“El miedo a
aprender es haberse creído el estigma”
“La escuela ‘puede’, los maestros ‘pueden’ y los chicos ‘pueden’,
siempre que la escuela pública sea asumida como una herramienta de inclusión”, señala
Bombini. La lectura y la escritura como prácticas sociales.
Por Verónica Engler
Maestro de maestros, Gustavo Bombini es uno de los expertos de la
Argentina en temas relacionados con la lectura, la literatura infantil y la
didáctica de la lengua. Apasionado de los procesos de construcción de saberes
que se dan en las aulas, defiende a capa y espada la escuela pública como un
espacio donde es posible la inclusión. Investiga desde hace años la historia de
la enseñanza en el país –su libro Los arrabales de la literatura. La historia
de la enseñanza literaria en la escuela secundaria argentina (1860-1960),
recibió el Premio a Mejor obra teórica en Educación de la Feria del Libro de
Buenos Aires en 2005– y de las políticas educativas que modelan la formación de
millones de niños/as, jóvenes y adultos/as. Formó parte de la gestión anterior
en el Ministerio de Educación de la Nación, desde donde llevó adelante el Plan Nacional
de Lectura desde una innovadora perspectiva de derechos que incluía
experiencias muy diversas que llegaron a los confines más remotos de nuestro
país. “La clave en esto es generar situaciones de trabajo con la literatura que
se parecen a diálogos entre lectores, donde está muy jerarquizada la palabra
del otro, donde la palabra del otro apunta a una construcción de sentido, donde
se consensúa, se discute, se argumenta, y se vuelve sobre eso”, señala en
diálogo con Página 12 poco antes de partir hacia la ciudad de Corrientes, donde
esta semana presidirá el IX Congreso Nacional de Didáctica de la Lengua y la
Literatura, una gran reunión bienal que se realiza desde el año 1995 en
distintas sedes del país, en este caso en la Universidad Nacional del Nordeste
(UNNE). Allí presentará Leer y escribir en las zonas de pasaje. Articulaciones
entre la escuela secundaria y el nivel superior (Ed. Biblos) un libro –cuyo
contenido coordinó junto con Paula Labeur– en el que se proponen diversas
prácticas pedagógicas que indagan sobre las mejores estrategias para hacer
posible que quienes quieran continuar con sus estudios luego de finalizar la
escuela secundaria lo logren y no se frustren en el intento.
–¿Qué sucede con la enseñanza de la lengua y la literatura luego de la
gran reforma educativa de la década del 90?
–La reforma de los años noventa tuvo ese componente positivo de la
actualización disciplinaria, pero se dio con una ausencia de didáctica, sin la
pregunta acerca de cuáles son las necesidades de las aulas. Y esto tiene que
ver con la formación de maestros, con cómo incorporan las nuevas teorías a su
repertorio de saberes. En los años noventa se reforma el currículo, pero queda
un saldo hacia adelante, que es lo que nos empezamos a preguntar por la
relación entre las teorías y las prácticas. Se trata de pensar la lectura y la
escritura como prácticas sociales, es decir, prácticas que ocurren y se enseñan
en la escuela, pero que a la vez ocurren en contextos mayores. La escuela no
está sola en su trabajo con la lectura, con la alfabetización, sino que hay una
comunidad educativa en sentido amplio, que trabaja en relación con lo mismo, y
que trabaja además a partir de las relaciones muy positivas, expectativas que
tiene la sociedad respecto de que los chicos se alfabeticen, de que sean
lectores, de que lleguen con buenos resultados a las zonas de pasajes entre los
diferentes niveles educativos. Todas estas cuestiones se actualizan durante la
década pasada en términos de inclusión. Entonces, pensar la idea de inclusión
tiene que ver con recuperar cierta idea de que “la escuela puede”, que es el
título de un libro de (la pedagoga) Berta Braslavsky. Yo tomaría esa idea de
que la escuela puede, y también la idea de que los chicos pueden, y agregaría
que los maestros también pueden.
