domingo, 2 de noviembre de 2025

Arturo Jauretche

CULTURA

NOTA PERIODÍSTICA

Sinfonía de un sentimiento  

Por Guillermo David

El peronismo inventó una gramática social, una nueva melodía para la lengua crítica argentina. El radical Arturo Jauretche fue uno de sus creadores más eficaces.

En Filo, contrafilo y punta sostiene que el tilingo es el pulido del guarango, su versión en apariencia antagónica pero complementaria. Escrito en 1960, aún en pie las pueriles ilusiones que el frondicismo le despertara, postula: “El tilingo es una frustración. Una decadencia sin haber pasado por la plenitud”. En cambio “el guarango pisa fuerte porque tiene donde pisar. El tilingo ni siquiera pisa: pasa, se desliza. Por eso el tilingo es un producto típico de lo colonial”. “Los imperios dan guarangos” -alegoriza- “sobre todo cuando se hacen demasiado pronto. Es el caso de los Estados Unidos”. Tras esta rápida taxonomía irónica, colige que, aliados, guarangos y tilingos son quienes propician las revoluciones (en el lenguaje de la época: los golpes de estado).

En su crítica feroz del “medio pelo”, el cachador con corbatín originario de Lincoln, acerbo e incansable fustigador de la medianía social, acabaría adscribiendo casi sin advertirlo a su expresión política, la del tilinguismo militante, que adquirió la forma del frondicismo. Y que hoy se prolonga en las variantes mutantes del desarrollismo, que, con otros nombres, resumibles en la palabra extractivismo, es el modelo triunfante.

Conocemos las estaciones de la deriva política e intelectual de Jauretche (del yrigoyenismo juvenil, el forjismo militante y el funcionariato peronista al peronismo sin Perón y el frondicismo), así como el legado de sus textos ya incorporados al imaginario básico de cualquier peronista. Ardides conceptuales como “zonceras”, “colonización pedagógica”, “profetas del odio”, “intellingetzia”, “medio pelo”, pueblan unidades básicas, reuniones sindicales, artículos de urgencia y ágoras virtuales. Ese entramado de consignas ya probadas brinda el amparo solidario a rápidas identificaciones que consolidan certezas y ligan a una memoria común que se quiere similar y resistente.

Esa marca indeleble en la lengua coloquial peronista la vuelve por momentos parte de un repertorio de limitaciones ostensibles -toda consigna oblitera, es un recurso fácil para no pensar- tanto como dota de eficacia a la lengua polémica. Su género es el panfleto, bajo la forma del ensayo de ocasión, en el que Jauretche despliega sus ínfulas de provocador infatuado; género en el cual procedía a mostrar con sagacidad el revés del discurso de sus contradictores ideológicos. Su blanco dilecto fueron los lugares comunes constituidos en las jergas literarias de la tradición ilustrada, de Sarmiento al grupo Sur. Sus polémicas tallan el centro diamantino del pensamiento al que juzga como antinacional o, en el mejor de los casos, como el producto de un habla cautiva del europeísmo y la tradición liberal, a los que quiere enemigos irredimibles, y no un acervo del cual apropiarse, como propiciara el Borges de El escritor argentino y la tradición.

Jauretche forjó su ácida lengua crítica con un vasto acopio de esquirlas del habla popular que, como buen provinciano, de ágil estilo oral, entre orillero y campechano, dominaba a la perfección. Su populismo picaresco estriba en su concepción del saber: éste no es un atributo asequible por la vía letrada, con sus reglas vigiladas por comisariatos bienpensantes, sino por la experiencia popular acumulada –el “estaño”, “la universidad de la vida”, la intuición. En suma, el sentido común. Ese saber resultaría a la postre una instancia crítica y resistente a la “colonización pedagógica” mediante un esfuerzo de actualización del acervo hispano-criollo al que consideraba la base de la construcción identitaria del país. Una batalla retórica sin par librada en conferencias, periódicos, folletos, proclamas, panfletos y libros rápidos enhebrados con sus opiniones que adornaba con textos ajenos y algunos datos, hilaron sobre su figura legendaria, algo solitaria, un tanto quijotesca, el tejido de imágenes verbales que su solo nombre concita.

Todos sabemos quién fue, quién es Jauretche. Durante décadas era una figura de la vapuleada y retaceada memoria colectiva peronista; viejas ediciones de sus libros pasaban de mano en mano y de generación en generación como una consigna, casi un mandato. Haberlo leído, aludir a sus giros sarcásticos, citarlo, era un salvoconducto que permitía identificar afinidades, que no siempre lo eran. (Horacio González recordaba que al caer preso vio sus libros en los anaqueles del comisario que lo interrogó).

