LITERATURA &
PSICOANÁLISIS
El 19 de noviembre de 1925, en
Poznań, Polonia, nació Zygmunt Bauman, uno de los pensadores más lúcidos que
han existido. La obra de Sigmund Freud y de Hannah Arendt, entre otros, ejerció
una enorme influencia en su reflexión. Como si fuese poca la penumbra
globalizada que se extiende sobre la superficie de esta civilización agónica,
su muerte aumenta un grado más el sentimiento de que la lucidez va siendo
derrotada por el renovado ascenso de las ideas más lúgubres, las pasiones más
oscuras, y la debilidad del pensamiento.
Bauman fue sabio hasta para
elegir el momento de su muerte. Se marchó poco antes de que Donald Trump se
convirtiera en el presidente de una nación que no volverá jamás a recobrar su
grandeza. No es que el profesor fuese a asustarse, puesto que era perfectamente
consciente de lo que iba a suceder, pero probablemente quiso darse el merecido
lujo de no tener que seguir escuchando tanto derroche de infamia. Su visión
profética del mundo, su profundo instinto político, su penetrante lectura de lo
real, le permitían anticiparse siempre un paso a los acontecimientos humanos.
Su concepto del mundo líquido fue uno de los instrumentos más sólidos que nos
ha legado para comprender la lógica de los fenómenos sociales tras la Segunda
Guerra Mundial. Pero esa fue tan solo una de sus varias iluminaciones.
Construyó un discurso a la vez poético y filosófico de una contundencia
demoledora, que ajustó las cuentas con los últimos restos del mito de la razón
ilustrada. Bauman fue íntimamente freudiano, puesto que enfocó su obra adoptando
la perspectiva del maestro vienés sobre el malestar en la cultura. Demostró que
la barbarie es intrínseca a la civilización, que el progresismo es la
propaganda encubierta de la crueldad del mercado, y que no existe nada que
pueda escapar a los implacables mecanismos de la globalización como ejercicio
totalitario de la inhumanidad.
Fue mucho más que un pensador.
Constituyó una de las voces morales que lograron alzarse por encima del
bullicio falaz de los predicadores de felicidad, recordándonos que todos los
días sobran motivos para avergonzarnos. Luchó hasta el último aliento de sus
noventa y un años para que las vidas desperdiciadas no se hundieran
definitivamente en las aguas turbias del olvido, para que la iniquidad del
tráfico de almas no se escondiese tras la indiferencia que nos paraliza.
Bauman opuso la potencia de su
palabra poética a la corrección política de las ideas, ese antídoto que el
neoliberalismo ha inyectado en las venas de la humanidad para anestesiar toda
tentativa de subversión. Viajero incansable, llevó su mensaje por todos los
rincones del planeta. Dotado de un magnetismo especial para conectar con
aquellos que aún poseen la virtud de la honestidad moral, mantuvo al mismo
tiempo un compromiso indeclinable con la miseria del mundo, una miseria que ya
no solo se mide en términos de economía, sino fundamentalmente en la escala de
una ética desfalleciente.
Su larga vida le permitió ser
actor en los escenarios más cruciales del siglo pasado, y adentrarse en el
nuevo milenio previendo muy bien la dirección hacia la que nos encaminamos. Al
final, ya nada podía sorprenderlo. Había logrado arrancar todos los disfraces
del capitalismo, penetrar en los mecanismos más profundos del nuevo paradigma
que hoy nos rige, y comprender sus efectos en la subjetividad contemporánea.
Pero mantuvo intacto hasta el último minuto su capacidad para indignarse, y
proclamar que la vergüenza -como los hielos del Ártico- se está volviendo cada
día más líquida, mientras la impunidad se hace cada vez más impenetrable.
G.D.