viernes, 20 de junio de 2025

Más que palabras

LITERATURA & REFLEXIÓN

Fui al entierro de mi jefe… y todos fingían que lo querían.

Andrés trabajó 15 años en una empresa de repuestos industriales.

Era el tipo que siempre llegaba primero, que cubría los turnos de los demás, que se quedaba horas extra sin pedir nada.

Su jefe, el señor Rivas, era de esos jefes que todos temen: frío, exacto, duro.

Nunca lo felicitó. Nunca le preguntó si necesitaba algo.

Solo decía “se espera más de ti” o “eso es lo que te pagan por hacer”.

Una semana antes del entierro, Andrés le pidió un aumento.

Lo necesitaba.

Su hija menor estaba enferma.

La respuesta fue corta: “No hay presupuesto.

Agradece que aún tienes trabajo.”

Andrés salió de esa oficina tragándose el orgullo, como tantas otras veces.

Dos días después, Rivas tuvo un infarto en pleno escritorio.

Murió ahí mismo, frente a todos. Silencio absoluto.

Nadie lloró. Solo se escuchó el clic del reloj.

En el funeral, la sala estaba llena.

Gente que nunca lo quiso hablaba maravillas. “Era un líder”, decían. “Siempre exigente, pero justo.”

Andrés solo miraba.

Lo escuchaba todo… y no creía nada. Porque sabía lo que nadie decía: que Rivas se fue solo.

Que nadie lo admiraba, solo lo temían.

Que el respeto impuesto se esfuma cuando te vas.

Que no dejó huella, solo estructura.

Y que el legado no se mide por logros… sino por cómo te recuerdan.

Esa noche, Andrés llegó a casa, abrazó a su hija y escribió una frase en un papel: “No quiero que el día que me muera, la gente venga por compromiso.”

Desde entonces, cambió. Ya no se mata por jefes que no lo conocen.

Ya no se traga su dolor por una nómina.

Aprendió a vivir para su gente, no para el sistema.

Porque entendió que ser útil no es lo mismo que ser valorado.

“Algunos mueren creyendo que los van a recordar… y lo único que la gente extraña de ellos, es el silencio que dejaron.”

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