CULTURA
NOTA PERIODÍSTICA
Sinfonía de un sentimiento  
Por Guillermo
David
El peronismo inventó una gramática social, una nueva melodía para
la lengua crítica argentina. El radical Arturo Jauretche fue uno de sus
creadores más eficaces.
En Filo, contrafilo y punta sostiene
que el tilingo es
el pulido del guarango,
su versión en apariencia antagónica pero complementaria. Escrito en 1960, aún
en pie las pueriles ilusiones que el frondicismo le despertara, postula: “El
tilingo es una frustración. Una decadencia sin haber pasado por la plenitud”.
En cambio “el guarango pisa fuerte porque tiene donde pisar. El tilingo ni
siquiera pisa: pasa, se desliza. Por eso el tilingo es un producto típico de lo
colonial”. “Los imperios dan guarangos” -alegoriza- “sobre todo cuando se hacen
demasiado pronto. Es el caso de los Estados Unidos”. Tras esta rápida taxonomía
irónica, colige que, aliados, guarangos y tilingos son quienes propician las
revoluciones (en el lenguaje de la época: los golpes de estado).
En su crítica
feroz del “medio pelo”, el cachador con corbatín originario de Lincoln, acerbo
e incansable fustigador de la medianía social, acabaría adscribiendo casi sin
advertirlo a su expresión política, la del tilinguismo militante, que adquirió
la forma del frondicismo. Y que hoy se prolonga en las variantes mutantes del
desarrollismo, que, con otros nombres, resumibles en la palabra extractivismo,
es el modelo triunfante.
Conocemos las
estaciones de la deriva política e intelectual de Jauretche (del yrigoyenismo
juvenil, el forjismo militante y el funcionariato peronista al peronismo sin
Perón y el frondicismo), así como el legado de sus textos ya incorporados al
imaginario básico de cualquier peronista. Ardides conceptuales como “zonceras”,
“colonización pedagógica”, “profetas del odio”, “intellingetzia”, “medio pelo”,
pueblan unidades básicas, reuniones sindicales, artículos de urgencia y ágoras
virtuales. Ese entramado de consignas ya probadas brinda el amparo solidario a
rápidas identificaciones que consolidan certezas y ligan a una memoria común
que se quiere similar y resistente.
Esa marca
indeleble en la lengua coloquial peronista la vuelve por momentos parte de un
repertorio de limitaciones ostensibles -toda consigna oblitera, es un recurso
fácil para no pensar- tanto como dota de eficacia a la lengua polémica. Su
género es el panfleto, bajo la forma del ensayo de ocasión, en el que Jauretche
despliega sus ínfulas de provocador infatuado; género en el cual procedía a
mostrar con sagacidad el revés del discurso de sus contradictores ideológicos.
Su blanco dilecto fueron los lugares comunes constituidos en las jergas
literarias de la tradición ilustrada, de Sarmiento al grupo Sur. Sus polémicas
tallan el centro diamantino del pensamiento al que juzga como antinacional o,
en el mejor de los casos, como el producto de un habla cautiva del europeísmo y
la tradición liberal, a los que quiere enemigos irredimibles, y no un acervo
del cual apropiarse, como propiciara el Borges de El escritor argentino y la tradición.
Jauretche forjó su
ácida lengua crítica con un vasto acopio de esquirlas del habla popular que,
como buen provinciano, de ágil estilo oral, entre orillero y campechano,
dominaba a la perfección. Su populismo picaresco estriba en su concepción del
saber: éste no es un atributo asequible por la vía letrada, con sus reglas
vigiladas por comisariatos bienpensantes, sino por la experiencia popular
acumulada –el “estaño”, “la universidad de la vida”, la intuición. En suma, el
sentido común. Ese saber resultaría a la postre una instancia crítica y
resistente a la “colonización pedagógica” mediante un esfuerzo de actualización
del acervo hispano-criollo al que consideraba la base de la construcción
identitaria del país. Una batalla retórica sin par librada en conferencias,
periódicos, folletos, proclamas, panfletos y libros rápidos enhebrados con sus
opiniones que adornaba con textos ajenos y algunos datos, hilaron sobre su
figura legendaria, algo solitaria, un tanto quijotesca, el tejido de imágenes
verbales que su solo nombre concita.
Todos sabemos
quién fue, quién es Jauretche. Durante décadas era una figura de la vapuleada y
retaceada memoria colectiva peronista; viejas ediciones de sus libros pasaban
de mano en mano y de generación en generación como una consigna, casi un
mandato. Haberlo leído, aludir a sus giros sarcásticos, citarlo, era un
salvoconducto que permitía identificar afinidades, que no siempre lo eran.
(Horacio González recordaba que al caer preso vio sus libros en los anaqueles
del comisario que lo interrogó).
Aquella situación cambió. Ya no
es el “maldito” negado por el establishment cuya obra secreta aguardaría la
redención lectora de algún arqueólogo de la literatura, sino que forma parte
del canon que propalan tanto políticos profesionales como militantes de base.
