LITERATURA & REFLEXIÓN
En una aldea escondida entre
montañas y campos de arroz, vivía un joven llamado Akira.
Desde pequeño había sido
inquieto, siempre buscando cómo mejorar su vida, alcanzar más y más.
Creía que la felicidad estaba en
obtener, acumular y asegurarse de que nada ni nadie pudiera arrebatarle lo que
había conseguido.
Sin embargo, cuanto más se
esforzaba, más sentía que las cosas importantes se le escapaban de las manos.
Una tarde, mientras el sol se
ocultaba detrás de las colinas y teñía el cielo de tonos dorados y púrpuras,
Akira se acercó al maestro Seijuro, un anciano de mirada profunda que estaba
sentado junto a un arroyo, observando en silencio cómo el agua se deslizaba
sobre las piedras.
—Maestro —dijo Akira, rompiendo
el murmullo del agua—, todo lo que hago se me escapa. Trabajo, me esfuerzo,
pero nada dura. El dinero, las oportunidades, incluso las personas…
¿Cómo puedo retener lo que
deseo?
Seijuro no respondió de
inmediato. Tomó una piedra lisa y oscura del arroyo, la sostuvo en la palma y
luego se la entregó a Akira.
—Cierra la mano con fuerza y
trata de retener el agua que corre sobre la piedra —le indicó.
Akira apretó el puño con toda su
fuerza.
El agua, indiferente, se filtró
entre sus dedos y se perdió corriente abajo. Abrió la mano y vio que la piedra
estaba sola, fría y seca.
—Ahora abre la mano, deja la
piedra reposar y no la aprietes —ordenó Seijuro.
Akira obedeció. El agua fluyó
suavemente sobre la piedra y sobre su mano abierta, acariciándola y dejándola
fresca.
—¿Notas la diferencia? —preguntó
el maestro con voz calmada—. Cuando aprietas para poseer, todo se escapa.
Cuando permites que algo sea, permanece contigo sin esfuerzo.
El joven bajó la mirada. Se dio
cuenta de que sus relaciones, sus sueños y su paz interior habían sufrido
porque siempre había querido controlarlo todo. Y como el agua, todo lo que
intentaba retener a la fuerza terminaba alejándose.
Seijuro señaló el arroyo.
—La vida es así, Akira. No
puedes atrapar el agua ni forzar a que un momento dure para siempre. Si cierras
el puño, lo perderás. Si abres la mano, el agua te tocará una y otra vez.
El joven permaneció en silencio,
sintiendo que esas palabras quedaban grabadas más profundamente que cualquier
enseñanza anterior.
Esa noche, al volver a casa,
decidió que, en lugar de luchar contra la corriente, aprendería a caminar con
ella.
Desde entonces, cada vez que
sentía miedo de perder algo, iba al arroyo, tomaba una piedra y dejaba que el
agua corriera sobre su mano abierta, recordándose que la verdadera fuerza no
estaba en retener… sino en permitir que todo fluyera.
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