sábado, 19 de diciembre de 2020

La última lectora

LIBRO

CÓMO DESAPARECER COMPLETAMENTE

La última lectora de Raquel Robles

Robles recoge a una protagonista aturdida por el dolor propio y ajeno y la expone a una suerte de cura literaria, en un ritual íntimo que es una constante invitación a visitar nuestras bibliotecas.

*Docente, periodista y escritor. Desde hace años me dedico a leer y comentar libros, y voy a hacerlo ahora en tu casilla de correos con los de Fondo de Cultura Económica. Podés enviarme tus comentarios a lecturasdefondo@fce.com.ar

Siempre me gustó la frase de Borges sobre Faulkner, y la he usado tanto que, aunque sé que está ahí en alguna parte (en los Textos recobrados, probablemente), a veces pienso que me la inventé: en las novelas de Faulkner, según Borges, “uno a veces no sabe lo que sucede, pero uno sabe que lo que sucede es terrible”. Algo así nos pasa con la primera parte de La última lectora de Raquel Robles: una mujer hace un sacrificio exponiéndose a la violencia de aquellos a los que se prometió cuidar, y aunque la narración se desenvuelve en tercera persona vemos su suplicio como a través de una cámara subjetiva, en la niebla de su consciencia golpeada por la tragedia (¿murió un chico a su cargo? ¿Justo cuando el amor hacía ese truco de cambiarle a la realidad las texturas, los colores?).

Leyendo los alrededores de la novela me entero de que Robles ha sido directora de dos dispositivos cerrados para jóvenes infractores y finalmente fue directora nacional de dispositivos penales juveniles. Siempre asocié la literatura con la neurosis, la neurosis con la incapacidad para actuar, la incapacidad para actuar con el miedo a la realidad: quién sabe si su biografía le permitió a Robles una valentía que siempre me ha parecido ajena a la condición de escritor contemporáneo, por lo menos después de los años setenta. Aunque quizás estoy hablando solo de mí: convivir con la precariedad, la indefensión y el dolor me parece intolerable, y he tratado de preservar mi frágil equilibrio emocional del sufrimiento ajeno. Robles, en cambio (considerando su biografía es fácil caer en prejuicios positivos que expliquen esa decisión), se ha encarado con el dolor de los otros y ha conducido esa experiencia hacia su literatura: padeció, según su propia confesión, el suicidio de un chico que estaba en dependencias de las que era funcionaria principal. ¿Cómo reaccionaría yo ante una circunstancia semejante? ¿Cómo lo hizo Robles? Su personaje desaparece completamente, sumergiéndose en la literatura. Para ese viaje quizás no haya en Argentina mejor Virgilio que Piglia: con El último lector como mapa (el ensayo donde Piglia lee figuras de lectura en los libros), un personaje astillado se dedica a recoger las hebras de la literatura que Piglia comenta como una forma de poner la realidad inmediata entre paréntesis. Ese paréntesis incorpora, deglute la carne de las obras de Shakespeare, Cortázar, Tolstoi, Kafka, el Che Guevara, y el etcétera guiado por El último lector: la literatura en un sentido muy amplio funciona como un tejido que envuelve al sujeto en fuga, que aclimata un impasse, que permite una objetivación, una salida de la subjetividad insoportable, aunque la aguja doble del dolor (las dos pérdidas) sea lo que vertebra a la lectora de Robles.

Peter Ilsted, Interior con muchacha leyendoóleo sobre lienzo, colección privada, 1908.

Según ella misma (la mujer autora, no la mujer lectora) es un libro que demanda un Lector, un lector con mayúscula, capaz de interesarse por esa materia leve con que la lectora va poblando las paredes de su casa en una performance que cruza la poesía, la danza, las artes visuales, que trenza las palabras hasta hacerlas propias para sobrevivir.

“La tropa está quebrantada moralmente, famélica, los pies ensangrentados y tan hinchados que ya no entran en lo que resta de calzado. Están a punto de derrumbarse”.

“Ay , mi amor, pese a que mi piedad ha tomado rumbo hacia muy distintas regiones, de buena gana me pondría de rodillas para agradecer a Dios tu carta de hoy. Cuando me escribas no dejes nunca de decirme, mi amor, en qué sitio estás, cómo vas vestida, qué aspecto tiene lo que te rodea. Tu carta desde el tranvía me acerca a ti de modo casi demencial”.

La lectora escribe citas con la vida suspendida, y nosotros nos enmarañamos con los nombres tratando de sentirle el pulso a esas palabras para saber, a pesar del célebre postulado de Foucault, quién es el que está hablando en sus palabras. Por esto es que podemos decir con Robles que La última lectora es una novela para lectores, pero también porque su armado en tríptico, la negativa estilística a la mera información de acciones, una suerte de confusión lírica, nos obliga a prestar ese tipo de atención que exigen las pocas experiencias que son capaces de suspender el flujo del mundo.

Nos vemos en la próxima.

Flavio Lo Presti