En el apuro, todos traemos a colación sus frases punzantes, sus desaires, sus
aporías bárbaras, casi hirientes; referimos sus escaramuzas con una sonrisa no
exenta de picardía que nos vuelve cómplices de una suerte de sentido común al
que suponemos resguardo suficiente para la intelección del presente. Presente
que no sería otra cosa que un avatar más de ese retorno mítico en el cual a los
períodos de algarabía suceden momentos de zozobra debidos a los mismos males. A
esa una jugarreta insistente y pérfida de la historia le opondríamos las
bravuconadas jauretcheanas con parejo éxito: el mismo que creemos que tuvieron
otrora.
Pero un problema, que es
histórico y político, es decir, actual, atraviesa esas comodidades. Puesto que,
si su adscripción al peronismo fue sostenida con notoria independencia de
criterios, así como su desmarque del mismo significaron su constitución en
intelectual crítico cuya voz fue volviéndose cada vez más inaudible, su
ulterior integración al frondicismo supuso un enclave en que los propios
postulados se vieron refutados por aquel gobierno infausto. El drama del
forjismo graficado en los nombres de Scalabrini Ortiz y del propio Jauretche,
sus figuras mayores, al imbricar sus destinos políticos e intelectuales con el
relevo radical de los años sesenta, más allá del necesario balance histórico,
plantea la pregunta al presente sobre los límites y posibilidades de un
nacionalismo popular que convive y articula sin conflicto con las políticas
desarrollistas que regirán las siguientes décadas. ¿Cómo fue posible que los
más alzados críticos de la presencia del capital imperial y de los dispositivos
culturales de construcción hegemónica acabaran sustanciando un proyecto que los
tuvo por eje? ¿Por qué ese notorio bemol de su pensamiento y práctica política
es invisibilizada o minimizada en la consideración de su figura?
Para tratar de responder estos
interrogantes debemos preguntarnos cuál es, en el pensamiento de Jauretche, el
sujeto histórico que sustancia el proyecto emancipador. La respuesta es
prístina: su sujeto es la nación. Pero se trata de una nación abstracta, que
siempre es un presupuesto ya dado y no una construcción ficcional en disputa, a
la que se opondrían aviesas fuerzas históricas sustentadas en el engaño, cuya
trama desnuda con sus estocadas verbales. La nación. No los trabajadores, a los
que difuminaba en la categoría “pueblo”; ni el Ejército, al que consideraba
colonial; ni el Estado, del que descreía; ni las clases medias, a las que
fulminaba. Todos ellos, admitía, habían dado momentos soberanos, pero eran
insuficientes para hegemonizar un proceso liberador de “la nación”. Esa
enunciación del conjunto articulado de esos sujetos no ponía la dirección en su
conductor natural e histórico –Perón- o en el partido revolucionario soñado por
las izquierdas que lo encuadrara, sino en una especie de instancia mágica de
emergencia de multitudes cuya organicidad natural anhelaba.
Todo eso cambió con el
neo-radicalismo surgido del golpe del ‘55 que pretendió capitalizar al
movimiento peronista tratando de arrebatárselo al propio Perón. Jauretche vio
llegada su hora: su hombre fue, por un rato, Frondizi. La fantasía del tercer
movimiento histórico que resumiera en una instancia superadora los momentos
previos de soberanía popular a la que despojaría de las situaciones limitantes
-entre ellas, la difícil integración de las clases medias- y encauzaría el
devenir histórico en un esquema republicano de gestión comenzaba a trazar su
sinuoso camino que fracasaría con el alfonsinismo y solo coronaría con el
kirchnerismo medio siglo más tarde. Pero de todas formas se consumó su
objetivo. Puesto que el fracaso del frondicismo no fue óbice para que su
rediseño de un modelo de articulación económica con el capital transnacional
mundialmente dominante se impusiera.
Ahora bien: el discurso nacional
y popular (categoría gramsciana inclusiva que funcionaría como eufemismo
ampliatorio de la identidad peronista) comenzó a funcionar en ese preciso
momento, desde la revista Qué, como instancia de legitimación de
las operaciones del capital monopólico transnacional en nombre del desarrollo
de las fuerzas productivas, determinante soberano en última instancia, a las
que veía impedidas de despliegue autónomo por la colonización pedagógica que
volvía impotente, imposible, o acaso inexistente a la burguesía nacional. Si
Jorge Abelardo Ramos había planteado su sustitución, como Trotsky, por el
Ejército, Jauretche seguirá apelando a una nación genérica cuyos sujetos
difusos habrían de refundarla. Visualizado ese punto ciego el adalid mayor del
anti-imperialismo, Scalabrini Ortiz, hizo su famoso desplante desde el
mismísimo órgano del frondicismo poco antes de morir. Por su parte Jauretche
alcanzó a formular en El Plan Prebisch - Retorno del coloniaje la
instancia que le permitiera cerrar las esclusas a la nueva articulación. Pero
fue desoído. Olvidado de conceptos como anti-imperialismo y nacionalismo, que
fueron ejes de su matrizado, el peronismo ha de recoger esa herencia, sin duda
con otro lenguaje, creando una nueva Sinfonía del Sentimiento, como la llamó
Leonardo Favio. 
Fuente consultada
Página 12, Buenos Aires 12, Sintonía de un
sentimiento, Guillermo David, 02/11/2025.
https://www.pagina12.com.ar/870611-sinfonia-de-un-sentimiento