martes, 24 de enero de 2017

El valor del espacio en la literatura: una invitación a leer

Flores palúdicas en los estanques
de mis ojos. El trópico en mis huesos.
Si tus manos son manos, ¿cómo son las anémonas?
Te cedo mi lámpara vieja por la tuya de luz de plata virgen.
GILBERTO OWEN, del Libro de Ruth
Si la literatura es una puerta abierta a la imaginación y a la reflexión, si es una vía para la desautomatización de nuestras rutinas, entonces puede proporcionarnos el placer de pasear virtualmente por los espacios de la ficción o por los espacios poéticos. Vamos por partes. Primero, cuando empleamos el término 'literatura', estamos tocando un aspecto muy amplio de la cultura y podríamos discutir si el sentido que se le da hoy es el mismo que tenía hace tres siglos, aun cuando, por supuesto, la respuesta sería negativa. Por eso emplearé mejor los vocablos cuento, novela y poesía, pues así quedará claro que me refiero a estos discursos creados según ciertas normas, cuya finalidad no es la comunicación literal ni la información veraz. En segundo lugar, es necesario aclarar también qué quiere decir la frase paseos virtuales. No aludo a los moos, páginas interactivas del universo cibernético en las que habitan seres de todo el globo terrestre; tampoco estoy pensando en visitar los grandes museos del mundo en un rápido recorrido por la web. No hablo de la esclavitud de la mirada, sino de su liberación.
En estos tiempos sabemos leer imágenes, estamos acostumbrados a la sensibilidad del videoclip; como estrella de pasarela bajo los haces de las cámaras fotográficas, el mundo se nos presenta en fragmentos superpuestos, en espacios en movimiento que se quiebran, que no duran, que se desvanecen. Y no, ya no sabemos leer libros, ya no sabemos escribir cartas. ¿Será que las novelas, los cuentos y los poemas están destinados al país de la nostalgia?, aquel en el cual sabíamos sentarnos, a la sombra del sauce llorón, sobre una piedra que nos servía de apoyo y estirar las piernas para leer una historia muy larga como Los hermanos Karamazov o El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Leer nos libera de la esclavitud de la mirada, porque no se impone la imagen ya hecha frente a nuestros ojos, sino el flujo de las palabras que, poco a poco, nos invita a crear la visión; es ahí donde surge el espacio literario. Para adentrarnos en dicho espacio, primero es necesario aprender a escuchar y luego aprender a mirar. La lectura es un proceso gradual y progresivo, en tanto que la percepción visual ocurre de golpe; lo visto se nos entrega de inmediato (miramos todo), pero la lectura se conquista con nuestra constante disposición a leer. La lectura exige un esfuerzo físico, y pueden doler los ojos o los brazos o la espalda o las piernas, ¡pero qué músculo tan poderoso desarrolla la inteligencia! Los neurólogos advierten que leer es una de las actividades que más agiliza las conexiones neuronales; por tanto, la práctica constante de la lectura es un ejercicio que evita el envejecimiento de las células del cerebro. ¿Será que vamos a leer siquiera por aplicarnos esta profilaxis?
La presencia de los espacios en la obra literaria tiene varias funciones. Por una parte, en la narrativa es necesaria la creación de atmósferas ficticias que acompañen a los personajes o, incluso, que les den vida y les definan. Uno recuerda la asfixia de Joseph K., el personaje de El proceso, de Franz Kafka, y la asocia con esos pasillos reducidos que conducen a oficinas absurdas, con escritorios absurdos repletos de papeles de trámites absurdos. Ese personaje absurdamente perseguido sufre un proceso judicial cuya causa nunca llega a conocer, y trepa con ansia escaleras empinadas y retorcidas que lo conducen a ninguna respuesta. El espacio y el personaje pueden asociarse en unidades indisolubles que crean tanto atmósferas exteriores como internas. Otro ejemplo es El coronel no tiene quién le escriba, de Gabriel García Márquez. Acaso ésta sea la mejor novela corta del escritor colombiano. Las excelentes descripciones del ambiente tropical en el cual vive el coronel comienzan a corresponderse con su estado de ánimo. La lluvia selvática, que dura días y días, se parece a la tristeza que se va apoderando, con mayor claridad cada vez, del protagonista. Y la carta y la pensión no llegaron nunca.
En la poesía, el espacio también puede crear estados de percepción específicos. Me gustaría referir ahora el poemario de Josué Mirlo titulado Manicomio de paisajes (1929). Este escritor, originario de Capulhuac, perteneció a la generación del posmodernismo hispanoamericano y fue contemporáneo de Ramón López Velarde y de Francisco González León. Cada poema del libro nos invita a un recorrido, desde el "Vestíbulo" y el "Registro de alienados" hasta las tres salas de enfermos: "Sala de tranquilos", "Sala de maniáticos" y "Sala de alucinados". El libro, asimismo, nos conduce de la mano para abandonar el manicomio al atravesar el "Patio sin rumores", con su "Monumento" al centro y su "Capilla" al fondo. En este poemario, la concepción espacial se suma a la calidad poética de los textos, en los que se expone un sentido lúdico y humorístico del paisaje. En la "Sala de alucinados", habita una "Acuarela" en la celda siete:
