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Noticias del Plata
Su
pasión por el Martín Fierro comenzó en el Colegio del Salvador, donde el padre
Furlong les hacía aprender el poema de memoria a los alumnos, los paraba en
medio del recreo, les tiraba un verso y preguntaba “¿cómo sigue?”. Profesor de
literatura argentina, Ángel Núñez dedicó los últimos años a publicar las obras
completas de José Hernández, comandando un equipo de jóvenes graduados de
Córdoba, Misiones, Buenos Aires y La Plata. Ahora, la gran tarea llega a su
fin: se publica el decimocuarto y último tomo dedicado a los escritos
periodísticos de Hernández. En esta entrevista, Núñez cuenta la génesis de un
proyecto nacido para hablar de Hernández, más allá de Fierro, y analiza las
relaciones entre escritores, políticos y militares de la Argentina del siglo
XIX.
Por Anger Berlanga
“No queremos asistir en la prensa al espectáculo de sangre
que va a darse en la República”, escribió José Hernández en el número final de
El Río de la Plata. 22 de abril de 1870. Es el comienzo de lo que tituló
“Última palabra”, editorial del periódico que dirigió durante ocho meses en
Buenos Aires. Es que once días atrás en el palacio de San José a don Justo José
de Urquiza le han puesto un tiro en la boca y cinco puñaladas en el pecho. La
partida que lo liquidó mentaba una revolución y vivaba a un ex lugarteniente
del caudillo, el general Ricardo López Jordán, que al toque fue elegido por la
legislatura como reemplazante del difunto en la gobernación de Entre Ríos y,
trascartón, solicitó reconocimiento al presidente Sarmiento. Pero Sarmiento lo
acusa de ser el autor intelectual del crimen y manda al Ejército. “La intervención
–Peligros serios”, titula a otro de sus artículos de esos días Hernández, que
se ve venir la escalada armada. “Allá, en aquella provincia salvada a las
borrascas que han azotado la República en los últimos años, se levantaba la
figura culminante del general López Jordán, a quien por sus antecedentes, por
la participación que le cupo siempre en los sucesos en que fue actor el
ejército entrerriano, por su conducta en los combates, por su popularidad y
prestigio, se le indicaba por todos como el sucesor natural del general Urquiza
y el presunto heredero de su poder”. La noticia del crimen, escribe, llega
envuelta en nubes tenebrosas. “El nombre de López Jordán se pronuncia por todas
partes sin que se conozca el rol que verdaderamente le ha cabido desempeñar en
tan terrible tragedia –señala–. Nosotros, por el conocimiento personal que
tenemos del hombre, nos resistiremos siempre a creer en su participación, sin
que por esto nos hallemos dispuestos a absolverlo de antemano”.
Los textos son
parte del decimocuarto y último tomo publicado de lo que se anuncia como sus
Obras Completas, un trabajo exhaustivo que comenzó a destilarse en 2005 con
Instrucción del estanciero y concluye ahora, con el tercer libro que recoge los
textos que publicó en El Río de la Plata. “Una tarea bastante larga, hecha por
un equipo de trece jóvenes graduados de las universidades de La Plata, Córdoba,
Buenos Aires y Misiones”, dice Ángel Núñez, hernandista, licenciado en Letras y
profesor de literatura, 79 años, el director de este proyecto, que tiene el
reflejo continuo de salirse del protagónico y destaca la faena conjunta o las
procedencias de los materiales. Y a Hernández, claro. “Lo primero fue rescatar
todo lo que ya estaba, para no hacer las cosas dos veces, no caer en esta cosa argentina
de decir ‘todo está mal’ y empezar de cero –dice–. Y fue muchísimo material el
que encontramos”. Una vertiente importante fue el trabajo que hizo el académico
Alejandro Losada, que murió en 1985. “Él terminó su carrera en la Freie
Universität de Berlín, y tuvo la obsesión de publicar el periodismo de
Hernández –cuenta Núñez–. Y anduvo con su maquinita de escribir por varias
hemerotecas, en Paraná y otros lugares, y copió, qué sé yo, unos 200 artículos.
Nos comunicamos con la viuda de Losada, que había donado los materiales a
esta universidad, y ahí dimos con una profesora brasileña, Ligia Chiappini, que
para más nació en Santana do Livramento, el sitio en el que tuvo que exiliarse
Hernández. Ella nos facilitó los papeles, las fotos y los libros que había
reunido Alejandro”.