–Esta idea parece ir a contracorriente de ciertos discursos que se han
acentuado en el último año muy fuertemente en relación a la estigmatización de
los estudiantes y los maestros, como por ejemplo desacreditando la escuela
pública con evaluaciones internacionales estandarizadas, como el Informe PISA.
–Ahí tenemos un embestida muy parecida a la de los noventa, que era desacreditar
la escuela pública. Uno podría decir: hagamos la evaluación de la evaluación,
sepamos que hay distintos modelos. Nosotros hacemos un tipo de investigación y
evaluación de corte cualitativo que singulariza también la experiencia de los
sujetos, de las relaciones que se traman en sus autobiografías, en sus
relaciones con la lectura y la escritura. De eso no va a hablar una encuesta
estandarizada, que sólo quiere ver competencias. Nosotros no estamos pensando
en competencias sino en saberes, en prácticas, en modos de hacer, en culturas,
en unas pluralidades que cuando la escuela quiere las puede incorporar y entrar
en diálogo. Nosotros, sobre todo en la gestión de (Daniel) Filmus (como
Ministro de Educación de la Nación), y luego también en la gestión (de Alberto)
Sileoni, hicimos mucho hincapié en poner en discusión con los docentes las
visiones estereotipadas y estigmatizantes respecto de lo que los chicos pueden
y de sus intereses. Y todo esto no meramente en unos enunciados de buena
intención, sino a partir de prácticas, a partir de distintas experiencias de la
política pública, por ejemplo cierta orientación de los planes de lectura,
trabajando con adolescentes. Era muy interesante ver las valoraciones positivas
que los chicos hacían, por ejemplo, del hecho de tener material impreso, que
era lo que el programa les ofrecía; o las valoraciones de los profesores,
cuando decían que hacía mucho que no daban una clase en la que todos los chicos
tenían el libro disponible. Y eso les permitía articular y armar la clase de
otra manera. Con lo cual vemos que las políticas del libro y de la
disponibilidad de materiales son tremendamente importantes y no deben
abandonarse.
–Usted es uno de los responsables del curso de ingreso a la Escuela de
Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín. Sin caer en
estigmatizaciones al uso, muchas de las universidades del conurbano bonaerense,
que son las que generalmente apuntan a poblaciones que no son las que
históricamente accedían a la universidad, en sus cursos de ingreso deben
trabajar fuertemente en el área de análisis y comprensión de textos porque
reconocen que los jóvenes vienen con dificultades de la escuela media.
–Sí, son universidades en las que los padres del ochenta por ciento de
los chicos que acuden,no tienen la escolarización secundaria. Y a estas
universidades les cuesta mucho el acercamiento con estos nuevos posibles
universitarios. Creo que primero tenemos que celebrar este dato, de que tenemos
la universidad pública más inclusiva de la región, y la creación de las
universidades en el conurbano es una muestra política de eso. Pero los cursos
de ingreso se plantean como un lugar puente. Justamente nosotros acabamos de
publicar un libro sobre esta cuestión, que se llama Leer y escribir en las
zonas de pasaje (Ed. Biblos). Si decimos que hacemos una política de inclusión
que supone que les damos más oportunidades para este pasaje de la secundaria al
nivel superior, aún sabiendo que tenemos deudas para resolver en la educación
secundaria, lo que tenemos que saber es que va a haber cambios también en los
modos en los que nosotros trabajamos con esos pibes, que no pueden ser los
mismos modos estandarizados con que una universidad lo hacía hace treinta años,
cuando se creó el CBC, por ejemplo. Si ahora detectamos y diagnosticamos que
hay una brecha, este pasaje o articulación, en términos de prácticas de lectura
y escritura, es un desafío didáctico. Es decir, hay algo que tiene que
modificarse respecto de cuáles son las expectativas que nosotros tenemos.