La tarde entró a la iglesia con su rebozo lila;
y el instante nocturno,
como un perro enlodado, llegó husmeando sus huellas;
y al verla de rodillas,
se echó en su falda roja, y perezosamente
fue lamiendo los ruidos que como moscas iban
prendiéndose al silencio.
Otra de las funciones del espacio, tanto en la narrativa como en la poesía, es la representación mimética, es decir, la recreación de los lugares donde los personajes son y se transforman. O, también, la remembranza de los lugares que propician una evocación poética (esta función es básica para crear la noción de verosimilitud en una obra). Las novelas realistas y naturalistas no podrían concebirse sin la presencia de los espacios donde actúan los personajes; por ello, la descripción como técnica se convierte en instrumento básico en narraciones como Madame Bovary, novela en la que la aldea, el bosque y los carruajes son descritos con lujo de detalle para que los lectores consigan transportarse allí y adentrarse en la vida de la protagonista, de manera que puedan compadecerla cuando, al final, decide envenenarse con cianuro.
La descripción de los espacios también resulta necesaria en la narrativa y en poesía de otras épocas. El padre del poema en prosa moderno, Charles Baudelaire, describe París y destaca sus matices contrastantes; el autor de Le spleen de Paris descubrió la poesía de la cotidianidad, la poesía de los pobres y de los desterrados, una poesía al margen de las preceptivas literarias. Por presentar un ejemplo, refiero el séptimo poema, en el cual un "loco artificial", un bufón, se refugia a los pies de la estatua colosal de una Venus de mármol. El poeta adivina que en los ojos del personaje se gesta un diálogo con la estatua: "Yo soy el último y el más solitario de los hombres, privado de amor y de amistad, y muy inferior por ello al más imperfecto de los animales. Sin embargo, yo, ¡yo también fui creado para comprender y sentir la inmortal Belleza! ¡Ah, diosa, ten piedad de mi tristeza y mi delirio!" (trad. de Nidia Lamarque).
De algún modo, tanto Flaubert como Baudelaire —ambos, por cierto, señalados como inmorales por la sociedad de su época— comparten una misma mirada respecto de sus espacios familiares, y los hacen perdurar en los ambientes de sus ficciones y de sus evocaciones poéticas. Esos espacios trascienden su propia contingencia, quedan aparentemente ajenos a la corrosión y a la degradación de los objetos inmediatos. Sí, la literatura puede albergar cierta nostalgia, un olor a libro usado, una melodía antigua; pero, ¿somos todavía capaces de imaginar?
La tercera función del espacio en la literatura de la que me ocuparé es el 'extrañamiento', término acuñado por los formalistas rusos para hablar de la desautomatización a la cual obligan los discursos literarios: en la literatura el lenguaje es de otro modo, pareciera que está en una constante búsqueda de su capacidad original para nombrarlo todo por primera vez. Y se retorna al tema de la nostalgia, nostalgia de un lenguaje que creaba, en el cual las palabras no eran fórmulas ni asociaciones arbitrarias. El escritor emprende ese viaje: trata de encontrarse con el lenguaje.
Un espacio extraño también es posible en la ficción. Hablaré ahora de los espacios míticos, de los espacios de la ciencia ficción y de los espacios fantásticos. En tanto que, para referirme a esta función en la poesía, hablaré del empleo del lenguaje figurado en relación con las metáforas del espacio. Esto quiere decir que el espacio ya no cumple la función de crear una ilusión de representación realista; es un espacio que subvierte nuestros hábitos y que nos desorienta; es un espacio en el que no nos hallamos más que en el suspenso y en la angustia o en la contemplación gozosa; es un espacio que nos representa en nuestros temores y en nuestros deseos más primitivos; suele ser un espacio mítico.
En la narrativa contemporánea tres lugares son memorables: Comala, del mexicano Juan Rulfo; Santa María, del uruguayo Juan Carlos Onetti, y Macondo, del colombiano Gabriel García Márquez. Comala, donde habitan los muertos, las ánimas en pena, los murmullos del recuerdo; Santa María, húmeda y sórdida, cubierta permanentemente de niebla, un lugar donde se multiplica la tristeza; Macondo, donde se funda un país tropical, génesis de una estirpe mestiza y heroica en su peregrinar cotidiano de república bananera: la heroicidad se gana en la subsistencia misma.