Con esa base
inicial, el equipo rastreó y recopiló textos de La Reforma Pacífica, de El
Nacional Argentino, de El Litoral, de El Argentino (estos tres últimos, de
Paraná); de El Eco de Corrientes; de La Capital, de Rosario; y de El Río de la
Plata. Seis tomos de los catorce están dedicados a la obra periodística, y tres
de esos a su exitosa publicación porteña, donde escribió ¡cerca de
cuatrocientos artículos en ocho meses!
En esa temporada
escribe sobre la fundación del diario La Nación, y con frecuencia, enjundia e
ironía le critica a Bartolomé Mitre el despilfarro de recursos para “guerras
fraticidas” que terminará utilizando para sus aspiraciones personales. Y sienta
posición ante cuestiones como el alumbrado público, los jueces de paz, las
escuelas, las trifulcas de prensa; describe el panorama del comercio en el
Litoral; se congratula con la noticia de la muerte de Solano López en Paraguay;
se queja de la mirada peyorativa del periódico Standard, “órgano de los
intereses británicos en el Plata”, que por “excesivamente violento” desacredita
a la Argentina “ante los ojos de Europa”; y traza la crónica del cruce entre la
comparsa italiana “Stella” con otra de criollos, “Progreso del Plata”, que
derivó en “una tremolina de que resultaron varios heridos”; y desconfía y
advierte sobre los establecimientos de beneficencia, “servidos por comunidades
extranjeras que con el nombre de Hermanas de Caridad” pareciera “que fueran las
más competentes y aptas”, aunque registra “serias quejas de algunas personas
que son víctimas del maltrato y dureza”. Tiene 35, Hernández, a esa altura.
Siete años atrás, en 1863, había publicado el folleto Rasgos biográficos del
general D. Ángel V. Peñaloza, que recopilaba sus artículos sobre el asunto en
El Argentino de Paraná. En 1875 la reeditaría, con variaciones importantes y en
plena polémica con Sarmiento, famoso su regodeo por la ejecución sanguinaria
del caudillo: el texto de Hernández pasará a llamarse, ya, Vida del Chacho. En
las obras completas este tomo incluye reproducciones facsimilares de ambas
ediciones originales, y también de El Chacho, último caudillo de la Montonera
de los Llanos, de Sarmiento, y también lo que escribió Juan Bautista Alberdi
sobre el padre del aula (Facundo y su biógrafo. El Chacho – Sarmiento); y
además correspondencia entre Mitre y Sarmiento antes y después del
asesinato.
“Y lo que hemos
descubierto, a medida que íbamos haciendo el trabajo, es a un Hernández
desconocido –dice Núñez–. Porque pongamos a un lado al Martín Fierro, que es el
gran poema nacional: se podrá discutir, a unos les gusta y a otros no (que está
pasado de moda, o que si es o no el Viejo Vizcacha), pero está consagrado. Es
discutible pero consagrado; con Élida Lois hicimos una edición crítica que
incluye opiniones de gente de distintos lugares del mundo que estudia el poema.
Por supuesto que está incluido en las obras completas, no podía ser de otra
forma. Pero dijimos: veamos todo el resto de Hernández. Y entonces hemos ido
descubriendo a un importante pensador, que tenía una visión muy completa del
país. Y en qué época: derrota de Rosas (de quien no habla, o lo critica muy
genéricamente), organización del gobierno de Urquiza. Es un urquicista nato,
digamos. Y es tan federal que se va a vivir a Paraná, se casa y tiene sus hijos
allá. A partir de la batalla de Caseros escribe, durante veinte años, día a
día. Funda diarios, los dirige. Y vive la vida política con una visión de
conjunto”.
Aboga de
continuo por la integración nacional y por la paz: “La sangre de nuestros
padres se derramó por la Patria en sostener el grandioso pronunciamiento de
Mayo de 1810 –escribía en 1860 para La Reforma Pacífica, corresponsal desde
Paraná–. La sangre de nuestros hermanos se derramó después por la Libertad con
la lucha constante, sostenida por veinte años contra la tiranía del déspota. La
nuestra se ha derramado ya por la Organización Nacional y quizás veamos aún
derramarse la de nuestros hijos. Estas son las tres grandes épocas de la
República Argentina. Nuestra historia de medio siglo puede resumirse en estas
tres palabras: sangre, sangre y sangre”.
Pablo Mehanna
Angel Núñez,
coordinador de los 14 tomos de la obra completa de José Hernández.
