LITERATURA
Un Apache solitario salva a una
joven en el río... Sin imaginar lo que el destino le tenía preparado
El sol del atardecer teñía de
rojo sangre las aguas del río Conchos cuando Cael, un apache rechazado por su
propia gente, escuchó los gritos desesperados que cambiarían para siempre el
rumbo de su vida.
Tres lunas habían pasado desde
que los ancianos de su tribu lo expulsaran por el crimen imperdonable de amar a
una mujer prometida a otro guerrero.
Ahora, Cael vivía como una
sombra entre los cañones, cazando solo, durmiendo bajo las estrellas y llevando
en el pecho una soledad más pesada que las piedras del desierto.
Los gritos venían del recodo
donde el río se volvía traicionero.
Cael corrió entre los mezquites,
sus pies descalzos apenas rozando la tierra árida.
Lo que vio le heló la sangre:
una joven de piel blanca como la luna y cabello dorado como el trigo luchaba
desesperadamente contra la corriente que la arrastraba hacia las rocas
puntiagudas.
Sus ropas europeas, ahora
empapadas, se habían enredado con ramas sumergidas.
El río parecía hambriento,
decidido a reclamarla.
Sin pensarlo dos veces, Cael se
lanzó al agua helada.
La corriente lo golpeó como
puños invisibles, pero sus músculos endurecidos por años de supervivencia lo
impulsaron hacia adelante.
La joven ya no gritaba; su
cabeza se hundía y emergía mientras sus fuerzas se desvanecían.
Cuando Cael logró alcanzarla,
sus ojos azules como el cielo de verano lo miraron con una mezcla de terror y
súplica que le atravesó el alma.
La sacó del agua con la fuerza
desesperada de quien rescata su propia salvación.
En la orilla lodosa, bajo la luz
dorada del crepúsculo, pudo verla claramente por primera vez.
Era hermosa, con esa delicadeza
de las mujeres europeas que raramente se veían en esas tierras salvajes.
Pero había algo más profundo en
su rostro: una tristeza antigua que hablaba de sufrimiento conocido.
Sus muñecas pálidas mostraban
marcas rojas que no provenían del río; alguien la había lastimado antes y
recientemente.
Mientras ella tosía agua y
luchaba por recuperar el aliento, Cael notó algo que le encogió el corazón.
Aquella joven había intentado escapar de algo: sus ropas desgarradas, sus pies
descalzos y cortados, la desesperación en sus ojos celestes, todo hablaba de
huida desesperada.
—¿Quién eres? —le preguntó en
español, su voz ronca por el desuso.
—Paloma —susurró ella temblando,
no solo por el frío del agua.
Sus labios estaban morados, pero
había algo más que frío en su temblor: era miedo puro. Paloma Herrera, ese
apellido despertó algo en la memoria de Cael.
Los comerciantes hablaban de los
Herrera, una familia de colonos ricos que controlaba tierras desde Chihuahua
hasta Sonora.
Pero esta joven no parecía la
hija mimada de un patrón europeo, sino una prisionera que había encontrado un
momento para escapar.
El sonido de cascos resonó en la
distancia, acompañado de ladridos de perros y voces masculinas que gritaban
órdenes en español.
Paloma se tensó como animal
acorralado, sus ojos azules buscando desesperadamente un lugar donde
esconderse.
El pánico transformó su rostro
angelical en máscara de terror absoluto.
—Me buscan —murmuró con voz
quebrada—. Si me encuentran. …