–¿En qué sentido deberían modificarse estas expectativas para que
efectivamente las universidades puedan incorporar nuevos estudiantes?
–Muchos de los cursos de ingreso tienen expectativas demasiado
altas respecto de lo que es el momento de tránsito que los chicos están
atravesando. Nosotros cuando hablamos de zona de pasaje, estamos pensando desde
el momento en que la persona se acerca a la universidad, cuando todavía está en
el secundario, o desde el momento en que un adulto que dejó la secundaria hace
mucho tiempo también se acerca. Y luego todas las instancias que tienen que ver
con los cursos de ingreso, y todo el primer año. Muchas universidades lo han
entendido bien, organizando tutorías, por ejemplo. En la Unsam hay un programa
de mentorías, que son alumnos de los últimos años de la carrera, que acompañan
a los alumnos de los primeros años de la carrera. Pero sabiendo que ese alumno
está atravesando un proceso fuertemente cultural que es la construcción de una
nueva relación con la lectura y la escritura, que no la damos por sentada, pero
que tampoco se aprende en las cuatro primeras semanas a modo propedéutico,
porque muchas veces los cursos tienen una orientación propedéutica: dar
herramientas al principio para luego atravesar todo sin dificultad. Y claro, el
que no adquiere las herramientas al principio no está en condiciones de
transitar el recorrido educativo por la universidad. Pero a mí me parece que
los cursos no deben ser propedéuticos sino de acompañamiento y de una
construcción, además, en términos de la relación con la lectura y la escritura
que se va haciendo a medida que se va penetrando en los campos de conocimiento.
–Esto supone no poner el acento en el déficit sino en las
potencialidades del estudiante, ¿verdad?
–Claro, pero esto hace a una cuestión muy sutil que es la relación
pedagógica, que tiene que ver con preguntarnos cómo acompañamos como docentes
al estudiante que está construyendo ese proceso. Entonces, por ejemplo, hay
textos que a los docentes los dejan perplejos, como impotentes, porque son
textos escritos que parecen transcripciones de la oralidad, entonces el docente
dice “yo no puedo intervenir, no sé por dónde empezar”. Bueno, creo la
formación de los docentes del nivel secundario, pero también los docentes de
los comienzos de las carreras universitarias o terciarias, tiene que ser con
claves nuevas de lectura que permitan entender esas producciones, esas
oralidades complejas que se transcriben, no en términos de déficit sino en
términos de diferencia cultural a partir de la cual hay que trabajar. Y mis
intervenciones como docente tendrán que ver con estimular, construir confianza.
Pero no se trata de un manual de autoayuda, tiene que ver con actitudes
lingüísticas y con la construcción de un sujeto que se apropia de la lengua.
Por ejemplo, en la experiencia que hicimos en el curso de ingreso a la UMET
(Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo) no empezamos
trabajando con textos académicos sino con artículos de la revista Caras y
Caretas, que son textos blandos, de divulgación, más los literarios, porque los
literarios también son lugares donde la gente gana confianza. Si no, la persona
que quiere estudiar piensa que eso no es para ella, y entonces aparece el miedo
a aprender, y el miedo es haberse creído el estigma.
–La profecía autocumplida…
–Exacto. En relación con las representaciones sociales que se arman en
la tapa de Clarín o en la prueba PISA, todo repercute para que cada sujeto
trame una historia en contra de su posibilidad de acceso. Entonces, cuando decimos
acceso, a la vez tenemos que decir cuáles son las mejores condiciones que
podemos construir para que el acceso sea real, para que no quede la inclusión
como algo propositivo. Ahí el desafío es gigante, y esto no tiene nada que ver
con ser más permisivo, porque por ahí dicen “esto es cualquier cosa, es
demagógico”. No, se trata de trabajar con los recorridos que los sujetos pueden
hacer en relación con los puntos de partida, y los puntos de partida son
distintos en cada caso, y sobre esa heterogeneidad tiene que trabajar el
docente. Trabajar en la heterogeneidad quiere decir puntos de partida distintos
y puntos de llegada que también pueden ser distintos. La homogeneidad no es un
valor en sí mismo, lo que sí tiene valor son los recorridos, las trayectorias
que cada sujeto puede ir construyendo para seguir.
