese error, entre otros, explica que su gobierno haya fracasado en
muchos aspectos, en particular en términos económicos. El giro pragmático que
realizó Mauricio Macri al pactar con Miguel Pichetto constituye un demorado
pero inusual gesto de autocrítica y, al mismo tiempo, una nueva oportunidad
para competir por el poder. Si se analiza fríamente el boletín de
calificaciones de Macri en estos casi cuatro años (crecimiento, inflación,
pobreza, tipo de cambio, endeudamiento) es casi un milagro que todavía tenga
chances de pugnar por su reelección.
Esto se explica no tanto (o no solo) por sus virtudes y los
escasos logros obtenidos (resiliencia; el fundamental apoyo internacional; la
devolución de recursos fiscales a las provincias, que fortaleció a los
incumbentes, devenidos actores claves en términos de estabilidad política;
moderación y rechazo de cualquier aventura que pusiera en riesgo la
gobernabilidad), sino por la tardía pero clave aceptación por parte de Cristina
Fernández de Kirchner de su propio fracaso. Luego de perder cuatro de las
últimas cinco elecciones (2009, 2013, 2015 y 2017), la expresidente se resignó
a abandonar, igual que Macri, su intención de armar un proyecto político a
medida de sus prejuicios y obsesiones. En otras palabras, capituló ante la
evidencia de que la única manera de retener alguna cuota de poder (esencial en
su caso, por el drama personal y familiar que enfrenta por los juicios
derivados de los escándalos de corrupción ocurridos durante sus mandatos y originados
en el de su marido) era pactar con el viejo aparato partidario, al que no se
privó de denostar durante su vida pública. Así, pasaron al olvido esos intentos
de autonomía basados en el empoderamiento de actores sociales con recursos
públicos como fue el caso de Unidos y Organizados: lejos del poder, es
imposible disponer del dinero y de los mecanismos de movilización que solo el
Estado puede proveer. Tampoco tuvo éxito Unidad Ciudadana, con la que apenas
obtuvo la minoría cuando intentó recuperar la provincia de Buenos Aires en
2017. Uno de los principales críticos de esos intentos de radicalización y
ruptura con la tradición peronista es hoy su compañero de fórmula. Alberto
Fernández se fue de su gobierno luego de la disputa con el campo: primera revuelta
fiscal en la historia argentina, punto de partida de la denominada grieta y
principal conflicto simbólico, político y cultural que dividió a nuestra
sociedad por más de una década.
Curiosa y paradójicamente, los actores y voceros que más
claramente intentaron capitalizar el hastío de buena parte de nuestro tejido
social con esa deletérea dinámica de confrontación interna, propugnando el fin
de la grieta y la imperiosa necesidad de establecer una nueva cultura de
diálogo y consenso, tratan ahora de sobrevivir al giro pragmático operado por
las dos principales coaliciones. El binomio Lavagna-Urtubey pretende mantener
viva la llama de la tercera vía, un espacio debilitado con el acuerdo
Macri-Pichetto y con el demorado retorno de Massa al PJ. El eventual resultado
de dicho esfuerzo constituye uno de los principales enigmas del actual proceso
electoral. Cualquiera que sea su destino, es indudable que la contribución
realizada en términos de valorización de la moderación, el consenso y la
cultura de diálogo es inconmensurable.
La Argentina
podría estar encaminándose a rearticular un sistema imperfecto con dos fuerzas
dominantes. Ya no partidos, sino coaliciones amplias y diversas que, como ha
ocurrido en Chile en las últimas tres décadas, le pueden dar estabilidad,
previsibilidad y relativa certidumbre a un sistema político que durante
demasiado tiempo se reveló errático, disfuncional e incapaz de resolver las
demandas más elementales de la ciudadanía. Esta potencial reconfiguración
estaría en estado embrionario -y es probable que veamos cómo germina y, con
suerte, se consolida durante y después del proceso electoral que se aproxima-,
pero podría cristalizarse en un formato imaginado hace tiempo por Torcuato Di
Tella: dos amplías coaliciones de centroderecha y de centroizquierda dominando
la competencia por el poder. Las viejas identidades partidarias (peronismo y
radicalismo) podrían sobrevivir entremezcladas (y alcanzando acuerdos) con
otras fuerzas e identidades, sin las cuales se verían impedidas de lograr las
mayorías necesarias. Como ocurre actualmente en España: solos ni el PSOE y ni
el PP, erosionados por años de gestión y no pocos escándalos, pueden conformar
las mayorías necesarias para formar gobierno. Pero sin ellos, no hay
construcción de poder posible.
Ese esquema
emergente permitiría encarar con mejores perspectivas una agenda de reformas
ambiciosa, imprescindible para sacar al país de la larga decadencia en la que
está envuelto hace décadas. Tal vez esta hipótesis sea demasiado optimista.
Pero puede que seamos testigos y protagonistas de una nueva y fantástica
oportunidad que, sin darnos cuenta ni haber hecho demasiado para tenerla, nos
permita encarar un desafío trascendente y transformacional de lo que este
proceso electoral caótico y caprichoso parecía prometer hasta hace poco.
Por: Sergio
Berensztein
Fuente: Diario La Nación, Opinión, Elecciones 2019,
14 de junio de 2019.