LITERATURA & REFLEXIÓN
“Fui al entierro de mi jefe… y todos fingían que lo
querían.”
Andrés trabajó 15 años en una
empresa de repuestos industriales.
Era el tipo que siempre llegaba
primero, que cubría los turnos de los demás, que se quedaba horas extra sin
pedir nada.
Su jefe, el señor Rivas, era de
esos jefes que todos temen: frío, exacto, duro.
Nunca lo felicitó. Nunca le
preguntó si necesitaba algo.
Solo decía “se espera más de ti”
o “eso es lo que te pagan por hacer”.
Una semana antes del entierro,
Andrés le pidió un aumento.
Lo necesitaba.
Su hija menor estaba enferma.
La respuesta fue corta: “No hay
presupuesto.
Agradece que aún tienes
trabajo.”
Andrés salió de esa oficina
tragándose el orgullo, como tantas otras veces.
Dos días después, Rivas tuvo un
infarto en pleno escritorio.
Murió ahí mismo, frente a todos.
Silencio absoluto.
Nadie lloró. Solo se escuchó el
clic del reloj.
En el funeral, la sala estaba
llena.
Gente que nunca lo quiso hablaba
maravillas. “Era un líder”, decían. “Siempre exigente, pero justo.”
Andrés solo miraba.
Lo escuchaba todo… y no creía
nada. Porque sabía lo que nadie decía: que Rivas se fue solo.
Que nadie lo admiraba, solo lo
temían.
Que el respeto impuesto se
esfuma cuando te vas.
Que no dejó huella, solo
estructura.
Y que el legado no se mide por
logros… sino por cómo te recuerdan.
Esa noche, Andrés llegó a casa,
abrazó a su hija y escribió una frase en un papel: “No quiero que el día que me
muera, la gente venga por compromiso.”
Desde entonces, cambió. Ya no se
mata por jefes que no lo conocen.
Ya no se traga su dolor por una
nómina.
Aprendió a vivir para su gente,
no para el sistema.
Porque entendió que ser útil no
es lo mismo que ser valorado.
“Algunos mueren creyendo que los
van a recordar… y lo único que la gente extraña de ellos, es el silencio que
dejaron.”
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