CONTRATAPA
Nota Periodística
Matar al libro
Por Vicente Battista
Imagen: AFP
En la Edad
Media los libros se consideraban piezas valiosísimas, más allá de los textos
que contuvieran. Eran auténticas obras de arte realizadas por monjes
calígrafos, artistas anónimos que en la soledad y el silencio de sus claustros
copiaban a mano e iluminaban, letra a letra, la Biblia de Jerónimo o El Libro de las Horas. Esa paciente labor la hacían en el scriptorium, literalmente: “el sitio para escribir”, una
habitación de los monasterios destinada a la copia de manuscritos, incluso se
llevaban el trabajo a casa: se sabe que también iluminaban los pergaminos en
una suerte de cubículos situados junto a los claustros o en sus propias celdas.
Más allá de dónde fuesen creados, los libros se copiaban en el complejo
alfabeto medieval: palabras encadenadas entre sí, sin espacios de separación,
no existían ni las mayúsculas ni las minúsculas, tampoco los signos de puntuación.
Cada libro exigía varios años de elaboración, aunque este detalle preocupaba
poco o nada: en el 1400 no abundaban los lectores. Felipe II, El Atrevido,
duque de Borgoña, presumía poseer la mayor biblioteca de su época, sus
anaqueles sumaban algo más de seiscientos ejemplares.
Por entonces, un orfebre alemán, natural de Mangucia, conocido
bajo diferentes nombres —Johannes
Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg, Johannes Gutenberg, Johannes Gutemberg—, dio
a conocer un nuevo tipo de imprenta que le había demandado años de trabajo
secreto. Se trataba de un corpulento artefacto que replanteaba el modo de
imprimir hasta esos días. La Biblia de 42 líneas fue la prueba elocuente. El nombre no
encerraba ningún enigma: se refería al número de renglones, a dos columnas, de
cada una de las mil doscientas ochenta y seis páginas impresas por esa nueva
máquina de tipos móviles. Eran dos volúmenes tan imponentes y bellos como los
elaborados por los monjes copistas, aunque con una diferencia primordial: se
podían realizar doscientos copias en muchísimo menos tiempo del que a los
voluntariosos monjes les demandaba componer un solo ejemplar.
En pocos años las
imprentas se multiplicaron por las principales ciudades de Europa. Segovia fue
la pionera, en 1472 editaron Sinodal de Aguilafuente, un volumen que atesora las actas del
sínodo diocesano celebrado en Aguilafuente. Gutenberg había muerto cuatro años antes, por
lo que nunca se enteró de ese acontecimiento y menos aún de que su imprenta de
tipos móviles constituyó, junto a la caída del Imperio Romano de Oriente y el
descubrimiento de América, uno de los tres hechos que señalaron el fin de la
Edad Media y el comienzo de la Edad Moderna. Lo cierto es que a inicios del
siglo XVI ya se imprimían más de treinta mil títulos por año. Europa entonces
contaba con cien millones de habitantes, analfabetos la mayor parte de ellos,
por lo que, según señala Robert Escarpit en La revolución del libro, un abultado número de esos
volúmenes iban a bibliotecas y universidades. Era natural que las ediciones no
pasaran del centenar de ejemplares. La cifra creció a mediados del siglo XVI,
ya entonces se tiraban mil copias de cada título. En el siglo XVII alcanzaron
las tres mil. Voltaire decía que en su tiempo podían calcularse cincuenta
lectores para un libro serio y quinientos para un libro agradable.
El 13 de
septiembre de 1810, a solo cuatro meses de la Revolución de Mayo, Mariano
Moreno fundó la Biblioteca Nacional. Ciertamente, los libros se convirtieron en
uno de los vehículos de esa Revolución, desde entonces proclamamos con orgullo
nuestra cualidad de lectores, nuestro culto al libro. Acaso la imagen del Martín Fierro leído en
voz alta en las pulperías puede ser un ejemplo definitivo. Borges entendía que
la lectura es una forma de felicidad y señalaba: “De los diversos instrumentos
del hombre el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones
de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el
teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada,
extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión
de la memoria y de la imaginación”. Ir con un libro en la mano fue una de las
consignas de la monumental marcha en defensa de la Universidad Pública que el
martes 23 se celebró en todo el país.
Hubo un
tiempo, no tan lejano, en el que nos jactábamos por la cantidad de títulos que
se editaban por estas tierras, celebrábamos el número de ejemplares que se
tiraban. Lamentablemente, hoy no estamos para festejos. Un informe de la Cámara
Argentina del Libro, señala que en estos días la tirada promedio llega a los
mil ejemplares. Hay varias razones para argumentar el desastre, desde el costo
del papel hasta el precio de tapa. Lo cierto es que la Secretaría de Educación
eliminó el programa “Libros para aprender”: fueron cancelados los catorce
millones de ejemplares que habitualmente se compraban para distribuir en las
escuelas de la Nación. En definitiva, ¿para qué hacer ese gasto? Si, tal como
señala quien gobierna el país, “la educación pública ha hecho mucho daño
lavando el cerebro de la gente”. Ese mismo sujeto, derrochando regocijo,
asegura que nos llevará a la Argentina del siglo XIX; en cuanto a la tirada de
libros, suenen las campanas libertarias: ya estamos en la Europa del siglo
XVI.
Fuente
consultada
Diario
Pagina 12, domingo 28 de abril de 2024.