LITERATURA
EL PERRO QUE GUARDABA LOS LIBROS
Burdeos,
Francia.
En una
biblioteca pequeña de barrio, donde el olor a papel viejo se mezclaba con el de
café recién hecho, trabajaba Claire, una mujer de 52 años, bibliotecaria de
corazón.
Era
silenciosa, amable… y desde hacía unos años, iba siempre acompañada de un perro
mestizo de orejas desparejas y mirada curiosa.
Se llamaba
Hugo.
—¿Es una
especie de guardián de libros? —le preguntaban los niños.
Claire
sonreía.
—Más bien…
es un lector en silencio.
Hugo no
ladraba. No mordía.
Solo se
tumbaba junto a los niños cuando leían en voz alta, y si alguno dudaba o se
trababa, le daba un golpecito con la pata.
Era su
forma de animarlos.
Un día, una
madre se acercó con los ojos llenos de lágrimas.
—Mi hijo
tiene dislexia —dijo—. Nunca quiso leer.
Pero desde
que se sienta con Hugo… no quiere parar.
Así nació
un pequeño proyecto sin nombre: los “jueves de lectura con Hugo”. Cada semana,
seis niños se reunían en círculo.
Claire les
repartía cuentos y Hugo los escuchaba, con las patas cruzadas y la cabeza
ladeada como si entendiera cada palabra.
Y quizás…
entendía más de lo que parecía.
Porque
cuando Claire enfermó, Hugo cambió.
Dejó de
moverse con alegría.
Dormía en
la entrada de la biblioteca, como si esperara que todo pasara rápido.
Claire
tenía cáncer.
No podía
trabajar.
Pero el
director decidió dejar entrar a Hugo igual.
—Es parte
del equipo —dijo.
Un día, sin
previo aviso, Hugo desapareció.
Nadie lo
vio salir.
Buscaron
por calles, parques, estaciones… y lo encontraron en el hospital.
Había
recorrido más de 4 kilómetros hasta llegar a la puerta donde Claire estaba
ingresada.
No
aceptaron dejarlo pasar.
Pero Hugo
se tumbó junto a la puerta… y no se movió.
Durante
tres días.
Finalmente,
una enfermera que conocía la historia habló con dirección.
—Déjenlo
entrar. Puede hacerle bien.
Y Hugo
subió.
Cuando
Claire lo vio, rompió a llorar.
—Sabía que
vendrías, mi niño lector…
Hugo se
subió a la cama, apoyó la cabeza sobre su pecho… y no se movió más.
Claire
murió esa noche.
Pero Hugo
siguió yendo cada jueves a la biblioteca.
Se tumbaba
en el rincón de siempre.
No con
tristeza… sino con calma.
Los niños
seguían leyendo.
Pero ya no
solo para él.
Lo hacían
por Claire.
Por todo lo
que dejó entre páginas y patas.
Hoy, en la
biblioteca, hay un estante especial con cuentos ilustrados.
En el lomo
de cada libro, una pequeña huella dibujada.