Militares que escriben
Como Mitre y Sarmiento, Hernández también fue un hombre de armas tomar, y
formó parte de las tropas de Urquiza en las batallas de Cepeda, Pavón, Arroyo
Garay. “Si pensamos en el Siglo XIX, Juan María Gutiérrez publicó rápidamente
las obras completas de Esteban Echeverría –señala Núñez–; de Sarmiento ni
hablemos, no sé cuántos tomos, editados con apoyo oficial; las de Alberdi
también estaban, restaban nomás los Escritos Póstumos que sus discípulos
publicaron. Faltaban las de Hernández. ¿Por qué faltaban? Yo pienso que la
política cultural ha influido, porque era antiliberal. Acusa a Sarmiento por el
asesinato del Chacho, pero el inspirador de todo, para él, es Mitre. Mientras
está exiliado en Montevideo, en 1874, Hernández dedica casi un año a analizar
en artículos políticos y periodísticos la impronta de Mitre, a quien considera
el jefe de la oligarquía porteña, anti federal, anti provincias, anti Paraguay.
Entre esos artículos del ‘74 le escribe siete cartas a Vicuña Mackenna, el
político chileno, que llamaba a Mitre ‘el gran hombre de América del Sur’ o ‘el
gran estratega’. ‘¿Destruir el Paraguay es ser el gran hombre de América del
Sur, qué política es esa?’, le pregunta Hernández. O sea, creo que atentar
contra Mitre desde la política cultural es algo que provoca recelo en todo un
sector de este país”.
Señala Núñez que en El Río de la Plata puede verse la preocupación de
Hernández por un programa de gobierno, por la elección vía votación de los
jueces de paz, “por la defensa de que el hombre pobre no sea manipulado”.
“‘Estamos en una etapa de sangre y tenemos que pasar a una etapa de patria’,
plantea él –sigue Núñez–. Es un hombre de Urquiza porque ve en él a un hombre
que implanta la ley. Y coincide con el pensamiento de Alberdi, porque piensa
que será la Constitución la que va a organizar al país. Que con Constitución
Federal y respeto a las provincias, con desarrollo y progreso, ferrocarriles y
comunicaciones, el país se pondrá en marcha y habrá una Nación Argentina. Uno
de sus artículos se llama ‘Levantemos en alto el libro de la ley’: en ese
sentido se entusiasma con Urquiza. Pero después Urquiza va cambiando. Y
entonces Hernández adhiere a la rebelión de López Jordán contra Urquiza, que
fue negociando con Buenos Aires para que le respeten la provincia. Los porteños
invaden el interior, machacan a Peñaloza, van liquidando el caudillaje, pero no
tocan Entre Ríos. Todo el pensamiento federal le advierte, ‘ojo, general,
ayúdenos, mire que también lo van a atacar a usted’. Pero Urquiza ya había
elegido su camino de negociación, y había renegado de ‘los paisanos desorganizados’”.
Que no quería asistir “en la prensa” al espectáculo de sangre que
sobrevendría, escribió, tras el asesinato de Urquiza; poco después Hernández
estaba alineado con López Jordán, combatiendo a las tropas de Sarmiento: el
espectáculo de la sangre en directo, batallas con millares de muertos y el
ejército argentino de estreno de ametralladoras y fusiles Remington (tecnología
de avanzada para el progreso). Tras la derrota en Ñaembé, en 1871, López Jordán
se replegó a Santana do Livramento con 1.500 hombres: entre ellos estaba
Hernández. Sarmiento ofreció recompensas por sus cabezas: cien mil pesos por la
de López Jordán, mil por la de Hernández. Pero al año siguiente el presidente
dictó una amnistía y Hernández volvió a Buenos Aires, donde publicaría por
entregas, en el diario La República, el Martín Fierro. Para finales del ‘72 se
publicó como folleto: tremenda popularidad, continuas reediciones, paisanos que
se reunían alrededor de los fogones para leerlo. “Se ganaba la vida con el
periodismo, con la escritura –dice Núñez–. No era hombre rico, pero vivía de
eso. Y de otras cosas: fue taquígrafo de la Convención Constituyente, por
ejemplo. Más adelante se dedicó a vender campos. Se las rebuscaba”.
Así publicaba:
en folletos. “Lo único que publicó en formato libro fue Instrucción del
estanciero, aunque si era para que el paisano lo leyera, lo ideal habría sido
que fuera también en folleto –dice Núñez–. Pero es un texto dirigido a Dardo
Rocha, a su círculo rojo. Entre los pensadores de esa época Hernández tiene una
cosa única: defiende al gaucho, al trabajador rural. Rocha, que era gobernador
bonaerense, y era su amigo, le dice ‘mándese un viaje, vaya a Australia, vaya a
Europa, para ver qué técnicas rurales podemos aplicar para desarrollar en la provincia’.