En Comala el amor no deja de ser una esperanza, pese a tanta sequía. Es un lugar tan mítico como el país de los muertos que visita Enkidu en El Gilgamesh; en ese viaje, que es recuerdo, hay una revelación: el reconocimiento para que los personajes se digan a sí mismos lo que fueron en vida, el reconocerse en el dolor ajeno. Desde las tumbas, todo se escucha en ese mar de voces que es historia colectiva. En Santa María, el amor se aproxima a la abulia; olor a madera podrida del astillero, barco anclado. Pedro Páramo y El Astillero, dos novelas para releer como un poema. Cien años de soledad puede leerse como el Génesis, porque muestra en el espejo la historia de un lugar ficticio en Hispanoamérica que puede ser cualquiera de nuestros pueblos; o, bien, puede leerse como la Ilíada, puesto que esta novela es una de esas epopeyas modernas en las que los héroes, a la manera de Leopold Bloom, tienen que conquistarse a sí mismos antes que proyectar su heroicidad en la conquista de otros.
Ya es lugar común, pero no puedo dejar de referirme a Yoknapatawpha County, pueblo ficticio que creó el escritor norteamericano William Faulkner en muchas de sus novelas y cuentos, como The Sound and the Fury o Light in August. Yoknapatawpha representa la vida sureña de los Estados Unidos, y en la elección de este lugar (Faulkner era originario de New Albany, Mississippi) hay coincidencias con las tres tierras legendarias que acabo de referir: hay en ellas un claro enfrentamiento entre los poderosos y los sojuzgados, entre los ricos y los pobres; hay en esos lugares de ficción un entendimiento muy certero acerca de lo que significa vivir en la periferia, no en el ombligo del mundo (como en La región más transparente, de Carlos Fuentes) sino en un ambiente rural o semiurbano. No es el esplendor gélido o florido de la Nueva Inglaterra lo que atrae a Faulkner, sino la difícil y calurosa vida del Sur.
Otro espacio narrativo en el cual es necesario el extrañamiento es el de la ciencia ficción. Y ya que comencé hablando también de la lectura, es necesario poner sobre la mesa Fahrenheit 451 (1953), del norteamericano Ray Bradbury. El título de la novela indica la temperatura a la cual se quema el papel. Decía que el espacio es extraño en esta novela en la cual se presenta una sociedad cuyas autoridades prohíben leer, pues consideran que la lectura es una actividad peligrosa que atenta contra la felicidad. Los bomberos, contradictoriamente, no apagan el fuego, sino que persiguen a quienes tienen libros para quemar sus ejemplares. Bradbury crea un espacio extraño y futurista en su novela para poder criticar, de algún modo, las acciones del gobierno de Joseph MacCarthy en contra de los intelectuales de izquierda, así como sus estrategias de censura de libros y de la prensa.
Ya ha pasado la época de la Guerra Fría, pero pareciera que en nuestro medio continuamos pensando que leer nos hace infelices porque nos hace pensar en nuestra miseria, sin recordar que también nos hace reparar en nuestra grandeza. ¿Será que "evolucionamos" hacia el mundo distópico de Bradbury? Porque leer no es bajar información de la red para atesorarla en el disco duro de nuestra computadora y no dialogar con ella, con eso, con ese volumen de palabras que nos disponemos a cortar y pegar como falsas palabras propias.
En la narrativa fantástica, por otro lado, es fundamental que el espacio contribuya a desautomatizar las percepciones domésticas de lo real. No me enfrascaré en una discusión teórica acerca de los límites y características tipológicas de lo 'fantástico'. Bástenos saber, de momento, que en su etimología la palabra significa "sin realidad". Podemos pensar en los monstruos fantásticos de Lovecraft y en sus castillos oníricos, o en la biblioteca de Babel de Borges y en la novela referida en su cuento, la cual es un jardín de senderos que se bifurcan en la no linealidad del laberinto. Podemos pensar también en Alice in Wonderland, tierra en la que se sumerge la protagonista para descubrir —y descubrirnos— un reino donde los animales y los objetos están animados. En estas obras, las nociones del espacio tienen otra lógica y otras dimensiones; muchas veces, los escritores especulan en sus narraciones sobre temas como la naturaleza del tiempo, la existencia de otras dimensiones espacio-temporales o el fluir del inconsciente y el misterio de los sueños.
Por último, retomo esta consideración sobre el espacio y el extrañamiento, que he venido tratando en la narrativa, para referirme a la transfiguración del espacio que se hace presente en el texto poético mediante el empleo del lenguaje figurado. Hay un afán de metamorfosear tanto el lenguaje como los objetos representados en la poesía. Gastón Bachelard propone en la Poética del espacio que la imagen poética surge como "un producto directo del corazón, del alma, del ser del hombre captado en su actualidad", y agrega también que "el poeta, en la novedad de sus imágenes, es siempre origen del lenguaje". Para explicar este punto, emplearé una breve antología del poeta italiano Giuseppe Ungaretti (1888-1970), con traducción de Dante Medina. Leamos primero un poema que desde el título remite a un espacio:

Universo

Col mare
Con el mar

mi sono fatto
me he hecho

una bara
una vara

di freschezza
de frescura
Lo que hayamos como lectores no es una descripción puntual del universo, sino la sensación del universo en esa aproximación del sujeto poético a un mar que refresca en su vitalidad perenne. En un poema se puede mostrar la máxima capacidad de concentración del lenguaje, así como en una gota espesa de semen el germen de la vida.
Otro poema de Ungaretti se titula "Prato"; en la primera estrofa de éste se evoca un prado mediante una descripción muy directa aparentemente, pero el poeta no se limita a las cualidades objetivas y palpables, sino que interpreta las emociones que provoca el nacimiento del pasto tierno. De modo que esta idea inicial le conduce a asociar el prado con la sensación de sorpresa, satisfacción, agradecimiento y timidez de una madre respecto de su criatura recién nacida. El poeta proyecta ese estado de regocijo del alma frente al milagro de la vida en el pasto nuevo que cubre la tierra, y en ese espacio común es posible reconocer (realmente mirar) la sabiduría de la naturaleza o la perfección de la creación:

Prato




La terra
La tierra

s'è velata
se ha cubierto

di tenera
de tierna

leggerezza
levedad




come una sposa
como una esposa

novella
recién casada

offre
ofrece

allibita
tímida

alla sua criatura
a su criatura

il pudore
un pudor

sorridente
sonriente

di madre
de madre
Quiero citar un último ejemplo; se trata de un poema de Gilberto Owen en el cual el mar y la isla y las plazas son-están en el cuerpo en reposo de la amada. Veamos la primera estrofa:

Booz ve dormir a Ruth
La isla está rodeada por un mar tembloroso
que algunos llaman piel. Pero es espuma.
Es un mar que prolonga su blancura en el cielo
como el halo de las tehuanas y los santos.
Es un mar que está siempre
en trance de primera comunión.
Me gustaría citarlo completo y continuar analizando cómo el poeta ve una "serena plaza pueblerina" en el lugar de la frente, y cómo asocia un río "—que algunos llamaban Vía Láctea—" con las piernas de ella, y luego entender cómo esta imagen le provoca imaginar en la dulzura del lago Zirahuén, pleno de luna, las caderas de esta mujer. Es Booz que ve dormir a Ruth, y entonces tendremos que hojear la Biblia y recordar la historia de amor entre ambos personajes. Pero antes, considero que sería mejor comenzar a leer para ubicarnos en el espacio, en esos espacios donde se aspira la humedad y crecen enredaderas en los pulmones.
Por Celene García Ávila