–Usted estuvo varios años al frente del Plan Nacional de Lectura.
¿De qué manera se trabajaba en la promoción de la lectura como una política
pública?
–La apuesta más fuerte que hicimos en ese periodo, y que dejó una marca
interesante hacia adelante, fue el fortalecimiento de los equipos de cada
provincia. Teníamos varias líneas de trabajo, por ejemplo una vinculada con el
docente como lector, algo que a nosotros nos parecía muy importante, interpelar
como lector al maestro, al bibliotecario, al profesor, al formador. Era una
línea de capacitación del Ministerio que tenía que ver con la formación
cultural del docente, que era la formación política también, esto tiene que ver
con el reconocimiento del docente como lector antes que como enseñante, era una
clave, porque después nos dábamos cuenta que ese sujeto posicionado como lector
intervenía de otra manera en la práctica de formación, armaba una didáctica
diferente. No era meramente un problema metodológico, sino de un
posicionamiento personal. También desarrollamos una línea de trabajo que tenía
que ver con literatura infantil, con posicionar ese saber que nosotros
pensábamos que había que reponer y dar herramientas prácticas de lectura. En la
provincia de Jujuy, por ejemplo, se armó un equipo que se llamaban “núcleos
lectores”, y en pequeños pueblos se ligaban a distintos actores sociales en la
actividad de lectura. Nuestra preocupación era que la escuela fuera, de alguna
manera, el faro desde donde se generaban estas intervenciones. También hubo
equipos que trabajaban en las escuelas en contextos de encierro, que son más de
trescientos en nuestro país, y se fortalecieron los equipos de trabajo ahí
también. En términos de política pública esta construcción federal, esta
autonomía de las provincias con el financiamiento y el acompañamiento técnico y
formativo de la Nación, fue una desmentida a la idea de que la escuela no
puede, o que los chicos no pueden.
–¿Queda algo de esas políticas en la actual gestión?
–Se desarticuló todo de manera desesperante. Había una mirada
socioantropológica del conocimiento, de la escuela, y todo eso quedó en un
punto abortado, porque ahora se vuelve a todo esto que llaman programación
neurolingüística, neurociencias, eso que está tan en boga, y que son cosas
realmente muy peligrosas, porque apuntan a la patologización. Dicen que el
veintipico por ciento de los pibes tienen dislexias no detectadas, que hay que
enseñarles a los maestros a detectar las dislexias. Donde hay un problema de
aprendizaje y de enseñanza, que es un problema de aula, es un problema social,
ellos culpabilizan al sujeto, es el sujeto el que tiene algún chip que no le
anda bien. Entonces, esto justifica que si hay un veinte por ciento de
desgranamiento, y bueno, es porque hay chicos que vienen con problemas, son
problemas que no pudieron solucionar con sus familias. Esto desresponsabiliza a
la escuela, porque todo queda en el sujeto. Por ejemplo, ahora en la ciudad de
Buenos Aires hay cursos de técnicas de relajación, porque dicen que los
adolescentes están alterados, están violentos. El gobierno de la ciudad
promociona con unos afiches charlas abiertas a los maestros en respiración
consciente, del Programa de Felicidad, Bienestar y Armonía… Eso se paga con dinero
del Estado y da puntaje. El desmantelamiento de áreas enteras de trabajo fue y
sigue siendo un proceso durísimo de destrucción del que no se ha tomado la
debida conciencia. Así vacían todo, destruyen para que el Estado no tenga
sentido.
Fuente: Página 12 (24-07-2017) https://www.pagina12.com.ar/52093-el-miedo-a-aprender-es-haberse-creido-el-estigma