Y Hernández le responde: ‘Mire, no gaste plata, yo le escribo ese libro. Porque
nosotros sabemos cómo organizar una estancia para que produzca bien’. Y le
escribe esta instrucción, para que un peón pueda organizarse, instalarse, y
sepa qué es lo que hay que hacer. Y plantea, ahí: hagamos colonias con hijos
del país, como se hace con los extranjeros. Los incluye. Podemos empezar con lo
que sabemos, plantea. Y no es que fuera un primitivo, porque después como
diputado y senador auspicia estudios científicos superiores de agronomía,
veterinaria, no es que dice ‘ya sabemos todo’. ‘Con darle tierras a los
paisanos organizamos la provincia –dice–. Y tienen que ser buenas tierras, no
cualquiera: tienen que estar cerca del ferrocarril. Y si me dicen que no tienen
cerca, bueno, tienen plata para comprarlas’. Los piensa como un elemento
valioso del país, contra la opinión en general del propio Alberdi en Las bases,
que nos dice: ‘Nunca vamos a lograr en nuestro hombre un obrero inglés, con ese
método de trabajo, rigor, espíritu familiar’, etc. En cambio Hernández dice sí,
este hombre sirve. No es un ser despreciable. Y cita: ‘Con ellos, que son los
que han hecho la guerra, vamos a hacer el país’”.
A los liberales
nunca les gustó el Martín Fierro, dice Núñez. “Borges llegó a decir que ojalá
el gran libro no fuera ese, sino el Facundo –señala–. Ángel Battistessa, la
academia, dijo ‘con un borracho asesino, qué modelo es ese’. Pero digamos que
el poema se impuso por sí mismo. Lo que no se conocía es toda su visión del
país”. ¿Y cómo fue que se enganchó Núñez con Hernández, dónde está el origen de
su dedicación a estudiarlo? “Desde joven soy admirador del Martín Fierro
–cuenta–. Estudié en el colegio El Salvador y nos lo hacían aprender de
memoria. El padre Furlong (que además era profesor e historiador), especialista
en las colonias jesuitas, lo paraba a uno en el patio, largaba un verso y
preguntaba: ‘¿cómo sigue?’ ‘Y, no sé, padre’. ‘Hay que saberlo, de memoria’.
Con ese sello, desde joven publiqué cosas sobre el libro, distintos
enfoques”.
Núñez fue
profesor de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras “en la
época difícil de Perón”, dice, y subraya que incluye los años 70. Además de
Hernández, se especializó en las obras de Roberto Arlt y Leopoldo Marechal. Su
mujer, Silvia Beatriz Gallina, era cuadro político de Montoneros y fue
secuestrada en diciembre de 1976: permanece desaparecida junto con su padre,
sus dos hermanos y su cuñada. Núñez se exilió en Brasil con la hija de ambos,
que por entonces tenía dos años. Vivió en San Pablo doce años, y cuenta que
hizo de todo un poco para ganarse la vida: librero, distribuidor de diarios,
profesor, publicitario. “Un domingo, en una playa, allá, compré La Nación y en
un suplemento encontré un artículo escrito por Ángela Blanco Amores de Pagella,
que había sido profesora mía en la facultad, en el que decía que existía un
manuscrito de la primera parte del Martín Fierro, y yo me dije ‘uh, a eso hay
que encontrarlo’”. A comienzos del menemismo, cuando volvió, lo rastreó. “La
mujer que lo tenía estaba negociando con la Universidad de Texas, donde está la
mejor colección de Martín Fierro que hay en el mundo –dice–. Por un precio
menor conseguimos que lo compren los de Televisión Educativa: después de no sé
cuántos años les dieron un premio Martín Fierro, y como símbolo compraron el
manuscrito y lo donaron al Estado. Lo restauraron en la Unesco, porque acá no
encontrábamos plata para hacer eso. Y ahora está en el Museo Histórico
Nacional, en una especie de altarcito que le han hecho”. Que tuvo una formación
nacionalista, dice. Y también: “Por peronista me tuve que rajar, por peronista
me cagaron a patadas, y bueno, acá estoy”. Otra definición suya funciona para
final: “Siempre estuve con Hernández en la cabeza”.
Fuente: Página 12, Radar, 30
de junio de 2019.