Aquella situación cambió. Ya no es el “maldito” negado por el establishment cuya obra secreta aguardaría la redención lectora de algún arqueólogo de la literatura, sino que forma parte del canon que propalan tanto políticos profesionales como militantes de base. En el apuro, todos traemos a colación sus frases punzantes, sus desaires, sus aporías bárbaras, casi hirientes; referimos sus escaramuzas con una sonrisa no exenta de picardía que nos vuelve cómplices de una suerte de sentido común al que suponemos resguardo suficiente para la intelección del presente. Presente que no sería otra cosa que un avatar más de ese retorno mítico en el cual a los períodos de algarabía suceden momentos de zozobra debidos a los mismos males. A esa una jugarreta insistente y pérfida de la historia le opondríamos las bravuconadas jauretcheanas con parejo éxito: el mismo que creemos que tuvieron otrora.

Pero un problema, que es histórico y político, es decir, actual, atraviesa esas comodidades. Puesto que, si su adscripción al peronismo fue sostenida con notoria independencia de criterios, así como su desmarque del mismo significaron su constitución en intelectual crítico cuya voz fue volviéndose cada vez más inaudible, su ulterior integración al frondicismo supuso un enclave en que los propios postulados se vieron refutados por aquel gobierno infausto. El drama del forjismo graficado en los nombres de Scalabrini Ortiz y del propio Jauretche, sus figuras mayores, al imbricar sus destinos políticos e intelectuales con el relevo radical de los años sesenta, más allá del necesario balance histórico, plantea la pregunta al presente sobre los límites y posibilidades de un nacionalismo popular que convive y articula sin conflicto con las políticas desarrollistas que regirán las siguientes décadas. ¿Cómo fue posible que los más alzados críticos de la presencia del capital imperial y de los dispositivos culturales de construcción hegemónica acabaran sustanciando un proyecto que los tuvo por eje? ¿Por qué ese notorio bemol de su pensamiento y práctica política es invisibilizada o minimizada en la consideración de su figura?

Para tratar de responder estos interrogantes debemos preguntarnos cuál es, en el pensamiento de Jauretche, el sujeto histórico que sustancia el proyecto emancipador. La respuesta es prístina: su sujeto es la nación. Pero se trata de una nación abstracta, que siempre es un presupuesto ya dado y no una construcción ficcional en disputa, a la que se opondrían aviesas fuerzas históricas sustentadas en el engaño, cuya trama desnuda con sus estocadas verbales. La nación. No los trabajadores, a los que difuminaba en la categoría “pueblo”; ni el Ejército, al que consideraba colonial; ni el Estado, del que descreía; ni las clases medias, a las que fulminaba. Todos ellos, admitía, habían dado momentos soberanos, pero eran insuficientes para hegemonizar un proceso liberador de “la nación”. Esa enunciación del conjunto articulado de esos sujetos no ponía la dirección en su conductor natural e histórico –Perón- o en el partido revolucionario soñado por las izquierdas que lo encuadrara, sino en una especie de instancia mágica de emergencia de multitudes cuya organicidad natural anhelaba.

Todo eso cambió con el neo-radicalismo surgido del golpe del ‘55 que pretendió capitalizar al movimiento peronista tratando de arrebatárselo al propio Perón. Jauretche vio llegada su hora: su hombre fue, por un rato, Frondizi. La fantasía del tercer movimiento histórico que resumiera en una instancia superadora los momentos previos de soberanía popular a la que despojaría de las situaciones limitantes -entre ellas, la difícil integración de las clases medias- y encauzaría el devenir histórico en un esquema republicano de gestión comenzaba a trazar su sinuoso camino que fracasaría con el alfonsinismo y solo coronaría con el kirchnerismo medio siglo más tarde. Pero de todas formas se consumó su objetivo. Puesto que el fracaso del frondicismo no fue óbice para que su rediseño de un modelo de articulación económica con el capital transnacional mundialmente dominante se impusiera.

Ahora bien: el discurso nacional y popular (categoría gramsciana inclusiva que funcionaría como eufemismo ampliatorio de la identidad peronista) comenzó a funcionar en ese preciso momento, desde la revista Qué, como instancia de legitimación de las operaciones del capital monopólico transnacional en nombre del desarrollo de las fuerzas productivas, determinante soberano en última instancia, a las que veía impedidas de despliegue autónomo por la colonización pedagógica que volvía impotente, imposible, o acaso inexistente a la burguesía nacional. Si Jorge Abelardo Ramos había planteado su sustitución, como Trotsky, por el Ejército, Jauretche seguirá apelando a una nación genérica cuyos sujetos difusos habrían de refundarla. Visualizado ese punto ciego el adalid mayor del anti-imperialismo, Scalabrini Ortiz, hizo su famoso desplante desde el mismísimo órgano del frondicismo poco antes de morir. Por su parte Jauretche alcanzó a formular en El Plan Prebisch - Retorno del coloniaje la instancia que le permitiera cerrar las esclusas a la nueva articulación. Pero fue desoído. Olvidado de conceptos como anti-imperialismo y nacionalismo, que fueron ejes de su matrizado, el peronismo ha de recoger esa herencia, sin duda con otro lenguaje, creando una nueva Sinfonía del Sentimiento, como la llamó Leonardo Favio. 

Fuente consultada

Página 12, Buenos Aires 12, Sintonía de un sentimiento, Guillermo David, 02/11/2025.

https://www.pagina12.com.ar/870611-sinfonia-de-un-sentimiento